jueves, 31 de marzo de 2022

Secreto: Capítulo 28

 —Pedro, es fabuloso…


Vió que él la observaba atentamente, como si le importara mucho su reacción.


—No está mal, ¿Verdad? —dijo él, sonriendo satisfecho.


—Es una maravilla. Voy a sentarme para apreciarlo mejor.


Para entonces, era extremadamente consciente de que seguían agarrados de la mano, y sentía el calor de la palma de él y la presión de sus dedos conforme la sujetaba firmemente y a salvo. Le costó soltarse de él, para sentarse en el suelo arenoso. Pedro se acercó entonces a la boca de la cueva y, agachándose, apreció la vista. Le encantaba aquel lugar, con sus pozas cristalinas reflejando el cielo y las espectaculares formaciones de arena de aquel paisaje milenario. Siempre le emocionaba aquella grandeza. Ese día, sin embargo, intentó imaginarse qué le parecería a Paula. No sabía por qué le importaba tanto, pero esperaba que comprendiera por qué significaba tanto para él. Por lo menos, ella era capaz de estar en silencio. Parecía contenta empapándose del ambiente, o tomando fotos con su pequeña cámara digital. Pedro se recostó sobre una pared de arenisca. Oyó el canto lejano de las cacatúas y contempló a un par de aves que se refrescaban en el agua. Transcurrido un rato, preguntó en voz baja:


—¿Y bien? ¿Qué te parece?


—Es bellísimo —respondió Paula suavemente—. Casi resulta… Espiritual. «Una buena respuesta».


—Es espiritual —recalcó él—. Al menos, para los aborígenes.


«Y para mí también», pensó, recordando la cantidad de momentos duros en su vida en que había ido hasta allí para encontrar algo de paz. Gateando, Paula se le acercó un poco. Se sentó a lo indio y contempló el paisaje.


—Es increíble. Inolvidable —murmuró, y tomó algunas fotos—. Seguro que este cañón lleva aquí toda la vida. Si un dinosaurio saliera de detrás de una de esas rocas, no resultaría extraño.


Tenía el rostro relajado, y los ojos le brillaban de emoción. Pedro se obligó a desviar la mirada, y se concentró en un lagarto que desapareció por una grieta. Tenía ganas de que a Paula le gustara aquel lugar, pero no esperaba que captara tan bien su misterio atemporal.


—¿Es una locura sentir que hay alguien aquí? —preguntó ella—. ¿Un espíritu bueno que nos cuida?


A él se le hizo un nudo en la garganta. Necesitó un momento antes de responder.


—Ninguna locura. Por eso amo este lugar. Cuando llego aquí y me empapo de este silencio, siempre me siento más fuerte y capaz. Los aborígenes lo llaman «Escuchar a la tierra».


Se giró y vió que Paula asentía lentamente, con una hermosa sonrisa que iluminaba su rostro. 


—Escuchar a la tierra —repitió suavemente—. Me gusta eso. Solía hacerlo a menudo de pequeña en Vermont. Me encantaba ir caminando al colegio, bajo los arces y los abedules.


Pedro se puso en pie y se acercó al borde de la cueva, a punto de llorar. Nunca habría imaginado conocer a una mujer como Paula, encantadora, dulce y tan acorde a su propio mundo. Había estado a punto de atraerla hacia sí y besarla, de saborear su sonrisa. «Una mala idea». Ella estaba allí para ayudar a sus hijos, y regresaría a Estados Unidos para comenzar su nueva carrera profesional. Además, su estúpido novio acababa de romperle el corazón. Lo último que necesitaba era que el exmarido australiano de su prima se le insinuara. Especialmente, cuando ese hombre no sabía hacer felices a las mujeres. Por múltiples razones, sería un tonto si empezaba algo con ella. Aunque ella insistiera en que le encantaba el outback, tal vez no quisiera vivir allí. No con él. Pronto se daría cuenta de su error, igual que le había pasado a su prima.


Secreto: Capítulo 27

Conforme se alejaban de Jabiru Creek levantando una polvareda con el coche, Paula fue consciente de lo aislado que estaba el rancho. Nada más pasar el último edificio, se encontraron de nuevo en una pista en mitad de interminables llanuras que se extendían en todas direcciones. No veía más que el cielo azul y sin nubes, el polvo rojo y algo de hierba, junto con algunas cabezas de ganado refugiadas bajo la sombra de algún árbol.


—Debe de ser fabuloso pasearse por esta tierra a caballo —comentó, en parte porque realmente lo pensaba, y en parte porque quería decir algo positivo del monótono paisaje.


Pedro se giró hacia ella sorprendido.


—¿Montas a caballo?


—No desde hace siglos. Pero hubo un tiempo en que montar a caballo era mi deporte favorito.


—¿Y por qué no me lo has dicho? —preguntó él, perplejo.


—He venido para ser la niñera de tus hijos, no para pasearme a caballo.


Pedro, con la mirada clavada en la carretera, sacudió la cabeza.


—Seguro que puedes sacar algo de tiempo para montar mientras estés aquí.


—Eso sería maravilloso, aunque seguro que lo lamentaré cuando me duela todo el cuerpo.


Él la miró con ojos brillantes.


—Se te pasará —aseguró y, tras unos instantes, añadió—: Pensaba enseñar a montar a Camila y Nicolás.


—Genial. Les encantará.


—¿A Camila también?


—A ella especialmente. Cada día se hace más a la vida en el outback.


Pedro sonrió.


—Tendré que medirles para sus cascos de montar.


Dicho eso, volvió a su pensativo silencio, y Paula intuyó que pasaba de centrarse en la conversación al milenario paisaje que los rodeaba. Al cabo de un tiempo, frente a ellos apareció una cordillera de montañas rojas. Coronaron una de las montañas y Pedro detuvo el coche. Delante de ellos, la tierra se hundía, sin previo aviso, formando una cadena de acantilados.


—¡Cielo santo! —exclamó Paula, agradeciendo llevar puesto el cinturón de seguridad. 


Inclinándose hacia delante tanto como podía, miró por la polvorienta ventanilla.


—No es el Gran Cañón, desde luego —señaló él.


—Pero es espectacular —aseguró ella y, mirando hacia atrás, vio las vacías llanuras que acababan de atravesar—. ¿Seguimos en tus tierras todavía?


—Por supuesto —respondió él, abriendo su puerta—. Ven a echar un vistazo. Esto me encanta.


El sol era achicharrante. Paula se caló bien el sombrero y no se acercó demasiado al borde del acantilado. Quedaba una larga distancia hasta las pozas de agua cristalina en la base. Sólo con mirar rápidamente una vez, se sintió mareada.


—Ven conmigo.


Pedro había sacado sus mochilas de la furgoneta y le tendía la más pequeña.


—Te enseñaré la mejor manera de disfrutar de las vistas.


Ella estuvo a punto de declinar la oferta. Ya lo veía suficientemente bien agarrada al parachoques. Pero Pedro estaba ofreciéndole su mano, con tal aire de confianza que resultaba muy convincente. Reuniendo valor, Paula logró soltarse del parachoques y lo agarró de la mano, que resultó maravillosamente fuerte y segura. Lo apretó tan fuerte que temió hacerle daño. Para su alivio, él la apartó del borde del acantilado hacia lo que al principio parecía un agujero en el suelo, y que resultaron ser unos escalones esculpidos en la roca.


—Conduce al interior de una de las cuevas —informó él.


—Increíble. ¿Has hecho tú las escaleras?


Pedro rió.


—Qué va. Llevan aquí más de un siglo, mi abuelo ayudó a esculpirlas. Curiosa, Paula le siguió en el descenso.


La cueva a la que se dirigían no era lúgubre, al contrario, estaba llena de luz. Y el suelo era de arena blanca, lo que le tranquilizó. Al llegar a la base de las escaleras, Paula miró alrededor maravillada. La cueva se situaba en una de las paredes del acantilado, conformando una plataforma segura con unas espectaculares vistas al cañón. 

Secreto: Capítulo 26

Pronto, necesitaría su ayuda para buscar otra niñera. Aunque por el momento, no podía pensar en una tarea menos apetecible. Ninguna mujer podría sustituirla. El momento en que Camila y Nicolás descubrieron el teatro de marionetas fue de película. Los mellizos habían entrado en la cocina para el desayuno y, al divisar la construcción justo delante de la puerta mosquitera, reaccionaron con bailes, gritos y una enorme ilusión.


—Y ni siquiera es nuestro cumpleaños —exclamó Nicolás, casi sin dar crédito, mientras se turnaba con Camila para abrir y cerrar el telón.


—No puedo creer que tengamos un teatro y nuestros propios cachorros —dijo Camila, también resplandeciente—. Es genial, papá.


Juntos, entraron por la puerta trasera y examinaron el escenario. Al descubrir que su padre lo había construido con sus propias manos, se quedaron atónitos. Paula sonrió a Pedro.


—Recordarán este día para el resto de sus días —le aseguró en voz baja.


Vió que él asentía, lleno de satisfacción, pero tuvo que desviar la mirada. Ese «Algo» que había entre ellos, de pronto fue demasiado intenso. Terminado el desayuno, los niños se lanzaron a representar su primera función de títeres en el porche. Paula, Pedro y Cecilia fueron el público, y se sentaron felizmente en la fila de sillas, con los cachorros a sus pies.


—Los cachorros también tienen que ver la obra —insistió Camila.


Por supuesto, la función recibió numerosos aplausos y, al terminar, los mellizos salieron corriendo a planear la siguiente.


—Pronto les llamaremos Shake y Speare —murmuró Cecilia con buen humor, antes de regresar a la cocina a preparar bollos para media mañana.


Paula la hubiera seguido, de no ser porque Pedro la sujetó del brazo. Ella dió un respingo, como si la hubiera quemado, y se sintió una tonta.


—¿Te gustaría venir a dar una vuelta en coche conmigo?


Necesitó un momento para recuperar el aliento.


—No creo que podamos apartar a Camila y Nicolás de las marionetas en todo el día.


Pedro sonrió.


—No tenía pensado invitar a los niños. Seguro que prefieren quedarse aquí, y Cecilia cuidará de ellos.


A Paula le dió un vuelco el corazón.


—¿Seguro que Cecilia no tiene otros planes? 


—Seguro, ya he hablado con ella y le encantaría pasar el día con los mellizos. De hecho, ha empezado a preparamos comida para hacer un picnic.


—¿En serio?


—Te has ganado un día libre, y pensé que te gustaría ver el desfiladero.


Era muy amable por molestarse en entretenerla.


—Gracias, me encantará conocerlo —admitió, con marcada formalidad—. Les explicaré a Camila y Nicolás que…


Pedro la detuvo elevando la mano.


—Ya se lo explico yo mientras tú te arreglas. Vas a necesitar crema solar, un sombrero y calzado resistente.


Casi la estaba obligando, pero por una vez no le importó. En su habitación, se miró en el espejo. Como siempre, vestía una vieja camiseta lisa y pantalones vaqueros, llevaba el pelo recogido en una coleta y tenía la nariz plagada de nuevas pecas. En Nueva York, si un hombre le invitaba a pasar el día juntos, rebuscaría en su armario el conjunto perfecto, llamaría a sus amigas para que le aconsejaran, y se haría la manicura, la pedicura y la depilación. Le resultaba extraño pensar que iba a pasar todo el día con un hombre que no era Daniel, y a quien no le preocupaba qué aspecto tenía. Resultaba un descanso saber que no tenía que esforzarse con Pedro Alfonso. Después de haber pintado juntos el teatro de marionetas, habían logrado una agradable relación laboral, así que ella podía guardar sus coqueteos para el nuevo hombre que encontraría al regresar a casa en otoño. El cosquilleo que sentía estando cerca de él sólo eran hormonas, y debía estar agradecida de saber que seguían funcionando. 

Secreto: Capítulo 25

 —Es una idea fabulosa —alabó, pasando la mano por la suave pared del escenario y admirando su factura impecable—. ¿Has dicho que vas a pintarlo?


—Creo que a los niños les gustaría mucho colorido, pero, aparte del tejado rojo, no sé cómo decorarlo.


—No tienes cerca una tienda de bricolaje, así que dependerá de qué pintura tengas por aquí.


—Casi todos los colores, de hecho —dijo él, abriendo un armario que contenía múltiples espráis—. El año pasado uno de mis vaqueros trabajaba además como payaso de rodeo y le ayudé a fabricarse su atrezo.


Paula rió. 


—Pintar el arcoíris en las paredes sería complicado, pero quedarían fabulosas.


Pedro reflexionó y sonrió de medio lado.


—Yo no soy ningún Van Gogh —dijo, y la miró divertido—. ¿Y tú? ¿Se te dan bien los espráis?


Paula había utilizado más de un espray al preparar los expositores infantiles de la biblioteca, descubriendo además una vena creativa que no sabía que poseía.


—Habría que empezar por arriba y seguir hacia abajo —aconsejó ella—. Tendrías que usar un cartón como protector.


—Me ayudarías, ¿Verdad?


Paula sabía que no debería sentirse tan halagada.


—Podría intentarlo.


—Estupendo —exclamó él, con igual entusiasmo.


Y, mirándola a los ojos, sonrió de la manera más sexy. Algo que no debería importarle, se reprochó Paula. Fue sumamente divertido, trabajar duro hasta casi medianoche para dejar cada franja del arcoíris en su lugar. Disfrutó de cada segundo. Mientras secaba el tapa poros, Pedro preparó un té. Guardaba leche y azúcar en una nevera antigua, e incluso un paquete de galletas. Se sentaron en destartalados taburetes en mitad de la nave, bebiendo té caliente y dulce y comiéndose las galletas. Paula sonrió con la boca llena mientras agarraba otra galleta.


—Qué alegría ver a una mujer con apetito —señaló Pedro, tomando él también otra galleta—. Lara siempre cuidaba mucho lo que comía.


—Todas las bailarinas hacen dieta. Tienen una voluntad de hierro —apuntó ella.


—Están obsesionadas —recalcó él, tenso.


Paula decidió no seguir con el tema. Después de todo, había ido allí en son de paz. Sonrió.


—Cecilia y Leonardo se han pasado toda la semana alabando tus cualidades.


Pedro clavó la mirada en el suelo y se encogió de hombros.


—No son objetivos.


—Tal vez, pero tampoco son fáciles de engañar. Me han dicho que eres un ganadero brillante, respetado y admirado por tus compañeros de la industria. Leonardo dice que, cuando te hiciste cargo de esto hace diez años, aumentaste considerablemente el número de cabezas y diversificaste las razas. Y que fuiste pionero de la gestión de la tierra y del agua.


Pedro miraba fijamente su taza.


—Así dicho, puede parecer grandilocuente, pero cuando estoy por ahí fuera, conduciendo, escucho muchos programas de radio sobre agricultura. Es una buena manera de aprender.


—Según Leonardo, almacenas toda esa información en tu brillante memoria y luego la pones en práctica —añadió Paula, y sonrió—. También dice que eres fabuloso con las cuentas. Te llama la calculadora humana.


—Ese hombre habla demasiado —lamentó él, y la desafió con la mirada—. ¿Por qué intentas halagarme?


—No lo hago, sólo te doy un refuerzo positivo. Échale la culpa a mi formación de profesora.


Él sonrió y sacudió la cabeza.


—¿No deberíamos estar pensando en cómo vamos a pintar el arcoíris en estas paredes?


Decidieron que empezarían por el naranja justo debajo del tejado rojo, y continuarían hacia abajo con azul y púrpura, para terminar con verde en la base. Cuando se secó el tapa poros, se pusieron a ello. Tras algunos intentos, acordaron que él sujetaría el cartón protector y ella usaría los espráis. Mientras trabajaban, hablaron de temas neutros, sobre todo de los mellizos y su primera semana de colegio. Paula disfrutó enormemente de la actividad, cosa que le sorprendió, teniendo en cuenta que hacía tiempo había querido compartir algo así con Daniel. Había sido tan tonta como para imaginar que Daniel y ella pintarían la habitación de su primer bebé, y hasta había elegido los colores. Qué extraño que aquel teatro de marionetas le inspirara casi tanto como su viejo sueño.



El domingo por la mañana, Pedro se levantó al amanecer y atravesó el césped helado hasta la nave donde guardaba el teatro de marionetas, con las paredes arcoíris y el telón de terciopelo rojo. Sonrió al verlo. Resultaba alegre y muy profesional. Casi como el lugar al que habían llevado a los niños en Nueva York. A los niños iba a encantarles. Y todo gracias a Paula. Sin ella, no habría sabido que existía algo así. Ni habría disfrutado tanto decorándolo. Era muy agradable estar a su lado. No le extrañaba que a Camila y Nicolás les encantara el colegio, con Paula ayudándolos a que fuera divertido. ¿Cómo reaccionarían cuando ella se marchara? 

martes, 29 de marzo de 2022

Secreto: Capítulo 24

Obviamente, un ranchero tenía que levantarse temprano y pasarse el día fuera de casa, trabajando en su propiedad. Pero cada noche, después de contarles un cuento a sus hijos antes de dormir, Pedro se metía en uno de los cobertizos, aduciendo que tenía un problema con un tractor roto. Paula se decía a sí misma que arreglar tractores era lo que hacían los hombres del outback por las tardes, en lugar de leer el periódico o ver la televisión. No le habría importado la ausencia de él si no estuviera casi segura de que estaba evitándola. ¿Acaso le preocupaba que lo abordara con más preguntas? Al final de toda una semana arreglando tractores, deseó saber si le había dicho algo que realmente le había molestado, o si estaba haciendo una montaña de un grano de arena. Su mente se tranquilizaría tras una breve charla. Mientras cortaba zanahorias, decidió que se acercaría al cobertizo aquella tarde en son de paz.


Sin luna que alumbrara el camino, Paula bajó con cautela la escalera de la casa. Eran las ocho y media, y los niños estaban dormidos. Se dirigió al cobertizo, iluminando su camino con una linterna. Una sombra se elevó del césped a su lado, extendiendo unas largas alas y haciéndola saltar del susto. Con una mano en el pecho, se planteó volver atrás, pero se dijo que seguramente se trataba de un búho y que cruzar un prado de Jabiru Creek no era diferente de cuando jugaba al escondite entre los cobertizos con sus hermanos. Le pareció una eternidad hasta que alcanzó la luz que se colaba por la puerta de la nave con tejado de zinc. Del interior llegaba un martilleo. ¿O era su corazón? Entró y vió neumáticos de todos los tamaños apilados contra una pared, piezas de maquinaria… Y un tractor intacto. Pedro estaba trabajando sobre un banco de madera. No llevaba el clásico mono, sino sus vaqueros de siempre y un suéter de lana arremangado, con un agujero en un codo. Había dejado de martillear y estaba cepillando los bordes de un gran objeto de madera. Se giró levemente y Paula apreció la fuerza de sus manos y antebrazos. Podía incluso sentir el movimiento de sus fuertes hombros bajo el gordo jersey de lana. Apagó la linterna y se la guardó en el bolsillo del abrigo. Le sudaban las manos, así que se las metió en los bolsillos también. Luego, sintiéndose como una intrusa, inspiró hondo y dio tres pasos más. Estaba muy nerviosa. En cualquier momento, él la vería y le preguntaría qué hacía allí. Intentó recordar lo que había ensayado decirle, algo acerca del tractor. Pero él no estaba trabajando en el tractor. Con la vista clavada en Pedro, dió otro paso… Y se tropezó con una tubería de metal, que salió rodando por el suelo de cemento. Pedro elevó la cabeza al instante, y la miró atónito.


—Lo siento —exclamó ella, frotándose el tobillo dolorido. 


—¿Estás bien? —inquirió él, acercándose rápidamente, mientras se limpiaba las manos polvorientas en un viejo trapo.


—Sólo ha sido un golpe.


—Espero que no te salga un moratón —dijo él, y frunció el ceño—. ¿Qué haces aquí? ¿Ha ocurrido algo? ¿Es Camila?


—No, no ha pasado nada. Los mellizos están profundamente dormidos.


—Me alegra oírlo —dijo él, y la observó desconcertado—. ¿Qué te trae por aquí a estas horas de la noche? Creí que estarías acurrucada delante de un libro.


Paula se sentía una tonta. Él no parecía molesto con su presencia allí, así que, ¿Cómo decirle que tenían un problema que debían solucionar?


—¿Has acabado con el tractor? —preguntó.


—¿Qué tractor?


—Creí que estabas arreglando uno.


—Me has descubierto —dijo él guiñándole un ojo, y se giró hacia el banco donde estaba trabajando—. La verdad es que he estado haciendo algo para Camila y Nicolás. Casi está terminado. ¿Te gustaría verlo? Aún tengo que pintarlo.


Sin esperar respuesta, Pedro regresó al banco y agarró el armazón, que parecía una enorme caja. Orgulloso, lo depositó en el suelo.


—¡Es un teatro de marionetas! —exclamó Paula con un hilo de voz.


—He hecho el escenario lo suficientemente alto como para que Camila y Nicolás puedan colocarse detrás.


—Es perfecto —alabó ella, realmente maravillada—. Les encantará. ¡Hasta has hecho el tejado en punta!


—Y Cecilia está cosiendo el telón de terciopelo rojo.


—¡Es fantástico!


¿Así que Cecilia también lo sabía? Paula se sentía totalmente descolocada. Había pasado toda la semana creyendo que él la evitaba, cuando en realidad había estado creando una maravillosa sorpresa para sus hijos.


Secreto: Capítulo 23

Después de que Paula se marchara, Pedro se quedó en la cocina, reflexionando mientras contemplaba el cielo a través de la ventana. Se había acorazado para las preguntas fisgonas de Paula. Después de todo, ella era profesora. Aunque lo que le había molestado había sido su sugerencia acerca del futuro. Siempre que pensaba en el resto de su vida, se le helaba el corazón, pero ¿Realmente iba a encerrar sus emociones y a no volver a mirar a ninguna mujer de nuevo? ¿Estaría bien que sus hijos nunca tuvieran una madrastra? ¿Acaso Cecilia y una niñera no serían suficiente? Siempre había considerado la llegada de Lara al outback como un regalo de los dioses, pero había estropeado esa oportunidad. ¿Sería la única? ¿Qué tenía planeado para el resto de su vida? ¿Simplemente aprovecharía las oportunidades casuales que se presentaran? ¿O se lanzaría al mercado, como en esos absurdos programas de la tele tipo Granjero busca esposa? Aún no sabía qué responder a esas preguntas. Ojalá Paula no las hubiera planteado.


A la tarde del viernes, los niños ya estaban perfectamente adaptados a su nuevo hogar. La semana de colegio había ido muy bien. En aquel momento, los mellizos se encontraban jugando con el columpio. Era su pasatiempo preferido de la tarde, sólo precedido por observar a los cachorros, que ya habían crecido un poco y tenían un suave pelaje. Nicolás se había quedado con un macho negro; Camila, una hembra con pintas azules. Desde la cocina, Paula oía los alegres gritos de los niños conforme impulsaban el columpio más y más. Vió que Cecilia iba a cocinar pollo al horno.


—Déjame ayudarte —se ofreció—. ¿Corto algo?


—Tú ya tienes trabajo ayudando a los mellizos con las clases, cariño. No espero que me ayudes aquí —respondió la mujer.


—Pero me gustaría hacerlo.


Paula recordaba las innumerables veces que había ayudado a su madre en la cocina. Por alguna razón, aquella tarde sentía una tremenda nostalgia de su hogar. Por supuesto, no tenía nada que ver con el hecho de que apenas hubiera visto a Pedro durante la semana, desde la conversación del domingo por la noche… Cecilia observó largamente a Paula y cambió de idea.


—Puedes cortar zanahorias y apio si quieres. Estoy preparando pollo a la cacciatore —anunció, y le guiñó el ojo sospechosamente—. Es uno de los platos preferidos de Pedro.


«De nuevo, Pedro», pensó Paula. Le sorprendía la cantidad de veces que la mujer se lo mencionaba. Incluso había sugerido que él estaba más alegre desde su llegada al rancho. Pedro estaba más alegre porque sus hijos estaban con él, no por ella. Más bien lo contrario: Siempre que hablaba con él, terminaba por incomodarlo. Y el hecho de que desde el lunes la evitara le preocupaba más de lo que debería. 

Secreto: Capítulo 22

 —Nunca conocí a mi padre. Se marchó cuando yo era un bebé, así que viví hasta mis cinco años con mi madre, soltera y peluquera, en la ciudad. Las dos solas, en un pequeño piso encima de la peluquería. Un día, un agradable hombre llevó a sus tres hijos a cortarse el pelo.


Sonrió y continuó:


—Resultó ser un viudo solitario, granjero de una lechería. Mi madre y él se enamoraron y, cuando se casaron, nos convertimos en una familia.


Para su sorpresa, vió que él fruncía el ceño.


—¿Y han vivido felices desde entonces?


—Ya lo creo —aseguró ella, sonriendo con despreocupación—. Así que, ya sabes la moraleja de esta historia, ¿Verdad? La próxima vez que vayas al pueblo, estate atento por si te encuentras a una peluquera agradable y sola.


Pretendía ser una broma, pero vió que a él no le hacía ninguna gracia.


—No estoy buscando una segunda esposa —gruñó.


Ella lo había dicho pensando en lo felices que eran su padrastro y su madre, pero tal vez había sido una falta de sensibilidad. Estaba muy claro que le había molestado. Paula recogió los platos y los llevó a la cocina, furiosa consigo misma por haber estropeado una conversación tan agradable. Había que cambiar de tema.


—Ya que estoy de pie, ¿Quieres un té?


—Gracias —aceptó él, en tono más conciliador—. Meteré las cosas en el lavavajillas.


Paula intentó no mirarle el trasero mientras él se agachaba. ¿Cómo era posible que unos vaqueros normales pudieran captar tanto la atención?


—Por cierto, quería darte las gracias por dejamos usar tu estudio como clase — señaló, apartando la mirada de los vaqueros, y volviéndola a ellos sin poder evitarlo.


—No hay problema.


Pedro terminó con los platos y se giró, amigable de nuevo.


—Me alegro de que lo usen.


—Les he dicho que tienen que mantenerlo ordenado por tí.


El rostro de Pedro se volvió inexpresivo.


—En realidad, no importa si no está muy ordenado. No lo utilizo mucho.


—Debo admitir que me sorprendió que esté tan vacío. Creí que estaría lleno de tus libros.


Pedro frunció el ceño y entrecerró los ojos.


—¿Por qué? 


—Apenas hay libros en el resto de la casa. Creí que los guardarías en tu estudio, pero obviamente los tienes en otro lugar. Confieso que, en el piso de Lara, guardo los míos en mi dormitorio. Tengo estanterías del suelo al techo con varias filas de libros.


Se dió cuenta de que, mientras hablaba, la expresión de Pedro había cambiado. De nuevo. Esa vez, sin embargo, advirtió dolor en su mirada. ¿Qué había dicho esa vez? El kettle empezó a hervir y Paula se giró rápidamente. Confusa y avergonzada, se concentró en servir el agua en dos tazas. Cuando miró a Pedro de nuevo, él tenía una expresión impenetrable y la mirada gélida.


—No tengo tiempo para leer —aseguró.


De acuerdo, ése era otro tema del cual no hablar con aquel hombre. Primero había sido la preferencia de su antigua esposa por Sídney; luego, su comentario en broma sobre un posible nuevo matrimonio; también qué libros le gustaban era un tema tabú… Consciente de que no recuperarían el ambiente relajado y agradable de antes, Paula anunció que se tomaría el té en su habitación y Pedro pareció aliviado. Se desearon buenas noches y se despidieron. En la cama, con su té caliente, ella analizó la conversación. Había disfrutado mucho de la compañía de Pedro. No sólo era sexy, además resultaba un hombre muy agradable. Y ella lo había fastidiado todo. ¿Quién era ella para juzgar sus hábitos de lectura? ¿Qué sabía de las responsabilidades que suponía ocuparse de cuatrocientas mil hectáreas? Pedro no debía de tener más de veinte años cuando había asumido tal responsabilidad, normal que no tuviera tiempo de leer. Lo que quedaba claro era que él tenía mucho más de lo que se veía a simple vista. Parecía un sencillo ganadero australiano de carácter práctico pero, debajo de aquellos vaqueros y botas, había un complicado puzzle. Averiguar cómo era no formaba parte de su trabajo, pero, si iba a dejar a Camila y Nicolás a su cargo, ¿No debería intentar comprenderlo? 

Secreto: Capítulo 21

 —¿Y tú no te consideras una chica de ciudad? —inquirió él.


—Ya sabes lo que dicen: Puedes sacar a la chica de la granja, pero no puedes sacar la granja de la chica.


Pedro sonrió.


—¿En qué tipo de granja creciste?


—En una lechera.


Él enarcó, las cejas, sorprendido.


—Las granjas lecheras son un trabajo duro.


Paula soltó una carcajada.


—¿Y tu rancho no lo es?


—Esto no tiene nada —aseguró él, con un destello en la mirada que la encendió—. Excepto cuando tengo que atravesar la crecida de un río con el coche.


—O luchar contra cocodrilos.


—O domar toros salvajes.


Ambos sonrieron. Paula, intentando ignorar sus nervios, se apresuró a preguntar: 


—¿Cómo de grande es Jabiru Creek?


—Cerca de cuatrocientas mil hectáreas.


—Seguro que en Europa hay países más pequeños que eso —comentó ella, sorprendida.


Pedro se encogió de hombros.


—Algunos, por lo que sé.


—Pero Cecilia me ha dicho que diriges este lugar tú solo. Dice que llevas al mando casi diez años.


—Así es, pero no podría hacerlo sin la ayuda de Leonardo. Él es mi gestor: Lleva la contabilidad y se ocupa del papeleo. Y tampoco habría podido funcionar sin Cecilia. Leonardo y ella son un gran apoyo.


—¿No tienes más familia por aquí?


—No —respondió él, y se concentró en pinchar un guisante con el tenedor—. Como ya sabes, mi madre está en Sídney. Mis padres rompieron cuando yo era pequeño. Después, la salud de mi padre empeoró, así que se mudó a Caims para estar más cerca de los médicos. Está bien, siempre y cuando se haga chequeos regulares.


Pedro elevó la mirada.


—Cuéntame acerca de tu granja. ¿Tus padres siguen ocupándose de ella?


—Por supuesto, con la ayuda de mi hermano el mayor. Su familia y él viven con nuestros padres.


—¿Cuántos hermanos tienes?


—Tres, todos mayores que yo.


Sonriendo, Pedro hizo a un lado su plato vacío y se recostó en el respaldo de su silla.


—Así que eras la única chica, y la pequeña de la familia.


—Sí —dijo Paula, devolviéndole la sonrisa—. Lo sé, debo de estar muy mimada.


—Yo no veo ningún signo de ello —replicó él, recorriéndola con la mirada.


A Paula le sorprendió la sensación que comenzó a nacer en su interior, algo que hacía mucho tiempo que no sentía.


—Tú no has hablado de hermanos o hermanas —señaló—. ¿Eres hijo único?


—Sí, pero no precisamente mimado.


—Ya —señaló ella, recordando la gélida bienvenida de su madre en el aeropuerto—. En realidad, lo mío no son hermanos, sino hermanastros.


Pedro era demasiado educado para preguntar, pero Paula sabía que se moría de curiosidad. Decidió contárselo. 

jueves, 24 de marzo de 2022

Secreto: Capítulo 20

Esa tendencia a pensar en Paula era lo último que deseaba. No tenía ningunas ganas de pasar por otro desastre romántico. Las carcajadas de los niños fueron seguidas por la voz de ella, que estaba narrando un cuento. Pedro tomó aire y se acercó al dormitorio. Para su sorpresa, la habitación estaba a oscuras. Logró ver que la cama de Paula se había convertido en una tienda, hecha con sábanas enganchadas a los postes y unidas a la mitad por grandes imperdibles. Se veían las siluetas de los niños y su niñera iluminadas por una linterna en el interior. Parecía tremendamente divertido. Pedro se quedó en la puerta, observándolos, recordando su propia niñez solitaria en aquella casa, con las peleas constantes entre sus padres. Nunca había vivido algo tan divertido ni de tanto compañerismo. De más mayor, sí disfrutaría de historias alrededor de una hoguera, y descubriría la camaradería de los vaqueros, pero su niñez había estado plagada de tensión e infelicidad. En contraste, Paula estaba desviviéndose para que los niños estuvieran entretenidos, felices y a salvo. Su generosidad era apabullante. Sintiendo que estaba a punto de llorar, inspiró hondo y llamó a la puerta.


—¿Quién es? —preguntó Nicolás, haciéndose el importante.


—El Búho Hector —respondió Pedro con su voz más grave.


—¡Papá! —gritaron los mellizos, y sacaron las caritas por una de las improvisadas paredes—. Estamos viendo una función de marionetas.


Con una amplia sonrisa, Nicolás levantó la sábana, y mostró a Paula iluminada por la linterna, sentada a lo indio a los pies de la cama. En una mano llevaba un guante que intentaba parecerse a un pato. Pedro vió que ella se ruborizaba.


—Estábamos haciendo tiempo hasta que llegaras a casa.


—No quiero poner fin a su diversión, sigan. Sólo díganme, ¿Qué tal les fue en el colegio?


—¡Fabuloso! —exclamaron los mellizos al unísono.


Camila estaba exultante.


—Es un colegio de cohetes, papá. Nico, Pau y yo estamos en uno y hablamos por radio con todos los otros niños en los otros cohetes.


—Parece emocionante —comentó Pedro, atónito.


—Lo es. Y ya hemos aprendido sobre matemáticas y wombats.


Pedro sonrió a Paula.


—Ya me contarás los detalles después.


Últimamente sonreía muy a menudo, se dijo. De hecho, estaba deseando hablar con ella. 



—¿No vas a jugar ahora con nosotros? —le pidió Nicolás.


Pedro dudó. Seguramente estaban representando otro cuento que él no conocía. Tenía ya una excusa preparada.


—Toma, papá, una marioneta —le dijo Camila con autoridad, tendiéndole una tela rosa—. Serás el cerdo.


Pedro se sentía incapaz, pero, a pesar de su recelo, necesitaba aprender a hacer aquello. Por el bien de sus hijos, tenía que aprovechar al máximo mientras Paula estaba allí para enseñarle cómo funcionaba todo.


—Por supuesto —dijo, acercándose a la cama con valentía y agarrando el cerdo—. ¿Qué tengo que hacer?


—¿Y bien? —preguntó Pedro, después de oír el informe completo de Paula sobre el primer día de colegio de los mellizos—. ¿Nuestro outback es tan malo como esperabas?


Sonreía, pero a ella le pareció que estaba tenso, como si realmente le importara su respuesta.


—No esperaba que fuera malo —aclaró.


—¿Ni siquiera después de las advertencias de Lara?


Paula negó con la cabeza.


—Yo no soy como ella —le espetó—, Lara era una chica de ciudad, lo sabes de sobra.


Estaban sentados en un extremo de la mesa de la cocina, dando cuenta de su cena recalentada. El cuento con las marionetas había sido un éxito. Luego, Cecilia se había retirado a su casa y los niños estaban dormidos, así que Paula y Pedro se encontraban solos en la enorme y silenciosa casa. Él se había duchado y puesto una camisa blanca que hacía destacar su garganta morena. Tenía el cabello húmedo y se había afeitado. Paula se fijó en una cicatriz en la mandíbula que no había visto antes. Se repitió a sí misma que aquélla era una cena habitual y que no tenía sentido ponerse nerviosa cada vez que sus miradas se encontraban.


Secreto: Capítulo 19

Luchando contra su cansancio, abrió un ojo y vió la luz de la luna entrando por una ventana desconocida. Por un instante, le invadió el pánico. ¿Dónde se encontraba? Lo recordó al instante y se incorporó de un salto, con el corazón desbocado. Tiritando de frío, pues allí era invierno, encendió la lámpara de su mesilla y se estremeció cuando sus pies tocaron el gélido suelo. No había tiempo para buscar una bata. Los gritos de Anna habían aumentado considerablemente. Paula se lanzó al pasillo, camino del dormitorio de los niños. Pedro ya estaba allí. Entre las sombras, lo vió sentado al borde de la cama de su hija, intentando tranquilizarla.


—Tranquila, pequeña —murmuró, abrazándola—. No pasa nada.


Pero ella siguió gritando.


Paula se acercó y, aunque no podía ver el rostro de Pedro, supo lo impotente que se sentía. Suavemente, acarició el cabello y la suave mejilla de la niña.


—Cami —comenzó, con su voz más tranquilizadora—. No pasa nada, cariño. Has tenido otra pesadilla, pero ya ha terminado. Estás bien. Estoy aquí contigo, y papá también.


Para alivio suyo, los gritos fueron sustituidos por fuertes sollozos. Paula notó que Pedro suspiraba pesadamente.


—Será mejor que me la lleve a mi cama —ofreció ella, sabedora de que el extraño entorno haría más difícil que la niña volviera a dormirse.


—De acuerdo. Gracias. La llevaré en brazos hasta allá —aceptó Pedro, sin dudarlo.


Paula asintió y se acercó a la cama de Nicolás.


—¿Estás bien, campeón?


—Sí —murmuró el niño, medio dormido.


—Voy a llevarme a Anna a mi habitación, ¿De acuerdo?


Paula lo abrazó, lo arropó y se marchó con Pedro por el gélido pasillo hasta su dormitorio. Tiritaba conforme se metió en la cama de nuevo. Tenía tanto frío que ni se preocupó de la intimidad de tener a Pedro Alfonso en pijama en su habitación. Al menos, Camila estaba más tranquila. Conforme Pedro la dejaba en su cama, sus brazos se rozaron, y Paula sintió una descarga eléctrica que la dejó casi temblando. Miró a Pedro, que estaba muy preocupado.


—Camila está bien ya —afirmó.


—¿Estás segura? —inquirió él, incapaz de ocultar su ansiedad.


—Sí, Pedro, ya ha pasado todo. Estoy segura. 


El colchón se hundió cuando él se sentó en el borde. Paula vió que le temblaba la mano al acariciar el cabello de su hija.


—Lo siento mucho, pequeña —dijo tenso, como si él fuera responsable de su angustia.


Paula quiso asegurarle que estaba haciéndolo muy bien con sus hijos, pero no era el momento.


—Vas a dormirte, ¿Verdad, Cami? —preguntó a la pequeña, que se acurrucó contra ella y, sin abrir los ojos, asintió.


A pesar de todo, Pedro continuaba sentado, observándola. Paula se obligó a mantener la calma. Él estaba tan cerca que casi podía sentir el calor de su cuerpo. Era tan guapo, tan masculino… Lo vió inclinarse para besar a su hija y aspiró el aroma de su perfume.


—Buenas noches, tesoro —dijo él, y le brillaban los ojos cuando sonrió tristemente a Paula—. Gracias, Paula, eres maravillosa.


Y, antes de que ella se diera cuenta de lo que sucedía, sintió que la besaba en la mejilla. Se encendió toda entera al instante. No había sido más que un roce amistoso, pero muy cerca de su boca. Pedro se puso en pie y se estiró.


—¿Hay algo que pueda hacer por tí? ¿Algo que desees?


Paula se habría echado a reír de no estar tan excitada. Menos mal que Camila estaba allí, evitando que dijera alguna insensatez.


—Estoy bien, gracias —logró articular—. Cami y yo vamos a estar bien.


Pedro las miró muy serio.


—Entonces, buenas noches —dijo, y sonrió de medio lado, de lo más sexy—. Que duerman bien.


Incapaz de hablar, Paula asintió y le observó marcharse, con su cabello brillante, sus hombros anchos, su trasero perfecto y sus largas piernas.


—¿Nico? —susurró Pedro en la semioscuridad—. He venido para asegurarme de que estás bien.


La luz que llegaba del pasillo le permitió ver a su hijo acurrucado de lado, con las sábanas hasta la barbilla y el cabello oscuro enmarcando sus suaves mejillas. Sólo tenía seis años, pero a veces Pedro creía ver destellos del hombre que llegaría a ser. Cuidadosamente, se sentó en el borde de la cama, y notó que el pequeño le hacía sitio.


—Asusta bastante cuando Camila grita así, ¿Verdad? 

Secreto: Capítulo 18

Luchando contra su cansancio, abrió un ojo y vió la luz de la luna entrando por una ventana desconocida. Por un instante, le invadió el pánico. ¿Dónde se encontraba? Lo recordó al instante y se incorporó de un salto, con el corazón desbocado. Tiritando de frío, pues allí era invierno, encendió la lámpara de su mesilla y se estremeció cuando sus pies tocaron el gélido suelo. No había tiempo para buscar una bata. Los gritos de Anna habían aumentado considerablemente. Paula se lanzó al pasillo, camino del dormitorio de los niños. Pedro ya estaba allí. Entre las sombras, lo vió sentado al borde de la cama de su hija, intentando tranquilizarla.


—Tranquila, pequeña —murmuró, abrazándola—. No pasa nada.


Pero ella siguió gritando.


Paula se acercó y, aunque no podía ver el rostro de Pedro, supo lo impotente que se sentía. Suavemente, acarició el cabello y la suave mejilla de la niña.


—Cami —comenzó, con su voz más tranquilizadora—. No pasa nada, cariño. Has tenido otra pesadilla, pero ya ha terminado. Estás bien. Estoy aquí contigo, y papá también.


Para alivio suyo, los gritos fueron sustituidos por fuertes sollozos. Paula notó que Pedro suspiraba pesadamente.


—Será mejor que me la lleve a mi cama —ofreció ella, sabedora de que el extraño entorno haría más difícil que la niña volviera a dormirse.


—De acuerdo. Gracias. La llevaré en brazos hasta allá —aceptó Pedro, sin dudarlo.


Paula asintió y se acercó a la cama de Nicolás.


—¿Estás bien, campeón?


—Sí —murmuró el niño, medio dormido.


—Voy a llevarme a Anna a mi habitación, ¿De acuerdo?


Paula lo abrazó, lo arropó y se marchó con Pedro por el gélido pasillo hasta su dormitorio. Tiritaba conforme se metió en la cama de nuevo. Tenía tanto frío que ni se preocupó de la intimidad de tener a Pedro Alfonso en pijama en su habitación. Al menos, Camila estaba más tranquila. Conforme Pedro la dejaba en su cama, sus brazos se rozaron, y Paula sintió una descarga eléctrica que la dejó casi temblando. Miró a Pedro, que estaba muy preocupado.


—Camila está bien ya —afirmó.


—¿Estás segura? —inquirió él, incapaz de ocultar su ansiedad.


—Sí, Pedro, ya ha pasado todo. Estoy segura. 


El colchón se hundió cuando él se sentó en el borde. Paula vió que le temblaba la mano al acariciar el cabello de su hija.


—Lo siento mucho, pequeña —dijo tenso, como si él fuera responsable de su angustia.


Paula quiso asegurarle que estaba haciéndolo muy bien con sus hijos, pero no era el momento.


—Vas a dormirte, ¿Verdad, Cami? —preguntó a la pequeña, que se acurrucó contra ella y, sin abrir los ojos, asintió.


A pesar de todo, Pedro continuaba sentado, observándola. Paula se obligó a mantener la calma. Él estaba tan cerca que casi podía sentir el calor de su cuerpo. Era tan guapo, tan masculino… Lo vió inclinarse para besar a su hija y aspiró el aroma de su perfume.


—Buenas noches, tesoro —dijo él, y le brillaban los ojos cuando sonrió tristemente a Paula—. Gracias, Paula, eres maravillosa.


Y, antes de que ella se diera cuenta de lo que sucedía, sintió que la besaba en la mejilla. Se encendió toda entera al instante. No había sido más que un roce amistoso, pero muy cerca de su boca. Pedro se puso en pie y se estiró.


—¿Hay algo que pueda hacer por tí? ¿Algo que desees?


Paula se habría echado a reír de no estar tan excitada. Menos mal que Camila estaba allí, evitando que dijera alguna insensatez.


—Estoy bien, gracias —logró articular—. Cami y yo vamos a estar bien.


Pedro las miró muy serio.


—Entonces, buenas noches —dijo, y sonrió de medio lado, de lo más sexy—. Que duerman bien.


Incapaz de hablar, Paula asintió y le observó marcharse, con su cabello brillante, sus hombros anchos, su trasero perfecto y sus largas piernas.


—¿Nico? —susurró Pedro en la semioscuridad—. He venido para asegurarme de que estás bien.


La luz que llegaba del pasillo le permitió ver a su hijo acurrucado de lado, con las sábanas hasta la barbilla y el cabello oscuro enmarcando sus suaves mejillas. Sólo tenía seis años, pero a veces Pedro creía ver destellos del hombre que llegaría a ser. Cuidadosamente, se sentó en el borde de la cama, y notó que el pequeño le hacía sitio.


—Asusta bastante cuando Camila grita así, ¿Verdad? 

Secreto: Capítulo 17

Aquella noche, el cielo ofreció un espectáculo como sólo puede verse en el outback, con un millón de estrellas de un extremo al otro del horizonte. Pedro admiró el paisaje desde la entrada de la casa, empapándose de su silencio y grandeza. Tras el ritmo frenético de Nueva York, los aeropuertos y Sídney, agradecía que la tranquilidad de su hogar penetrara de nuevo en sus venas. Desde la muerte de Lara había vivido en una constante montaña rusa de preocupación y desesperación, pero por fin se sentía tranquilo. Dentro de casa, Cecilia se afanaba en recoger la cocina. Paula se encontraba en el dormitorio de los mellizos, calmándolos para que se durmieran después de la emoción de la llegada y de descubrir a los cachorros en la cocina, junto a la estufa. Le debía mucho a Paula. Había sido fabulosa mientras viajaban, manteniendo a Camila y Nicolás entretenidos, y recordándoles lo que podían esperar en cada tramo del viaje. No sólo era capaz, además tenía un gran cariño a los niños. Iba a resultarle muy duro separarse de ellos. De hecho, ella le había sorprendido enormemente: Resultaba ser la chica de campo que decía ser. Recordó la sonrisa que le había dirigido tras descubrirle que había crecido en una granja. Sus ojos oscuros habían brillado, sus labios se habían curvado y…


—Pedro.


Se giró bruscamente. Ella estaba en la puerta y sonreía tímidamente.


—Dos personitas están esperando su beso de buenas noches.


—Voy —murmuró él, desprevenido—. Gracias.


Se acercó a donde ella estaba, alumbrada por la luz del pasillo. Tenía los ojos brillantes, los labios rosados e incitantes… Sería tan fácil y tentador preguntarle si ella también quería un beso de buenas noches… Estaba a la distancia justa, y olía a flores, y… Y lo último que él deseaba era flirtear con la prima pequeña de Lara, que además había ido hasta allí como un favor especial a sus hijos. «Hoy se me va la cabeza». Aliviado de haber recuperado el juicio a tiempo, pasó por delante de ella y se dirigió a la habitación donde Camila y Nicolás lo esperaban.


Paula estaba tumbada bajo su cálido edredón. Escuchaba los sonidos nocturnos del outback: Silencio, principalmente, y de cuando en cuando, el ulular de algún búho o el mugido del ganado en la distancia. Era increíble lo lejos que se encontraba de Vermont y, sin embargo, los sonidos eran los mismos con los que había crecido.  Estaba agotada después del largo viaje, ni siquiera había leído antes de acostarse. Pero quería tomarse un momento, antes de dormir, para revivir su primera noche en Jabiru. Para su sorpresa, le habían gustado muchas cosas: aquel agradable dormitorio, por ejemplo, con la fabulosa cama antigua con cabecero de metal, o la amplia cocina llena de aparadores de madera y deliciosos aromas. También le encantaba el acogedor porche con sus tumbonas de mimbre. Por no hablar de los preciosos cachorros que habían encandilado a los niños. Le gustaba incluso el olor a césped, animales y polvo que llegaba del exterior. Se sentía increíblemente en casa, le costaba recordar que se encontraba en mitad de ninguna parte. Había esperado sentirse sola y aislada, pero con sólo mirar por la ventana, veía las luces de las viviendas de los vaqueros y peones, brillando amigablemente en la noche. Pensó en Lara. ¿Cómo se habría sentido la primera noche allí? Nacida y criada en Nueva York, debía de haberle resultado todo bastante extraño. Los niños, sin embargo, parecían haberse adaptado bien, aunque Pedro no estaba tan relajado como ella esperaba. De hecho, algo en él la desconcertaba. La mayoría del tiempo, él rezumaba seguridad y confianza, algo que daba mucha tranquilidad. Pero, a veces, ella captaba un destello de su vulnerabilidad en su apariencia fuerte. Lo había advertido cuando menos lo esperaba, como esa misma noche cuando le había avisado para que fuera a dar las buenas noches a sus hijos. ¿Acaso le preocupaba su responsabilidad más de lo que ella había creído? ¿Le asustaba que sus hijos se aburrieran de aquel lugar y quisieran regresar a Nueva York? A ella no le parecía que eso fuera a suceder, y haría todo lo posible para que Camila y Nicolás se adaptaran lo más fácilmente posible. Aunque, tras la reacción de Lara ante Jabiru, comprendía la preocupación de Pedro. Una cosa sí que le había sorprendido acerca de él: Sus libros. O más bien, la falta de ellos. ¿Dónde los guardaba? Como amante de la lectura que era, ella siempre curioseaba las estanterías de los demás. Le fascinaba lo que los libros revelaban de sus propietarios: sus aficiones, intereses y gustos. En aquella casa, había visto algunos libros de recetas y revistas femeninas en la cocina, que obviamente pertenecían a Cecilia. Tal vez él era muy ordenado y le gustaba tener todo su material de lectura en un lugar, seguramente su estudio. Contenta con esa idea, se durmió rápidamente. Paula estaba en pleno sueño cuando comenzaron los gritos. Una parte de su cerebro le urgía a responder, pero estaba agotada. Entonces recordó que era Camila quien gritaba. 

martes, 22 de marzo de 2022

Secreto: Capítulo 16

 Él la miró, descolocado.


—De veras, ¿Quiénes es?


Paula lo miró boquiabierta. ¿Cómo podía preguntarlo?


—Winnie The Pooh es el protagonista de un cuento infantil. Seguro que lo leíste cuando eras pequeño. Es un oso al que le encanta la miel.


Él puso cara de póquer y se encogió de hombros.


—Lo que sea. Aún nos quedan unos tres cuartos de hora de viaje, así que, si crees que alegrará a estos pequeños, ponlo.


Desconcertada, Paula metió en CD en el reproductor, y pronto la hermosa voz del narrador inundó la cabina. Los mellizos dejaron de pelearse y prestaron atención. Pedro también escuchó, y rió las bromas de los famosos personajes como si fueran la primera vez que las oía. El CD aún no había terminado, cuando se detuvieron frente a unas enormes puertas de metal, debajo de un cartel donde aparecía el nombre Jabiru Creek pintado en blanco.


—¡Hemos llegado! —exclamó Camila entusiasmada—. Éste es tu rancho, ¿Verdad, papá?


—Así es, pequeña, pero aún nos quedan unos quince minutos hasta la casa.


Los niños se sentaron de nuevo con resignación.


—Abriré las puertas —anunció Paula—. Soy una chica de granja.


—¿Cuándo has estado tú en una granja? —preguntó él, atónito.


—Crecí en una en Vermont —gritó ella, bajándose del coche.


A través del polvoriento parabrisas, le vió sonreír con una nueva luz en su mirada, de auténtico interés. Paula se ruborizó y se concentró en abrir las puertas. Dentro ya de la propiedad, continuaron su camino y ella reanudó el CD, evitando así preguntas sobre su niñez en la granja. ¿Por qué importaba dónde se hubiera criado? Había más arbustos, y los árboles de caucho proyectaban sus sombras sobre el camino de tierra. Varias veces, Pedro tuvo que frenar en seco cuando algún canguro aparecía por el borde de la carretera de improviso. Los niños y Paula celebraban cada encuentro, pero la aparición súbita de los animales era un peligro. Ella apagó el CD para que él pudiera concentrarse.


—No ha sido un mal cuento —señaló él y habló hacia el asiento trasero—. ¿Qué opinan, niños? ¿Ese pobre oso es tan interesante como el Búho Hector y el Ratón Tomás?


—Qué va, el Búho Hector es mucho mejor, mata a la malvada Rata del Arbusto —contestó Nicolás, aunque había escuchado atentamente el CD.


Paula sonrió. ¿Cómo iba a competir el pobre Winnie con un búho justiciero? Seguía descolocándole que Pedro no conociera a Winnie the Pooh. ¿Debería temer lo que le esperaba? ¿La casa de él sería tan poco atractiva y acogedora como la de las cartas que había llevado? Enseguida lo averiguaría. Tomaron una curva y salieron de nuevo a campo abierto. Paula vió múltiples cercados con madera en lugar de alambrada, como había visto siempre. Junto a ellos había múltiples edificios: Naves para maquinaria, silos, barracones, garajes, incluso un hangar para un avión. Era una ciudad en miniatura. Claramente, Jabiru Creek era un rancho mucho más grande de lo que ella había conocido.


—¿Cuál es tu casa, papá? —inquirió Camila.


—Aquel edificio de allá con el tejado plateado —respondió Pedro, señalando un edificio bajo de madera blanca rodeado de hierba sorprendentemente verde.


Aliviada, Paula comprobó que resultaba acogedora. Era una casa sencilla, pero grande y con un porche alrededor. El césped se encontraba dividido por un camino de gravilla, y a cada lado se levantaban grandiosos árboles que daban buena sombra.


—Hay un columpio —gritó Camila, señalando un neumático colgando de uno de los árboles.


—Está esperándote —le dijo Paula.


Podía imaginarse a Camila y Nicolás jugando en aquel hermoso césped, columpiándose, montando en bici, jugando a la pelota, corriendo detrás de los cachorros… La puerta principal se abrió, dando paso a una mujer con una amplia sonrisa que se limpiaba las manos en su delantal. Debía de tener más de sesenta años. Llevaba un vestido de flores y el cabello recogido en un moño en lo alto de la cabeza.


—El ama de llaves, Cecilia —anunció Pedro tras apagar el motor—. Nos ayudó a cuidar a los mellizos cuando eran unos bebés, está deseando verlos de nuevo.


Era perfecta, pensó Paula, viendo su alegría al saludar a los niños.


—Vengan adentro, está caliente —ofreció la mujer tras haberlos saludado a todos, incluida Paula, con un gran abrazo—. Ahora empieza a refrescar temprano, y tengo un calentador en la cocina.


El interior de la casa era acogedor y lleno de deliciosos aromas. Paula se alegró de que sus temores hubieran sido infundados. Por supuesto, las primeras impresiones podían ser engañosas. Sin duda, Jabiru Creek revelaría pronto sus desventajas. Algo había hecho huir a Lara de allí. 

Secreto: Capítulo 15

Pero la llegada de los bebés había coincidido con un mal momento en la industria del ganado. Sus ingresos se habían visto muy mermados y se había visto obligado a despedir a bastante de su personal y hacerse cargo él de sus tareas, con lo cual el tiempo que podía ayudar en casa se había reducido al mínimo. Había mantenido al ama de llaves, que también ayudaba con los pequeños, pero el conjunto había resultado una carga demasiado grande para Lara. Pedro se había asustado al verla adelgazar y palidecer, así que la había enviado a Sídney cada poco tiempo para que se tomara un descanso. Y, tal como le había confesado a Paula, los períodos que pasaba fuera cada vez se habían alargado más. Y un día, cuando ella le había dicho que necesitaba regresar a Nueva York, la había dejado irse, junto con los niños. Él no podía acompañarlos. E intentar haberla retenido habría sido cruel. Más tarde le había anunciado por teléfono que no iban a regresar. La noticia le había entristecido, pero no sorprendido. Había accedido al divorcio porque no tenía otra opción. Se había esforzado todo lo posible y había fracasado. Mejor admitir la derrota que ver cómo su esposa se amargaba, sintiéndose atrapada, igual que le había ocurrido a su madre. No podía soportar la idea de que su amor hubiera hecho infeliz a su esposa, y estaba decidido a no fallar a sus hijos. Los próximos dos meses serían determinantes. Se dejaría guiar por Paula, olvidaría su orgullo y aceptaría sus consejos. Seguro que habría momentos humillantes, cuando su incompetencia se pusiera de manifiesto una vez más y probablemente ella lo despreciara tanto como Lara. Pero podía afrontar el desprecio de otra mujer, siempre y cuando sus hijos estuvieran orgullosos de él. Siempre y cuando no les fallara.


A la tarde siguiente, se dirigían hacia el interior de North Queensland en un enorme todoterreno que levantaba una nube de polvo. El vehículo llevaba un portaequipajes en el techo, parachoques delantero para proteger el motor en los golpes con los canguros, según dijo Pedro, y bidones de agua. A Paula le parecía una expedición. En el asiento trasero, los niños contemplaban el paisaje emocionados, deseando ver su primer canguro.


—Esta es mi tierra —le dijo Pedro a Paula, especialmente orgulloso. 


Había algo primitivo y casi espiritual en aquel espacio tan vasto y tan vacío, algo más grande que ella misma, admitió. Extrañamente, se parecía mucho a lo que había sentido la primera vez que había entrado en la centenaria Biblioteca Pública de Nueva York. De cuando en cuando, el coche subía una pequeña cresta, y veían extenderse los pastos hasta el horizonte. En otros momentos, la carretera descendía hasta un puente de madera sobre un río. Algunos arroyos sólo eran un vado de cemento sobre el que transcurría agua llena de barro.


—En la temporada seca, aquí no hay nada de agua —le informó Pedro.


Llegaron a un ancho torrente y, mientras lo atravesaban, el agua estuvo a punto de colarse por debajo de las puertas.


—Aquí fue donde me rompí el tobillo, pero el agua bajaba mucho más rápido y con más caudal entonces —comentó él con una sonrisa—. Estaba comprobando el fondo antes de pasar con el coche y metí el pie en una grieta.


Las plantas de las orillas aún estaban aplastadas, y los pequeños árboles habían quedado doblados en la misma dirección, evidencia de lo fuerte que debía de haber sido la crecida del río. Paula sintió un escalofrío al intentar imaginarse atravesando la crecida en el todoterreno.


—Creí que tenías una pista para aviones en Jabiru —comentó.


—El suelo estaba demasiado cenagoso para que pudiera aterrizar un avión normal, y todos los helicópteros estaban dedicados a rescates de emergencia. Esperé a que el agua descendiera un poco, y me arriesgué.


—Pero no estabas solo, ¿Verdad?


—Claro que sí.


—¿Quieres decir que tuviste que rescatarte a tí mismo?


Pedro miró un momento hacia atrás y bajó la voz.


—O eso, o estos dos se habrían quedado huérfanos.


Paula se estremeció, y lamentó haberse quejado cuando Pedro la había telefoneado avisándole de que no podía abandonar Australia por las crecidas y un tobillo roto. Viendo el lugar donde se había producido el accidente, estaba horrorizada. No le extrañaba que él diera sensación de que podía con cualquier cosa. Una vez vadeado el río, y de nuevo en la llanura, los gritos desde el asiento de atrás recordaron a Paula por qué estaba allí. Camila y Nicolás, aburridos, empezaban a pelearse el uno con el otro. Sacó un CD de su bolso y se lo entregó a Pedro.


—Esto los entretendrá —anunció—. Es Winnie The Pooh.


—No los conozco. ¿Es un grupo nuevo?


Paula rió.


—Muy bueno. 

Secreto: Capítulo 14

La tarde en Sídney fue muy divertida. Los cuatro cenaron en un restaurante tailandés y luego regresaron caminando a su hotel, disfrutando de la suave noche invernal y el cielo estrellado. Los niños estaban agotados, y Pedro tuvo que llevar a Camila en brazos el último tramo del camino. Nicolás y ella se durmieron nada más tumbarse en la cama. Le propuso a Paula tomar una copa en el salón de la lujosa suite que había reservado. Sacaron hielo, copas y pequeñas botellas del minibar y se sentaron en cómodas butacas. Y de pronto, él le preguntó por su ruptura con Daniel:


—¿Qué ocurrió? —inquirió, mirándola con ojos entrecerrados.


Paula sólo había hablado de eso con su madre y un par de amigas, le resultaba difícil explicárselo a un hombre a quien apenas conocía.


—Lo habitual —comenzó—. Él estaba más interesado en otra mujer.


—Menudo imbécil —dijo Pedro empático.


—Sí, un auténtico idiota —respondió ella, forzando una sonrisa—. Pero en parte fue culpa mía, supongo. Me vine a Nueva York y, en este caso, la ausencia no ayudó a que me quisiera más.


Pedro asintió pensativo y dió un sorbo a su copa.


—No sé si te ayudará, pero cuando Lara se marchó con los niños, creí que nunca lo superaría. Sin embargo, después de un tiempo, los sentimientos más dolorosos fueron desvaneciéndose.


Paula quiso preguntarle qué había fallado en su matrimonio, pero no se atrevió.


—Supongo que a Lara le encantaba Sídney.


A Pedro se le borró la sonrisa instantáneamente.


—Seguro que te contó lo que le parecía esta ciudad.


—No —aseguró ella, sorprendida—. No hablaba mucho de su vida en Australia.


Pedro se terminó su whisky de un trago y se quedó mirando el vaso con el ceño fruncido. Paula se sintió obligada a explicarse.


—Tan sólo me sorprende lo ajetreada y cosmopolita que es la ciudad, con sus rascacielos, tanta gente, teatros y restaurantes… Tiene todo lo que Lara adoraba.


Pedro frunció los labios, y luego suspiró.


—Sí, a Lara le encantaba esto. Solía venir para un par de días y al final se quedaba un par de semanas. Aquí tenía todo lo que necesitaba —señaló Pedro sombrío.


¿Habría sido aquél el problema de su matrimonio? ¿No podría él haber dejado su rancho para intentar algo más acorde a la personalidad y el talento de su esposa? 


—¿Alguna vez te planteaste mudarte aquí? —preguntó Paula con cautela—. ¿O vivir más cerca?


—Mudarse no era una opción —afirmó él con rotundidad.


Quedaba muy claro, el tema terminaba ahí. ¿Sería la falta de flexibilidad uno de los defectos de Pedro Alfonso? ¿O estaba siendo muy dura con él? Después de todo, su prima había asegurado al casarse que renunciaba con gusto a su carrera para vivir con él en su outback.


—Estoy deseando que llegue mañana y conocer tu casa —dijo, para cambiar de tema.


Vió que Pedro relajaba los hombros y le dirigía una sonrisa que la encendió por dentro.


—Yo también —dijo él, con una mirada llena de calidez—. Siempre me alegro de volver a casa.


Sentía nostalgia de su hogar en el enorme y vacío outback. Paula lo comprendía, ella siempre se emocionaba al regresar a la granja de su familia en Vermont. Por su bien, y especialmente por el de Pedro, esperaba que a Camila y Nicolás les gustara su nuevo hogar. Era labor suya asegurarse de que así fuera.


Pedro no podía dormir. Se levantó de la cama y se paseó por la habitación del hotel intentando sacudirse la tensión que lo mantenía despierto. Le había mentido a Paula. Le había dicho que los sentimientos y los recuerdos se desvanecían con el tiempo pero, tras la gélida bienvenida de su madre en el aeropuerto, y tras la conversación con ella sobre Lara, se encontraba de nuevo luchando contra los sentimientos de incompetencia y fracaso que lo habían acosado toda su vida. De pequeño, nunca había cumplido las expectativas de su madre. Ni siquiera se había acercado a ellas. Aún podía escuchar cómo le gritaba a su padre: «El chico no tiene remedio, es imposible enseñarle. Menuda desgracia». Tanto tiempo después, el recuerdo aún le hizo golpearse el puño contra la palma de la mano. ¿Siempre iba a repetir el mismo patrón de fracaso? Primero había sido su madre la que había abandonado Jabiru, para no regresar jamás; luego, su esposa. En ambas ocasiones, él había sido una de las principales causas de sus problemas. Si hubiera podido, se habría establecido con Lara en Sídney, como Paula había sugerido tan inocentemente. O en Nueva York, o donde ella hubiera querido vivir. Pero, debido a su analfabetismo, nunca encontraría trabajo en la ciudad. Además, aunque vendiera su rancho e invirtiera en ganado y acciones para ganarse la vida, se volvería loco en una claustrofóbica ciudad. Después de un día, siempre estaba deseando escapar a la naturaleza. Se había esforzado al máximo para que Lara fuera feliz en Jabiru. Y, al nacer los mellizos, se había desvivido para mantener unida a su familia, repartiéndose las tareas de cuidarlos. 

Secreto: Capítulo 13

 —Entonces, ¿Lo dices de veras? —le preguntó Pedro, serio de nuevo—. ¿Vendrás a Australia?


De pronto, Paula sintió como si aquello fuera algo inevitable. El destino. Como si, de siempre, él le fuera a hacer esa pregunta. Y como si la respuesta sólo pudiera ser…


—Sí. 


A Pedro le sorprendió lo feliz que le hizo saber que Paula les acompañaría en el viaje de regreso. El resto de los días, según terminaban de empaquetar todo, incluso Camila llegó a considerar el cambio como una gran aventura. Llegaron al aeropuerto JFK deseando despegar. Mientras esperaban en la cola del control de seguridad, sonó el móvil de Paula. Para oír mejor, ella se giró y se tapó el otro oído con la mano, al tiempo que fruncía el ceño y se concentraba totalmente en la llamada. Pedro se dió cuenta de que estaba observándola con demasiada atención, pero no podía evitarlo. Tal vez no fuera tan guapa como Lara, pero tenía algo especial y más duradero que la belleza. Vió que sonreía al contestar, con las mejillas encendidas, feliz. Al terminar, se giró hacia él exultante.


—¿Buenas noticias? —preguntó él.


—Sí. Al principio temí que fuera Dan… Alguien que me llamaba para despedirse. Pero es mejor que eso: he encontrado empleo.


Sorprendentemente, Pedro se alarmó. ¿Cómo afectaría aquello a sus planes? ¿Aún podía ayudarlos?


—¿Cuándo empiezas?


—Hasta agosto, nada —respondió ella, bailando de alegría—. No puedo creerlo, ¡Es el empleo de mis sueños! El colegio en el que siempre había querido enseñar.


Pedro deseó alegrarse. Seguro que había sido la mejor candidata. Entonces se dió cuenta de que apenas la conocía. Parecía una profesora de primera. Sus mellizos tenían mucha suerte de haber contado con ella unos pocos meses. Sí que se alegraba por ella. De hecho, se alegraba por los cuatro. Todo estaba saliendo a la perfección. En agosto, sus hijos ya se habrían adaptado a su nuevo entorno y, con ayuda de Paula, tendrían una nueva niñera. Y ella regresaría a casa para empezar su fabuloso empleo.


—Enhorabuena, es fantástico —afirmó, alargando la mano.


Y, por fin, sonrió.


Sídney resultó una sorpresa total para Paula. Durante el vuelo, se había preparado mentalmente para el outback, un entorno hostil de amplias llanuras, aislamiento, polvo y calor. Sin embargo, no había pensado mucho en Sídney: Ni en las fabulosas playas de arena dorada, ni en la enorme y moderna ciudad plagada de rascacielos. Tampoco esperaba encontrar a la madre de Pedro esperándolos a su llegada al aeropuerto. Ni que recibiera tan fríamente a su hijo. Nada de sonrisas y abrazos. Tan sólo:


—Hola, querido.


—Hola, madre.


Y ella ofreció su mejilla expertamente maquillada para que Pedro la besara. La tensión podía cortarse. Sin embargo, desapareció en cuanto Ana Zolezzi vió a sus nietos. Afortunadamente, los niños sonrieron y soportaron los achuchones sin quejarse.


—Vuestra abuela los ha echado mucho de menos —anunció, entregándoles varios regalos.


Paula se alegró al ver que Camila y Nicolás se acordaban de dar las gracias. Dió un respingo al notar una mano en su hombro. Era Pedro.


—Tal vez no recuerdes a mi madre, Ana Zolezzi.


Con el hombro aún cosquilleándole, Paula extendió la mano.


—Sí que la recuerdo, señora Zolezzi. ¿Cómo está?


La mujer le estrechó la mano con cautela, como si temiera que la manchara.


—Paula fue una de las damas de honor de Lara —recordó Pedro.


—Sí, y ahora es la niñera —señaló la mujer.


—Va a ayudamos con el Colegio del Aire —explicó Nicolás con orgullo.


Ana enarcó las cejas y lanzó una penetrante mirada a Pedro.


—¿Está debidamente preparada?


Molesta de que se hablara de ella como si no estuviera allí, Paula intervino:


—Tengo el título de profesora de Lengua.


La mujer sonrió levemente.


—Gracias al cielo por los pequeños regalos.


¿Qué demonios sucedía allí? Camila rompió la gélida tensión, porque necesitaba ir al servicio. Agradecida por la excusa para escapar, Paula la acompañó. Para cuando regresaron, Ana se había marchado.


—Mi madre tenía que atender a un evento —explicó Pedro, mucho más tranquilo, y sonrió—. En marcha, busquemos un taxi. 

jueves, 17 de marzo de 2022

Secreto: Capítulo 12

Paula había pasado por la peluquería como parte de su plan de recuperación después de Daniel, y le maravilló que Pedro se hubiera dado cuenta.


—Gracias —dijo, elevando su copa—. Porque los mellizos se adapten felices a Australia. Que todo vaya sobre ruedas.


—Brindo por eso —secundó él, y se sentó en una silla, estiró las piernas y cruzó los tobillos.


Paula intentó no mirarlo, pero era tan atractivo… Sus vaqueros, desgastados, le abrazaban los poderosos muslos. Sus botas de cuero, hechas a mano, estaban usadas pero impecables. La luz de la lámpara hacía brillar su cabello y acentuaba los marcados rasgos de su rostro. Tal vez no debería proponer lo de Australia. No quería pasarse los dos meses siguientes observando de reojo al ex marido de Lara, sólo porque no tenía novio. Se suponía que iba a continuar con su emocionante vida de soltera, y a hacer planes para su brillante carrera profesional. Dió un sorbo a su copa, preparándose para abordar la charla, y se le escaparon las palabras.


—He estado pensando que vas a necesitar ayuda con los niños nada más llegar a Australia.


Pedro asintió suavemente.


—He pensado lo mismo. Tal vez debería llamar a la agencia de empleo antes de llegar.


A Paula le invadió una emoción tan intensa, que se asustó.


—Yo no tengo nada que hacer.


¿Cómo podía ser que lo que había repetido miles de veces en su cabeza sonara bien, y al decirlo en voz alta pareciera una estupidez? Tampoco ayudaba la mirada atónita de Pedro.


—¿A qué te refieres con eso? —inquirió él en voz baja.


—Estoy libre durante un mes más o menos. Los colegios aquí cierran en verano —explicó, intentando que no le temblara la voz—. Hasta agosto, o posiblemente septiembre, no empezaré el nuevo empleo.


—¿Entonces estás libre el resto de junio y julio? —inquirió él, con los ojos como platos.


—Siempre y cuando tenga acceso al teléfono y a Internet. Para posibles entrevistas.


Viendo la reacción de Pedro, se puso aún más nerviosa.


—Sólo es una idea.


—Una idea fantástica —recalcó él, con los ojos brillantes, y sonrió ampliamente—. Serías perfecta.


«Por todos los santos, Paula, no te emociones». 


—¿Tienes pasaporte? —preguntó él, sin duda pensando con más claridad.


Paula asintió. Había estudiado italiano en el colegio y sus padres habían ahorrado y la habían enviado a un maravilloso viaje de estudios a la Toscana. El pasaporte seguía en vigor. Pedro frunció el ceño de pronto.


—¿Seguro que no te importa renunciar a tanto tiempo?


—Me encantará ir con ustedes. Me interesa mucho el Colegio del Aire, quiero ver cómo funciona. Y, por supuesto, deseo ayudar a Camila y Nicolás a que se adapten a aquello.


Pedro se puso en pie y empezó a pasearse agitado.


—Te prometo que no tendrás que preocuparte acerca de venirte allí —tragó saliva y la miró de reojo—. Quiero decir, que nadie sacará conclusiones acerca de tí y de mí… De si somos pareja.


Evidentemente incómodo, soltó una risa forzada. Paula sintió horrorizada que se ruborizaba.


—Bien —se apresuró a decir—. Por mi parte, tampoco tienes que preocuparte de eso. No tengo ninguna intención de enamorarme. Acabo de terminar una relación larga, y ha sido angustioso, así que transcurrirá mucho tiempo antes de que busque otra.


Pedro asintió pensativo, con mirada comprensiva, y Paula sintió un gran alivio por saber que habían dejado las cosas claras. Al mismo tiempo, le dolió aquella ansia de Pedro de querer aclarar que no estaba interesado en ella a nivel romántico. ¿No era una locura? Clavó la vista en su copa y se recordó por qué se había ofrecido. Él necesitaba ayuda, Camila y Nicolás una niñera, y ella necesitaba sentir que había hecho todo lo posible por los hijos de Lara.


Secreto: Capítulo 11

 —Va a ser genial vivir con papá —le aseguró a su hermana suavemente.


—No, si Paula no viene con nosotros —señaló la niña, y rompió a llorar.


Paula vió tensarse a Pedro, al tiempo que sintió arder sus mejillas. Se puso en el regazo a la pequeña.


—Cariño, ¿Cómo lloras en medio de esta encantadora cena que tu padre ha preparado?


La pequeña la abrazó fuertemente, llorando desconsolada.


—¿Por qué no puedes venir con nosotros?


Fue un momento muy difícil. Aquella reacción de Camila sólo aumentaría la falta de confianza de Pedro en su capacidad para cuidar a su frágil hija. Paula sentía además una tensión diferente: Camila había expresado la misma pregunta que ella llevaba haciéndose todo el día. El curso escolar en Estados Unidos no empezaba hasta el otoño, con lo cual podía pasar junio y julio en Australia, ayudando a los mellizos a adaptarse a su nueva vida, y regresar a tiempo para empezar su nuevo empleo. Además, después de haber oído nombrar el Colegio del Aire, le atraía mucho la idea. Claro que no todo sería sencillo. Después de los últimos meses, le hubieran gustado unas vacaciones de verdad, porque yéndose a Australia tendría pocas oportunidades de descansar. Por otro lado, no tenía ningún plan para las próximas semanas, y no le apetecía regresar a Vermont, donde se pasaría todo el tiempo, bien evitando a Daniel, bien soportando la compasión de familia y amigos. El único factor negativo era la atracción que sentía hacia Pedro, pero seguro que pronto dominaría esa tontería. No había peligro en que se enamorara de él, ya que aún le duraba el dolor de haber sido plantada por Daniel. Iba a ser muy cautelosa en lo relativo a los hombres, especialmente los atractivos.


—¿Qué tal si acuestas a los niños y les lees un par de cuentos? —propuso Paula a Pedro al terminar la cena.


—¿Ellos no esperan que lo hagas tú? —inquirió él, claramente nervioso.


Paula lo miró desconcertada, parecía que le hubiera encargado una horrible tarea. A lo mejor el llanto de Camila durante la cena le había afectado más de lo que aparentaba. Intentó que se sintiera más seguro.


—A Camila y Nicolás les encantaría que fueras tú quien les leyera esta noche — aseguró—. Necesitan acostumbrarse a pequeños cambios, y éste sería un buen primer paso. Sus libros preferidos están apilados en la mesilla.


Pedro tragó saliva, incómodo.


—De acuerdo. 


Paula le observó salir de la cocina con cierta reticencia. ¿Le ponía nervioso estar a solas con sus hijos? ¿Temía que Camila llorara de nuevo? ¿Debería haberse ofrecido a acompañarlo? Estuvo a punto de gritar que la esperara, pero algo en su forma de cuadrar los hombros y su paso firme, la detuvieron de hacerlo. Parecía un soldado marchando a la guerra. Al final, todo fue bien. Mientras ella recogía la cocina, oyó el grave murmullo de la voz de Pedro y las risas de los mellizos. Estaban pasando un buen rato. Al terminar, fue al salón e intentó relajarse, acurrucada en el sofá con una novela. En cuanto Pedro terminara de leerles el cuento, hablaría con él de Australia. Le sorprendía lo mucho que le ilusionaba la idea de ir para allá. Pasado un largo rato, él apareció. Sonreía, y sus ojos reflejaban alivio y una felicidad nueva.


—Diría que ha ido bien —lo recibió Paula.


Él se detuvo en mitad de la habitación, con las manos en las caderas, y sonrió.


—Sí. Creo que he pasado mi primera prueba como padre soltero.


—Eso es fantástico. Supongo que Josh te convenció para que les leyeras el cuento de piratas.


—De hecho, les he contado un cuento nuevo. Uno que me he inventado, sobre el búho Hector y el ratón Tomás —explicó, y la miró de reojo—. Tus expertos no se opondrían, ¿Verdad?


—Por supuesto que no. Sólo estoy maravillada. Me encantan los cuentos, pero, aunque me pagaras millones, no podría improvisar uno. Parece que a Camila y Nicolás les ha encantado el tuyo.


Pedro se encogió de hombros y cambió de tema.


—¿Te apetece otra copa del vino que abrimos anoche?


—¿Por qué no?


El vino seguramente le aplacaría los nervios, pensó. Mientras él iba a por el vino y las copas, Paula dejó el libro y, poniéndose en pie, se miró en el espejo de la pared. Qué tonta. A Pedro no le importaba si estaba bien peinada, cómo le sentaban los vaqueros ni la caída de su blusa. Pero la conversación que iba a iniciar era casi una entrevista de trabajo. Comprobar su aspecto fue un acto reflejo.


—Estás muy guapa —alabó Pedro, regresando antes de lo que ella esperaba.


Paula se ruborizó y se sentó enseguida, deseando que se le ocurriera una respuesta ingeniosa.


—En serio, ese nuevo peinado te favorece —añadió él, tendiéndole una copa del tinto australiano. 

Secreto: Capítulo 10

Apelar al cariño que sentía por los mellizos sería chantaje emocional. Ojalá él confiara más en su habilidad para criar a sus hijos. Su formación era lo que más le preocupaba. Por diferentes razones, sus padres habían descuidado su educación formal. Aún recordaba con amargura las peleas entre sus padres. Su escolarización había terminado nada más empezar, al tiempo del divorcio de sus padres. Sólo años después, siendo ya adulto, había comprendido su desventaja. Para entonces, se había creado una dura capa y había logrado superar casi todos los desafíos, sin darse cuenta de que sus fracasos volverían para minarlo, y fallaría a su esposa. Si no tenía cuidado, tal vez fallara también a sus hijos. No. No permitiría que Camila y Nicolás crecieran con las mismas limitaciones que él. Pero, si quería darles las mejores oportunidades, necesitaba ayuda. Necesitaba a alguien como Paula. Ojalá ella estuviera libre… 


«Ha estado bien», pensó Paula al final de todo el día preparando las maletas. Gracias a la participación de Pedro, apenas había sido un proceso doloroso. Su sentido del humor, algo que ella desconocía hasta entonces, había salvado algunos momentos peliagudos a la hora de desprenderse de ciertos juguetes. Y luego, le había sorprendido aún más ofreciéndose a preparar la cena.


—Tú has trabajado muy duro hoy —había comentado él, con una sonrisa tímida de lo más sexy—. ¿Te gustan los espaguetis a la boloñesa? Me temo que mi habilidad en la cocina es algo limitada.


Paula le aseguró que le encantaban los espaguetis a la boloñesa. Cualquier cosa le parecía bien cuando él le sonreía así. Aunque ella no quería que le afectaran esas sonrisas, ¿Cierto? Tan sólo le agradecía el té chai latte que le había subido de la tienda a dos manzanas, y la oportunidad de darse un buen baño caliente antes de disfrutar de una cena no preparada por ella. Camila y Nicolás se pasaron toda la cena hablando de Australia. Se emocionaron al saber que el rancho de Pedro tenía su propia pista de aterrizaje, y que el correo y los suministros llegaban por avión.


—Volaremos a Normanton, y desde ahí iremos en coche a Jabiru Creek — explicó Pedro.


Paula se imaginó a Pedro y los niños en un gran todoterreno, atravesando largas llanuras rojas hacia un lejano rancho, y le invadió una ola de soledad. ¿Qué le ocurría? Sabía desde el principio que aquello sucedería. Pero no podía evitar sentirse fatal. Todas las personas importantes de su vida le estaban siendo arrebatadas: Lara, Daniel… y pronto Camila y Nicolás. 


«Comenzaré de nuevo, y me construiré una vida alrededor de mi nuevo empleo», se dijo. Aunque, en aquel momento, la idea no logró hacerla feliz. De pronto, oyó que Josh le preguntaba a su padre por su nuevo colegio. Para su sorpresa, vió que Pedro se sonrojaba y carraspeaba.


—El colegio en el outback es algo diferente a lo que están acostumbrados. Se llama Colegio del Aire.


Esa vez fue Paula quien intervino, tremendamente interesada.


—¿Y cómo funciona?


—Es como una clase normal, pero por radio. Los niños viven en ranchos repartidos por todo el outback, y cada rancho tiene un receptor-transmisor de radio. Así, el profesor puede hablar con todos sus alumnos y ellos con él, y entre ellos — explicó Pedro—. Parece que funciona muy bien.


—¿Clase por radio? ¡Genial! —comentó Nicolás, visiblemente emocionado.


—Sí, suena estupendo —coincidió Paula.


Para su sorpresa, sentía celos de la niñera que cuidaría de Camila y Nicolás en su adaptación a ese sistema de enseñanza tan poco ortodoxo. Sonrió a los niños.


—¡Qué suerte tienen!


Camila, sin embargo, no parecía muy convencida. Se giró hacia Paula.


—¿Seguirás siendo nuestra niñera?


Ella contuvo el aliento. Temía no poder ocultar sus sentimientos si contestaba. Para su alivio, fue Pedro quien respondió.


—Paula no puede venir a Australia, Cami. Ya lo sabes. Pero encontraremos una buena niñera australiana.


Camila se entristeció.


—Yo quiero a Paula. Y me gusta mi colegio de aquí. ¿Por qué tienes que vivir en Australia? ¿No puedes vivir en Nueva York?


Paula advirtió que a Pedro se le ensombrecía la mirada y le temblaba la sonrisa. Era evidente que le preocupaba la reacción de su hija. Aunque había decidido mantenerse fuera de la conversación, salió en su ayuda.


—¿Cómo iba a vivir su padre en este departamento? —preguntó, con una sonrisa—. ¿Qué haría con todo su ganado?


Camila se encogió de hombros.


—¿Guardarlo?


—Como si fuera posible —gruñó Nicolás, poniendo los ojos en blanco.


Se produjo un incómodo silencio. Pedro seguía preocupado y Camila estaba a punto de echarse a llorar. Al verla, aumentó el nerviosismo de Nicolás. 

Secreto: Capítulo 9

Vió que se ponía en pie.


—Gracias por el vino —dijo.


—¿Otra copa?


Ella negó con la cabeza.


—Necesito irme a dormir. Mañana nos espera un nuevo día —respondió, tensa. Y, sin decir nada más, dejó la copa en la cocina y se marchó a toda prisa.


Estaba molesta. ¿Habría intuido lo que él había pensado?, se preguntó Pedro. Una vez en la cama, no lograba conciliar el sueño. Su mente no se lo permitía, repasando lo sucedido durante el día, y también los tremendos altibajos de su romance con Lara. Había conocido a la madre de sus hijos cuando ella se encontraba en el norte de Queensland, de gira con una compañía de danza estadounidense. Y había cometido tantos errores con ella… Nunca había conocido a una mujer tan delicada ni tan hermosa. Había sido amor a primera vista, apasionado y obsesionado. Con la imprudencia de la juventud, la había seguido de regreso a Nueva York, y la había cortejado con la pasión y determinación de cualquier joven desesperadamente enamorado. Tras un compromiso precipitado, una boda en Central Park y una luna de miel maravillosa en París… habían regresado a Jabiru Creek. Al outback australiano. Antes del primer mes, Lara había sido consciente del error que había cometido. Amaba a Pedro, de eso nunca hubo duda, pero en el outback se había marchitado como una flor sin agua. A él se le puso un nudo en la garganta al recordar su rostro lleno de lágrimas mientras le hablaba:


—Hemos cometido un error, Pedro. ¿No crees que deberíamos separarnos ahora, antes de que esto se complique? Eres un buen hombre. Y yo debería haber sido más sincera. No quería hacerte daño.


Por supuesto, él debería haber renunciado entonces. Pasado el tiempo, era fácil ver lo ciego que había estado para besarle las lágrimas, y rogarle que se quedara y le diera otra oportunidad. Unas pocas semanas después, ella había descubierto que estaba embarazada, así que se había quedado con él… 




—Despiértale tú.


—No, tú.


Risas infantiles invadieron el sueño de Pedro. Maldición, ¿Ya era de día? Había tardado mucho en dormirse, y estaba completamente agotado. Tal vez, si no se movía, sus hijos se marcharían y lo dejarían dormir. Ni por asomo. Pequeñas manitas estaban moviéndolo.


—¡Papá!


Él gruñó a modo de protesta.


—¡Papi! —gritó Camila, llena de pánico.


Pedro abrió los ojos al instante, y los entrecerró ante la luminosidad de la habitación.


—Buenos días —murmuró—. ¿Qué hora es?


—Muy tarde —le informó Nicolás—. Hemos desayunado hace siglos.


Pedro se incorporó sobre un codo, bostezó y se frotó los ojos con las manos.


—¿Estás bien, papi? —preguntó Anna preocupada.


—Sí, cariño, sólo un poco dormido. Mi cuerpo cree que aún está en Australia.


Se sentó en la cama y se apoyó con los codos en las rodillas. El jet lag era espantoso.


—Paula ha dicho que te avisáramos de que ha hecho café —anunció Nicolás.


Bendita Paula. Un café era justamente lo que necesitaba. Después de una buena ducha.


—¿Y ustedes dos, qué han planeado para hoy? —preguntó, alborotándoles el cabello.


—¡Hacer las maletas! —exclamaron a coro.


¿Cómo podían estar tan contentos?


—¿Hacer las maletas les parece divertido?


—Paula nos ha enseñado un juego nuevo: estamos guardando todos nuestros juguetes en una caja que es un cohete mágico y que va a llegar a Australia volando.


Paula sí que sabía tratar a los niños. Qué pena que no pudiera acompañarlos. Mientras se duchaba, se recordó que no debía presionarla a que los ayudara. Ella ya se había desvivido por los mellizos, cuando tenía su propia vida de la que ocuparse. Como era comprensiva y generosa, nunca reconocería que estaba deseando liberarse de su compromiso con los pequeños para comenzar su carrera, volver a salir y encontrarse un novio. 

martes, 15 de marzo de 2022

Secreto: Capítulo 8

Pedro agradeció enormemente que Paula quisiera tomarse algo con él a medianoche. Aunque Camila se había tranquilizado rápidamente en sus brazos, sus gritos lo habían conmocionado. Más que nunca, era consciente de su falta de habilidades al respecto. Desconocía tanto de sus hijos… Y no sería capaz de leer libros de expertos psicólogos cuando, dentro de poco, se hiciera cargo él solo de Camila y Nicolás. De pronto, la ilusión de tenerlos de nuevo en su vida se empañó con terror. Le acosaron todos sus fracasos, esos problemas que acarreaba desde su infancia y que le habían costado el matrimonio. ¿Cómo iba a ser un modelo para los niños? Había decepcionado a sus padres y a su esposa. ¿Decepcionaría también a sus hijos? Las preguntas le agobiaban, conforme Paula y él se sentaron en unos sofás con vistas a la ciudad. Encendieron una luz tenue, y dejaron las cortinas abiertas para contemplar los rascacielos salpicados de luces. De la calle llegaba el rumor del tráfico. Nueva York, la ciudad que nunca dormía. ¿Cómo iba a hacerlo con aquel ruido constante?, pensó Pedro con ironía. Paula se sentó con los pies recogidos bajo ella, de lado, y la copa de vino en sus delgadas manos.


—Es un Margaret River, debería ser bueno —comentó Pedro—. Salud.


—Salud —contestó ella con una leve sonrisa, elevando su copa.


Lo probaron y sonrieron satisfechos. Era un vino extraordinario. Comenzaron hablando de cosas prácticas, como la ropa que necesitarían los niños al llegar a Australia, y la que podía enviarse por correo. También tenían que decidir sobre los juguetes: Los favoritos se los quedarían y otros los regalarían a organizaciones sociales.


—¿Qué tal llevarán el dejar atrás a sus amigos? —preguntó Pedro.


—No creo que eso sea un problema. Cuando eres un niño, los amigos entran y salen de tu vida —respondió Holly, y sonrió—. No te preocupes tanto, Pedro. Nico está como loco por llegar a tu rancho.


Sintiéndose un poco más seguro, él formuló lo que más le preocupaba.


—En cuanto a las pesadillas de Cami… ¿Sabes a qué se deben? ¿Podría ser porque se encontraba con Laura cuando… El aneurisma?


—Es muy posible —contestó Paula, clavando la vista en su copa—. Lara estaba preparándole un sándwich cuando se desmayó.


Era demasiado terrible hasta imaginarlo. Qué impotente y aterrada debía de haberse sentido Camila. Y seguramente, también culpable. Pedro suspiró pesadamente.


—¿Nico también tiene pesadillas? 


Paula negó con la cabeza.


—Creo que Nico es más fuerte que Cami. Él telefoneó a la ambulancia, hizo todo lo que pudo. Seguro que eso le ha ayudado a superarlo, aunque sea a nivel subconsciente.


Pedro se sintió orgulloso de su hijo.


—Aún necesito aprender tanto… ¿Hay algo más que deba tener en cuenta?


Paula frunció el ceño y tomó otro sorbo de vino antes de contestar.


—Me gustaría que Nico mostrara más su dolor. Lo ha estado almacenando, y estoy segura de que llorar le haría bien.


—Probablemente crea que llorar es de chicas.


—Es posible. Mis hermanos así lo creían —dijo Paula y suspiró—. Seguramente necesita que se le anime a hablar de ello.


Pedro hizo una mueca. Hablar de sentimientos no era su terreno. Toda su vida, había sido un hombre de acción, no de palabras. Viendo su reacción, Paula cambió de tema.


—Dirigir el rancho debe de tenerte muy ocupado. Supongo que has contratado a una niñera para que te ayude con los niños.


Pedro inspiró hondo.


—Hasta ahora, he organizado un equipo para que se ocupe de reunir al ganado, lo cual me ha liberado bastante. Mi plan era esperar hasta ver cómo eran Camila y Nicolás. Había pensado ayudarlos a que se habituaran al cambio primero, y luego buscar a alguien. No tendría sentido contratar a una niñera que no les gustara — añadió, dejando su copa vacía en la mesa.


—Cierto, tendría que ser alguien apropiado —dijo ella, apartando la mirada.


Pedro creyó ver lágrimas en sus ojos, y se le hizo un nudo en la garganta. Había creído que ella estaría deseando verse libre de los niños, pero parecía que le apenaba separarse de ellos.


—¿Cami y Nico podrán decidir cuando elijas a su nueva niñera? —inquirió ella, de pronto.


—Serán consultados. ¿Alguna recomendación por tu parte? —respondió él, queriendo ser diplomático.


—Antes debo reflexionar sobre el asunto —dijo ella, bajando las piernas al suelo.


Pedro no pudo evitar contemplar aquellas piernas largas, torneadas y con las uñas pintadas de un rojo muy sexy. Con la bata de seda verde y el cabello oscuro, Paula resultaba una imagen encantadora, como un cuadro. Chica a medianoche. Pensó en lo perfecto que sería, para los niños, por supuesto, que ella continuara siendo su niñera. Los comprendía a la perfección, y ellos la adoraban. Además, poseía grandes dotes didácticas. Con su ayuda, la transición a Australia apenas sería traumática. Aunque eso no sucedería nunca, claro. Ella estaba a punto de empezar su nueva carrera profesional allí. ¿Por qué iba a renunciar a todo eso y marcharse al outback? Era una chica urbana, prima de su ex mujer, igual de cultivada que ella. Si detestara el rancho igual que Lara, podría influir en los niños.


Secreto: Capítulo 7

 —Gracias, suena estupendo —dijo Pedro y se giró hacia su hija—. ¿Y tú, princesa, qué quieres comer?


La observó estudiar el menú, siguiendo la lista con un dedo.


—Un sándwich de queso gratinado —decidió.


—Yo quiero un perrito caliente —dijo Nicolás.


—«Por favor, papá» —le recordó Paula.


—Por favor, papá —repitió el niño sonriente.


—Sos unos lectores excelentes —alabó Pedro.


Vió que le sonreían sin darle importancia.


—¿Y tú, Paula, qué vas a tomar? Déjame adivinarlo: ¿Una ensalada griega?


Eso era lo que Lara pedía siempre y, a juzgar por lo delgada que estaba su prima, debía de cuidar igualmente su dieta.


—De hecho, preferiría unos nachos con queso, guacamole y crema amarga — contestó ella con una sonrisa.


Horas después, cerca de la medianoche, Paula se despertó al oír un grito de terror. Se levantó con el corazón desbocado: Camila estaba teniendo otra pesadilla. Se apresuró a su dormitorio sin encender la luz, conocía el camino de sobra. Pero esa noche, en mitad el pasillo, se dio de bruces con algo sólido: Un hombre de metro ochenta de estatura, con el torso desnudo, y hombros anchos y musculosos. Y que sólo llevaba puestos unos pantalones cortos. Paula se sonrojó.


—¿Qué le ocurre a Camila? —inquirió él, camino de la habitación de los mellizos.


—Es una de sus pesadillas.


Conforme le seguía, Paula se reprendió mentalmente. De acuerdo, encontrarse a aquel hombre medio desnudo volvería loca a cualquier mujer, pero ¿dónde estaban sus prioridades? ¿Y la pobre Camila?


En el dormitorio, encendió una lamparita que bañó todo en luz rosada. Camila estaba hecha un ovillo en mitad de su cama, llorando y gritando: «¡Mamá! ¡Mamá!». Pedro no sabía qué hacer, pero Paula estaba tristemente acostumbrada a esa escena. Se arrodilló junto a la cama y abrazó a la pequeña.


—Ya, cariño. No pasa nada. Puedes despertarte, estás bien.


El colchón se hundió bajo un peso extra: Pedro se había sentado al otro lado de la cama, con cara de preocupación. Acarició suavemente a su hija en la mejilla.


—Cami, mi pequeña —susurró.


—¡Papá! 


La pequeña se soltó del abrazo de Paula y se fundió con su padre. A los pocos minutos, dejó de llorar y temblar. Paula no podía culparla. ¿Qué niña no querría que la rodearan aquellos brazos fuertes y masculinos? Al mismo tiempo, no pudo evitar sentirse rechazada. Tras semanas de atender a la pequeña en sus crisis nocturnas, de pronto ya no era necesaria. Miró a la cama de Nicolás. Al principio, era el primero en levantarse e intentar tranquilizar a su hermana. Últimamente, se quedaba tumbado, sabedor de que Paula acudiría y, pasados unos instantes, la tormenta se calmaría.


—Buenas noches, campeón —le susurró Paula.


—Buenas noches —respondió el niño, y bostezó.


—Vuelve a dormirte —dijo ella y lo besó en la mejilla.


Era un niño estupendo. Lo adoraba. Los adoraba a ambos. Al girarse para ver cómo seguía Camila, se encontró con la mirada ardiente de Pedro, y sólo entonces recordó que no era el único adulto semidesnudo en la habitación. A ella, el camisón le cubría poco más que una camiseta larga. Intentó hacer caso omiso de la intimidad de aquella situación, pero tras la velada en el parque y la posterior cena, sus lazos se habían estrechado. Parecía casi como si fueran una pequeña familia. «¡Por todos los… ¿Qué estoy pensando?». ¿Cómo podía traicionar a Lara con pensamientos así? Pronto estaría despidiéndose de aquel padre y sus hijos. Y en otoño, se embarcaría en una emocionante aventura nueva, su carrera.


—Creo que Camila estará bien —dijo suavemente, decidida a ser juiciosa—. Tal vez quiera un poco de agua.


Le tendió a Pedro el vaso que había en la mesilla y observó a Camila mientras daba unos sorbos.


—Dejaremos la lámpara encendida cinco minutos más —anunció.


—¿De acuerdo, princesa? —comentó Pedro, dejándola de nuevo en la cama.


—Buenas noches —se despidió Paula, arropándola con las sábanas.


La pequeña pareció tranquila de nuevo, con sus rizos rubios brillando mientras se abrazaba a su koala de peluche. Pedro la besó, y a Nicolás le dió un suave toque en el hombro.


—Buenas noches, papá.


De vuelta en el pasillo, Pedro dejó escapar un suspiro.


—Cielo santo, qué susto —murmuró—. Prefiero oír el gruñido de un cocodrilo junto a mi tobillo que a mi hija gritar.


—Los gritos de Camila le encogen a uno el corazón —secundó Paula. 


—¿Esto ocurre a menudo, desde que Lara…?


Paula asintió.


—Al principio era peor, pero la cosa va mejorando. Es la primera pesadilla en bastante tiempo.


—Tal vez hoy ha tenido demasiadas emociones fuertes.


—Puede ser.


Pedro suspiró pesadamente.


—Ahora no podré volver a dormirme —comentó, peinándose el cabello con una mano temblorosa—. Son las dos de la tarde en Australia. ¿Sería mucha molestia si me preparo un té? ¿Quieres tú uno?


—Ningún problema, pero me temo que sólo tengo té verde o manzanilla.


—Entonces, ¿Qué tal algo de vino? Compré un par de botellas de tinto australiano en el aeropuerto.


Debería marcharse directa a su habitación, pensó ella, en lugar de tomarse una copa de vino en mitad de la noche, vestida sólo con su camisón, con el apuesto padre de sus adorados sobrinos…


—Tomaré una copa. Sólo voy a… Por algo de abrigo.


«De acuerdo, soy una tonta, pero tengo una buena excusa», se consoló mientras salía corriendo. Pedro necesitaba hablar de sus hijos, sobre todo después del susto con Camila. Cuando entró en la cocina, tapada con una bata de seda que le cubría hasta las rodillas, Pedro se había puesto unos vaqueros y una camiseta, afortunadamente, y estaba descorchando una botella.