—Muy bien, jefa. Dejaré que me pagues más tarde.
—Con dinero.
Pedro la miró con expresión de fingido asombro.
—¡Naturalmente! ¿A qué podía referirme si no, Paula?
—Dios sabe —murmuró ella—. Bueno, vamos a buscar la habitación de Mariana antes de que me olvide de cómo llegar.
Afortunadamente, Mariana estaba sola en la habitación y no tenía visita en aquel momento. Habían servido el almuerzo y estaba terminando cuando ellos entraron.
Su cara se iluminó de alegría cuando los vió.
—Bueno, ¡pero si son Paula y Bautista! —exclamó—. ¡Y Pedro! ¿Esas flores son para mí? No tenían que haberse molestado, pero me alegro de que lo hayan hecho. Puedes dejarlas en esa mesa, Pedro. Y fruta, también, ¡qué detalle!
—Había pensado comprar bombones —dijo Pedro, inclinándose para besar a Mariana en la mejilla—. Pero luego recordé su corazón y pensé que la fruta sería mejor para su salud.
—¡Venga ya! Estoy harta de que todo el mundo hable de mi salud. Y estoy cansada de los médicos. Si de verdad yo les importara, me dejarían salir de aquí. Anoche no dormí más que dos horas con todas las enfermeras que entraban y salían de la habitación. Y hablando de dormir, ¿qué tal se portó Bauti anoche? Paula, deja que le de un abrazo a mi pequeñín.
Paula acercó a Bauti y Mariana lo besó y lo abrazó.
—¿Se portó como un buen chico anoche? —repitió, mirando a Paula.
—Como un ángel —admitió Paula.
—Me alegro. Pero no esperaba verte hoy aquí, Paula. Y, desde luego, no esperaba ver a Pedro—dijo, mirando de uno a otro con expresión especulativa.
Paula intentó no ponerse colorada.
—Pedro se ofreció a traernos en el coche —dijo ella, como excusa para su presencia—. Y no te puedes imaginar lo que ha ocurrido durante el camino —siguió, mirando hacia cualquier lado para que no notara su turbación—. Bauti ha dicho «mami», ¿verdad que sí, cariño? Díselo a Mariana. Dile: mami, mami.
Bauti lo dijo como una cotorra.
—¡Qué maravilla! —elogió Mariana—. No todos los niños empiezan a hablar tan pronto. Eres un niño muy listo, ¿verdad, cariño? Bueno, ¿qué tal fue todo anoche? Parece que fue todo un éxito —añadió con una maliciosa mirada.
—Salió bien, supongo. No tuve que cocinar. Pedro hizo que llevaran comida italiana del restaurante de un amigo.
—Desde el momento en que lo ví me dí cuenta de que era un hombre emprendedor y fiable.
Paula no podía creer lo que estaba oyendo. Primero, sor Agustina cantaba las alabanzas de Pedro y luego Mariana. ¿Qué tenía aquel hombre que encandilaba a todas las mujeres? No podía ser sólo su aspecto físico.
—Sí, desde luego que sí —asintió Paula, para sorpresa de Pedro—. Por eso lo he contratado como niñera de Bauti.
—¿Pedro como niñera de Bauti?
—¿Por qué no? Nick necesitaba un trabajo y tú misma has visto lo bueno que es con Bauti. Y ha cuidado niños antes, ¿verdad, Pedro?
—Por supuesto que sí —asintió él—. No se preocupe, Mariana. Ya sé que esto ha sido muy precipitado, pero a veces las cosas son así. Le prometo que no tiene nada de qué preocuparse. Yo cuidaré de ellos con mi vida.
Mariana sonrió y suspiró con satisfacción.
—Sí. Estoy segura de que lo harás. Bueno, eso me quita un peso de encima. Los médicos me han prohibido que haga nada en absoluto. De hecho, cuando me vaya del hospital tendré que ir a vivir con mi hija durante un tiempo. Estaba preocupada por Paula y Bauti, pero ahora veo que todo va a ir perfectamente —terminó con otro suspiro.
—No tenías que preocuparte por mí, Mariana —dijo Paula, molesta al ver cómo Mariana y Pedro se miraban. Se habían pasado una especie de secreta contraseña que no podía descifrar. ¿Estaría Mariana advirtiendo a Pedro que se comportara con ella?
Probablemente, pensó Paula. Y Pedro le estaba prometiendo hacerlo. De hecho, había prometido cuidar de ellos con su propia vida. Y, aunque eso parecía un poco exagerado, tenía que admitir que le había gustado oír aquella apasionada promesa. Casi podía creérsela. También tenía que admitir que la presencia de Pedro la hacía sentirse protegida y segura.
La hija de Mariana llegó en aquel momento, con un ramo de rosas y una enorme sonrisa. Paula nunca había conocido a Verónica, pero había oído hablar de ella. Tenía unos treinta años y era una mujer simpática y agradable, como su madre, a quien abrazó nada más entrar.
—¡Por fin nos conocemos! —dijo Verónica, besando a Paula y al pequeño—. ¿Y este es Bauti? ¡Qué niño más guapo! Mi madre no había exagerado nada. Es precioso. ¡Qué ojos! Cuando seas mayor vas a ser un rompecorazones.
Bauti la recompensó con otra de sus sonrisas sin dientes y Paula se sintió tan orgullosa de su hijo como cualquier madre. O cualquier padre, pensó, sintiendo un peso en el corazón cuando pensó en el desconocido padre del pequeño. Ya no sentía haber tenido a Bauti, pero deseaba haberlo concebido de otra forma. Hubiera deseado haber estado locamente enamorada del padre de Bauti, que hubiera sido un hijo deseado por los dos y no el resultado de una decisión tomada en medio de la confusión y del dolor. Pero ya no podía volverse atrás.
sábado, 30 de julio de 2016
El Niñero: Capítulo 35
Pedro condujo hasta el hospital, con Paula sentada a su lado y Bauti felizmente colocado en una sillita de bebé en la parte de atrás.
Paula no podía creer lo bien que se portaba Bauti desde que se despertó y vió a Pedro. También le sorprendía la actitud relajada de Pedro con su hijo, que combinaba con una de firmeza cuando era necesario.
El niño parecía de repente saber quién era el jefe y no intentaba aprovecharse como cuando su madre no sabía qué hacer con él.
Paula se dió cuenta de que ella había contribuido a la costumbre de Bauti de llorar todo el tiempo porque siempre que lo hacía, lo tomaba en brazos y, como era un niño listo, pronto se dio cuenta de que llorar atraía la atención de su mamá.
Seguramente para él era un juego, pero era una mala costumbre y a ella le destrozaba los nervios.
—¿Cómo es que tienes tanta experiencia con niños, Pedro? —preguntó ella cuando pararon en un semáforo en rojo—. Tienes que admitir que no tienes aspecto de niñera.
—Las apariencias engañan —replicó él—. No siempre he estado dando vueltas por el mundo. La verdad es que antes era músico profesional por la mañana y niñera por la noche.
—¿Músico profesional? ¿Pianista?
—Sí.
—¿Con un grupo de música?
—No, con una orquesta. También tocaba solo, lo cual pagaba bien, pero no lo suficiente.
—Sí, ya sé que es difícil ganarse la vida como músico.
—Desde luego que sí.
—Entonces, ¿cuidabas niños por la noche para llegar a fin de mes?
—Se podría decir que sí.
—¿Un niño o una niña?
—¿Qué?
—¿Cuidabas de un niño o de una niña?
—Una niña. Y hablando de niñeras, Paula—dijo, cambiando de conversación— ¿dónde están los padres de Facundo? Quiero decir, ¿cómo es que no te ayudan a cuidar de Bauti?
—Oh —Paula no sabía qué decir. Decirle que Facundo no era el padre de Bauti llevaría a un montón de incómodas preguntas, pero, por suerte, había una forma de contestar a la pregunta de Pedro sin tener que mentir exactamente.
—Viven en Hobart, Tasmania.
—Eso está muy lejos. Es una pena que no vivan en Sidney.
—Sí.
—Ma —oyeron un sonido que venía del asiento de atrás.
Paula giró la cabeza y se encontró con la sonrisa sin dientes de su hijo.
—Mami —dijo ella—. Mami, mami.
—Mami —repitió el pequeño—. Mami, mami.
Paula tomó a Pedro del brazo y lo zarandeó violentamente.
—¿Has oído eso? ¿Has oído? ¡Está hablando! ¡Ha dicho «mami»! —exclamó con lágrimas en los ojos.
—¡Paula, por favor! —protestó Pedro—. ¿Quieres que nos matemos? ¡Suéltame el brazo!
—Perdona. Es que me ha hecho mucha ilusión.
—Ya veo —dijo, sonriendo—. ¿Y eso hace que todo valga la pena, mami, mami?
—Mami, mami, mami —repitió inmediatamente Bauti y el corazón de Paula se hinchó de emoción.
—Sí, cariño, dilo otra vez: mami, mami.
Bauti lo repitió y después sonrió encantado, ante la cara de aprobación de su madre.
Paula no se había sentido tan feliz en su vida.
—¡Verás cuando se lo diga a Mariana!
—No tendrás que esperar mucho. Ya hemos llegado.
Paula preguntó el número de la habitación de Mariana en recepción, con Bauti en brazos y escuchó las complicadas indicaciones de la enfermera.
—¿Has oído eso, Pedro? —preguntó, dándose la vuelta—. ¿Pedro?
Y entonces lo vió, dirigiéndose hacia ella desde la tienda de regalos. Sonreía y llevaba en la mano un ramo de flores y una cesta de frutas.
Paula sintió aquella sonrisa hasta en lo más hondo. Era una respuesta preocupante porque conocía a aquel hombre y enamorarse de él no era parte del trato.
—Si esa cara significa que te vas a enfadar por lo que te va a costar esto —dijo, cuando llegó a su lado—, no lo hagas. Me puedo permitir comprar unas cuantas flores.
—Esas no son unas cuantas flores —contestó ella, mirando el enorme ramo de rosas rojas y blancas—. Y la cesta de frutas no puede haberte costado menos de veinte dólares. Insisto en pagar esta vez. Y no me digas que la chica de la tienda de regalos también te debía un favor, porque no me lo voy a creer.
Paula no podía creer lo bien que se portaba Bauti desde que se despertó y vió a Pedro. También le sorprendía la actitud relajada de Pedro con su hijo, que combinaba con una de firmeza cuando era necesario.
El niño parecía de repente saber quién era el jefe y no intentaba aprovecharse como cuando su madre no sabía qué hacer con él.
Paula se dió cuenta de que ella había contribuido a la costumbre de Bauti de llorar todo el tiempo porque siempre que lo hacía, lo tomaba en brazos y, como era un niño listo, pronto se dio cuenta de que llorar atraía la atención de su mamá.
Seguramente para él era un juego, pero era una mala costumbre y a ella le destrozaba los nervios.
—¿Cómo es que tienes tanta experiencia con niños, Pedro? —preguntó ella cuando pararon en un semáforo en rojo—. Tienes que admitir que no tienes aspecto de niñera.
—Las apariencias engañan —replicó él—. No siempre he estado dando vueltas por el mundo. La verdad es que antes era músico profesional por la mañana y niñera por la noche.
—¿Músico profesional? ¿Pianista?
—Sí.
—¿Con un grupo de música?
—No, con una orquesta. También tocaba solo, lo cual pagaba bien, pero no lo suficiente.
—Sí, ya sé que es difícil ganarse la vida como músico.
—Desde luego que sí.
—Entonces, ¿cuidabas niños por la noche para llegar a fin de mes?
—Se podría decir que sí.
—¿Un niño o una niña?
—¿Qué?
—¿Cuidabas de un niño o de una niña?
—Una niña. Y hablando de niñeras, Paula—dijo, cambiando de conversación— ¿dónde están los padres de Facundo? Quiero decir, ¿cómo es que no te ayudan a cuidar de Bauti?
—Oh —Paula no sabía qué decir. Decirle que Facundo no era el padre de Bauti llevaría a un montón de incómodas preguntas, pero, por suerte, había una forma de contestar a la pregunta de Pedro sin tener que mentir exactamente.
—Viven en Hobart, Tasmania.
—Eso está muy lejos. Es una pena que no vivan en Sidney.
—Sí.
—Ma —oyeron un sonido que venía del asiento de atrás.
Paula giró la cabeza y se encontró con la sonrisa sin dientes de su hijo.
—Mami —dijo ella—. Mami, mami.
—Mami —repitió el pequeño—. Mami, mami.
Paula tomó a Pedro del brazo y lo zarandeó violentamente.
—¿Has oído eso? ¿Has oído? ¡Está hablando! ¡Ha dicho «mami»! —exclamó con lágrimas en los ojos.
—¡Paula, por favor! —protestó Pedro—. ¿Quieres que nos matemos? ¡Suéltame el brazo!
—Perdona. Es que me ha hecho mucha ilusión.
—Ya veo —dijo, sonriendo—. ¿Y eso hace que todo valga la pena, mami, mami?
—Mami, mami, mami —repitió inmediatamente Bauti y el corazón de Paula se hinchó de emoción.
—Sí, cariño, dilo otra vez: mami, mami.
Bauti lo repitió y después sonrió encantado, ante la cara de aprobación de su madre.
Paula no se había sentido tan feliz en su vida.
—¡Verás cuando se lo diga a Mariana!
—No tendrás que esperar mucho. Ya hemos llegado.
Paula preguntó el número de la habitación de Mariana en recepción, con Bauti en brazos y escuchó las complicadas indicaciones de la enfermera.
—¿Has oído eso, Pedro? —preguntó, dándose la vuelta—. ¿Pedro?
Y entonces lo vió, dirigiéndose hacia ella desde la tienda de regalos. Sonreía y llevaba en la mano un ramo de flores y una cesta de frutas.
Paula sintió aquella sonrisa hasta en lo más hondo. Era una respuesta preocupante porque conocía a aquel hombre y enamorarse de él no era parte del trato.
—Si esa cara significa que te vas a enfadar por lo que te va a costar esto —dijo, cuando llegó a su lado—, no lo hagas. Me puedo permitir comprar unas cuantas flores.
—Esas no son unas cuantas flores —contestó ella, mirando el enorme ramo de rosas rojas y blancas—. Y la cesta de frutas no puede haberte costado menos de veinte dólares. Insisto en pagar esta vez. Y no me digas que la chica de la tienda de regalos también te debía un favor, porque no me lo voy a creer.
El Niñero: Capítulo 34
Y él no había mentido sobre lo de querer dormir con ella. Si hubiera dicho que no, simplemente no lo hubiera creído.
Un pensamiento cruzó su mente y empezó a reír.
—¿De qué te ríes? —preguntó Pedro.
—Estaba pensando qué pasaría si Gonzalo viniera hoy de visita y te encontrara instalado en mi casa como niñera.
—¿Hay posibilidades de que eso ocurra?
—Casi ninguna. Pero me haría gracia ver la cara que pone.
Paula se dió cuenta de que a Pedro no le hacía ninguna ilusión. Alargó el brazo y le tocó el hombro.
—No te preocupes. Gonzalo no dirige mi vida. Yo hago lo que quiero. Y quiero que seas la niñera de Bauti.
—Me estás tocando —dijo él, mirando su mano.
—Lo siento —dijo ella, apartándola.
—No lo sientas —murmuró él, sin dejar de mirarla—. Puedes tocarme todo lo que quieras. Donde quieras y como quieras.
—¡No digas eso! —exclamó ella, asustada por la pasión en su mirada y por la intensidad de su propio deseo de hacer justo lo que él estaba diciendo.
—¿Por qué no? Es la verdad. Lo de anoche fue increíble. Estaría loco si no quisiera más. Pero no tengo intención de forzar el tema —siguió, de repente muy serio—. Sólo quería que supieras lo que siento sobre ese asunto. Lo que ocurra entre nosotros dos a nivel personal, depende enteramente de tí. Pero te aseguro que no te demandaré por acoso sexual si deseas cambiar los arreglos de habitación.
Paula lo miró e intentó serenar su corazón.
—Yo...me gustaría que dejaras de decir cosas tan provocativas como ésa.
—Lo siento. No estoy intentando ser provocativo, sólo sincero. Pero si te molesta, no volveré a hablar de sexo. Por el momento. Pero ahora lo que me gustaría es comer algo. Sor Agustina es una mujer encantadora, pero el desayuno del convento deja mucho que desear. Y el té es como para no creérselo. Daría lo que fuera por unas tostadas con café.
—Bueno —dijo Paula riendo—. Eso sí lo puedo hacer. Espero. Pero me hará falta un poco de ayuda. Soy famosa por quemar tostadas, créeme.
Se dirigieron hacia la cocina.
—Alguien debería enseñarte a cocinar.
—¿Ah, sí? —sonrió ella con coqueteo—. ¿Y me vas a enseñar tú?
—Soy famoso por enseñarle a las mujeres un par de cosas —dijo, con una cara tremendamente seria.
—¡Eso sí me lo creo!
—¿Estás implicando que soy un depravado? —preguntó él, ofendido de broma.
—Nada de eso —sonrió Paula.
—¡Sepa usted que he sido monaguillo! Incluso pensé en hacerme cura durante veinte segundos un día, mientras asistía a misa.
—Ah. ¿Y por qué cambiaste de opinión?
—Porque llegó una niña y se arrodilló delante de mí. Llevaba un vestido de flores y tenía unas.... —hizo un gesto a la altura del pecho.
—Ya entiendo —dijo Paula riendo—. ¿Qué pasó cuando saliste de la Iglesia? ¿O no debería preguntar?
—Pregunta.
—Vale. ¿Qué pasó?
—Nada de nada. Ella era un poco mayor. Por lo menos diecisiete o dieciocho años. Pero comprendí entonces que el voto de castidad no era para mí.
—¿Cuántos años tenías entonces?
—No lo recuerdo bien. Probablemente unos ocho.
—Ocho. Ya entiendo. Fue un niño de ocho años el que me enseñó las diferencias entre las chicas y los chicos.
—¿En serio? Cuéntame.
Paula ni siquiera dudó. Lo cual era una sorpresa. Normalmente era reservada cuando se trataba de hablar sobre su vida privada, pero era muy fácil hablar con Pedro. Empezó por contarle aquella parte de su vida cuando era una niña y siguió mientras tomaban café con tostadas. Le habló sobre su puritana madre, su rebelde pero no muy exitosa incursión en el sexo durante los años de universidad y su amor apasionado por el periodismo y los viajes, lo cual llevó inevitablemente a su vida con Facundo.
—¿Le conociste cuando tenías veintiún años? —preguntó Pedro, masticando su tercera tostada.
Los dos estaban sentados en los taburetes de la cocina.
—Sí. En mi primer viaje fuera de Australia. Estaba en París en un hotel horrible. Me robaron el bolso durante una visita a la torre Eiffel y estaba llorando como una loca en un banco del parque cuando un hombre muy guapo me dio su pañuelo.
—O sea, ¿tonteando con un extraño?
—¡No fue así! Facundo era un caballero.
—¿Ah, sí? ¿Quieres decir que no te hizo el amor? ¿En París?
—Pues...no.
—Yo lo hubiera hecho.
Paula escondió su cara en la taza.
—No tengo ninguna duda de que te acostaste con la mitad de la población femenina de París cuando estuviste allí —susurró.
—En absoluto. Estás muy equivocada, Paula. Igual que tu hermano.
—No creo.
Pedro suspiró. De repente, dejó sobre el plato el trozo de tostada y se bajó del taburete.
—Lo mejor será que vaya a guardar la moto en el garaje. Luego subiré mis cosas —dijo, saliendo de la cocina con un gesto de enfado.
Paula se quedó mirándolo. ¿Qué había dicho? ¿Lo habría ofendido al hablar de sus supuestos devaneos con las mujeres? El mismo había admitido que nunca se enamoraba, que se acostaba con las mujeres sin prometerles nada en el futuro, que siempre se marchaba.
La tristeza que sentía ante aquel pensamiento hizo que casi diera un salto. ¿No se estaría enamorando de aquel hombre? ¡No podía ser! La idea era absurda. Ella estaba siendo absurda e ingenua de nuevo. Era encantador y muy atractivo, incluso dulce y considerado, pero no podía olvidar que era un mujeriego que nunca le daba a una mujer lo que deseaba, seguridad.
El sexo estaba muy bien. Pero, como madre de Bautista, lo que necesitaba era un hombre que estuviera con ella cuando las cosas iban mal, un hombre que cuidara de ella y de su hijo y los quisiera con un amor seguro y firme. Pedro no era ese hombre. Él era como un barco que pasaba en la noche y lo mejor sería que no lo olvidara. Y si aquello era demasiado para ella, lo mejor sería que cambiara de opinión inmediatamente y le dijera que se fuera.
En ese momento, Pedro volvió con su mochila y puso su decisión a prueba.
Paula miró aquella maravillosa cara, en ese momento sonriente y supo que no podía decirle que se fuera. Deseaba que se quedara. Lo deseaba.
Un pensamiento cruzó su mente y empezó a reír.
—¿De qué te ríes? —preguntó Pedro.
—Estaba pensando qué pasaría si Gonzalo viniera hoy de visita y te encontrara instalado en mi casa como niñera.
—¿Hay posibilidades de que eso ocurra?
—Casi ninguna. Pero me haría gracia ver la cara que pone.
Paula se dió cuenta de que a Pedro no le hacía ninguna ilusión. Alargó el brazo y le tocó el hombro.
—No te preocupes. Gonzalo no dirige mi vida. Yo hago lo que quiero. Y quiero que seas la niñera de Bauti.
—Me estás tocando —dijo él, mirando su mano.
—Lo siento —dijo ella, apartándola.
—No lo sientas —murmuró él, sin dejar de mirarla—. Puedes tocarme todo lo que quieras. Donde quieras y como quieras.
—¡No digas eso! —exclamó ella, asustada por la pasión en su mirada y por la intensidad de su propio deseo de hacer justo lo que él estaba diciendo.
—¿Por qué no? Es la verdad. Lo de anoche fue increíble. Estaría loco si no quisiera más. Pero no tengo intención de forzar el tema —siguió, de repente muy serio—. Sólo quería que supieras lo que siento sobre ese asunto. Lo que ocurra entre nosotros dos a nivel personal, depende enteramente de tí. Pero te aseguro que no te demandaré por acoso sexual si deseas cambiar los arreglos de habitación.
Paula lo miró e intentó serenar su corazón.
—Yo...me gustaría que dejaras de decir cosas tan provocativas como ésa.
—Lo siento. No estoy intentando ser provocativo, sólo sincero. Pero si te molesta, no volveré a hablar de sexo. Por el momento. Pero ahora lo que me gustaría es comer algo. Sor Agustina es una mujer encantadora, pero el desayuno del convento deja mucho que desear. Y el té es como para no creérselo. Daría lo que fuera por unas tostadas con café.
—Bueno —dijo Paula riendo—. Eso sí lo puedo hacer. Espero. Pero me hará falta un poco de ayuda. Soy famosa por quemar tostadas, créeme.
Se dirigieron hacia la cocina.
—Alguien debería enseñarte a cocinar.
—¿Ah, sí? —sonrió ella con coqueteo—. ¿Y me vas a enseñar tú?
—Soy famoso por enseñarle a las mujeres un par de cosas —dijo, con una cara tremendamente seria.
—¡Eso sí me lo creo!
—¿Estás implicando que soy un depravado? —preguntó él, ofendido de broma.
—Nada de eso —sonrió Paula.
—¡Sepa usted que he sido monaguillo! Incluso pensé en hacerme cura durante veinte segundos un día, mientras asistía a misa.
—Ah. ¿Y por qué cambiaste de opinión?
—Porque llegó una niña y se arrodilló delante de mí. Llevaba un vestido de flores y tenía unas.... —hizo un gesto a la altura del pecho.
—Ya entiendo —dijo Paula riendo—. ¿Qué pasó cuando saliste de la Iglesia? ¿O no debería preguntar?
—Pregunta.
—Vale. ¿Qué pasó?
—Nada de nada. Ella era un poco mayor. Por lo menos diecisiete o dieciocho años. Pero comprendí entonces que el voto de castidad no era para mí.
—¿Cuántos años tenías entonces?
—No lo recuerdo bien. Probablemente unos ocho.
—Ocho. Ya entiendo. Fue un niño de ocho años el que me enseñó las diferencias entre las chicas y los chicos.
—¿En serio? Cuéntame.
Paula ni siquiera dudó. Lo cual era una sorpresa. Normalmente era reservada cuando se trataba de hablar sobre su vida privada, pero era muy fácil hablar con Pedro. Empezó por contarle aquella parte de su vida cuando era una niña y siguió mientras tomaban café con tostadas. Le habló sobre su puritana madre, su rebelde pero no muy exitosa incursión en el sexo durante los años de universidad y su amor apasionado por el periodismo y los viajes, lo cual llevó inevitablemente a su vida con Facundo.
—¿Le conociste cuando tenías veintiún años? —preguntó Pedro, masticando su tercera tostada.
Los dos estaban sentados en los taburetes de la cocina.
—Sí. En mi primer viaje fuera de Australia. Estaba en París en un hotel horrible. Me robaron el bolso durante una visita a la torre Eiffel y estaba llorando como una loca en un banco del parque cuando un hombre muy guapo me dio su pañuelo.
—O sea, ¿tonteando con un extraño?
—¡No fue así! Facundo era un caballero.
—¿Ah, sí? ¿Quieres decir que no te hizo el amor? ¿En París?
—Pues...no.
—Yo lo hubiera hecho.
Paula escondió su cara en la taza.
—No tengo ninguna duda de que te acostaste con la mitad de la población femenina de París cuando estuviste allí —susurró.
—En absoluto. Estás muy equivocada, Paula. Igual que tu hermano.
—No creo.
Pedro suspiró. De repente, dejó sobre el plato el trozo de tostada y se bajó del taburete.
—Lo mejor será que vaya a guardar la moto en el garaje. Luego subiré mis cosas —dijo, saliendo de la cocina con un gesto de enfado.
Paula se quedó mirándolo. ¿Qué había dicho? ¿Lo habría ofendido al hablar de sus supuestos devaneos con las mujeres? El mismo había admitido que nunca se enamoraba, que se acostaba con las mujeres sin prometerles nada en el futuro, que siempre se marchaba.
La tristeza que sentía ante aquel pensamiento hizo que casi diera un salto. ¿No se estaría enamorando de aquel hombre? ¡No podía ser! La idea era absurda. Ella estaba siendo absurda e ingenua de nuevo. Era encantador y muy atractivo, incluso dulce y considerado, pero no podía olvidar que era un mujeriego que nunca le daba a una mujer lo que deseaba, seguridad.
El sexo estaba muy bien. Pero, como madre de Bautista, lo que necesitaba era un hombre que estuviera con ella cuando las cosas iban mal, un hombre que cuidara de ella y de su hijo y los quisiera con un amor seguro y firme. Pedro no era ese hombre. Él era como un barco que pasaba en la noche y lo mejor sería que no lo olvidara. Y si aquello era demasiado para ella, lo mejor sería que cambiara de opinión inmediatamente y le dijera que se fuera.
En ese momento, Pedro volvió con su mochila y puso su decisión a prueba.
Paula miró aquella maravillosa cara, en ese momento sonriente y supo que no podía decirle que se fuera. Deseaba que se quedara. Lo deseaba.
El Niñero: Capítulo 33
Aunque tenía que admitir que aquel gesto de protesta de Pedro había sido muy convincente. Parecía que no había querido seducirla...la noche anterior. Pero aquel era otro día.
—¿Paula? Decídete, por favor.
¿Qué podía hacer? ¿Echarlo? ¿O rendirse a lo que realmente deseaba hacer?
—Me...me gustaría intentarlo.
—Intentarlo —repitió él lentamente, sin dejar de mirarla.
—Puede que no funcione —dijo ella, a la defensiva.
—Sí, es posible. Pero yo creo que sí —continuó el con confianza—. Voy a guardar la moto en el garaje y a traer mis cosas.
—¿Quieres empezar inmediatamente?
—¿Por qué no? ¿No quieres que lo haga?
Lo que ella quisiera no era el asunto. Por dentro podía ser un flan, pero tenía que parecer que estaba controlando. Al fin y al cabo, ella era la jefa y Pedro su empleado.
—En fin, supongo que sí. La habitación de invitados está preparada.
—¿La habitación de invitados?
—Exactamente. Lo tomas o lo dejas.
—Lo tomo.
—Y tendrás un sueldo. Nada de casa y comida. Mañana me enteraré de lo que suele ganar una niñera.
—Lo que tú digas, jefa.
Paula ignoró la excitación que recorría sus venas.
—Si haces la comida, incluiré además la casa y la comida.
—Parece una buena oferta.
—Veremos cómo va durante la primera semana —dijo ella, intentando usar el sentido común.
—Eso no es demasiado tiempo.
—Suficiente —dijo ella con brusquedad—. Como vas a mudarte hoy, puedes venir conmigo a hacer la compra esta tarde.
—¿Y Mariana?
—¿Qué ocurre con Mariana?
—¿No vas a ir a visitarla al hospital?
Paula suspiró.
—Sí, pero me pone nerviosa llevar a Bauti conmigo en el coche cuando voy sola.
—Pero no estarás sola —dijo Pedro alegremente—. Yo estaré contigo. Después de todo, una buena niñera va donde va su retoño.
Paula lo miró. Era maravilloso que alguien la ayudara con Bauti.
—Eso suena muy bien —dijo sinceramente—. Pero no tienes que hacerlo si no quieres. Incluso las niñeras tienen los domingos libres.
—Pero no tengo nada mejor que hacer. Además, me gustaría ver a Mariana. La pobre mujer me cayó bien desde el principio.
—Tú a ella también.
Como a Bauti y ella misma, se recordó Paula. Aquel hombre era encantador. Y parecía que no era tan mal chico como ella lo había pintado. Había en él una sinceridad que no se podía negar. Y honradez. No tenía más remedio que creer la historia de sor Agustina. Era demasiado absurda para ser falsa.
—¿Paula? Decídete, por favor.
¿Qué podía hacer? ¿Echarlo? ¿O rendirse a lo que realmente deseaba hacer?
—Me...me gustaría intentarlo.
—Intentarlo —repitió él lentamente, sin dejar de mirarla.
—Puede que no funcione —dijo ella, a la defensiva.
—Sí, es posible. Pero yo creo que sí —continuó el con confianza—. Voy a guardar la moto en el garaje y a traer mis cosas.
—¿Quieres empezar inmediatamente?
—¿Por qué no? ¿No quieres que lo haga?
Lo que ella quisiera no era el asunto. Por dentro podía ser un flan, pero tenía que parecer que estaba controlando. Al fin y al cabo, ella era la jefa y Pedro su empleado.
—En fin, supongo que sí. La habitación de invitados está preparada.
—¿La habitación de invitados?
—Exactamente. Lo tomas o lo dejas.
—Lo tomo.
—Y tendrás un sueldo. Nada de casa y comida. Mañana me enteraré de lo que suele ganar una niñera.
—Lo que tú digas, jefa.
Paula ignoró la excitación que recorría sus venas.
—Si haces la comida, incluiré además la casa y la comida.
—Parece una buena oferta.
—Veremos cómo va durante la primera semana —dijo ella, intentando usar el sentido común.
—Eso no es demasiado tiempo.
—Suficiente —dijo ella con brusquedad—. Como vas a mudarte hoy, puedes venir conmigo a hacer la compra esta tarde.
—¿Y Mariana?
—¿Qué ocurre con Mariana?
—¿No vas a ir a visitarla al hospital?
Paula suspiró.
—Sí, pero me pone nerviosa llevar a Bauti conmigo en el coche cuando voy sola.
—Pero no estarás sola —dijo Pedro alegremente—. Yo estaré contigo. Después de todo, una buena niñera va donde va su retoño.
Paula lo miró. Era maravilloso que alguien la ayudara con Bauti.
—Eso suena muy bien —dijo sinceramente—. Pero no tienes que hacerlo si no quieres. Incluso las niñeras tienen los domingos libres.
—Pero no tengo nada mejor que hacer. Además, me gustaría ver a Mariana. La pobre mujer me cayó bien desde el principio.
—Tú a ella también.
Como a Bauti y ella misma, se recordó Paula. Aquel hombre era encantador. Y parecía que no era tan mal chico como ella lo había pintado. Había en él una sinceridad que no se podía negar. Y honradez. No tenía más remedio que creer la historia de sor Agustina. Era demasiado absurda para ser falsa.
jueves, 28 de julio de 2016
El Niñero: Capítulo 32
—Porque tengo que hacerte una proposición y creo que te interesará.
—¿Qué proposición? —preguntó Paula.
—Necesitas una niñera para Bauti y yo quiero solicitar el trabajo.
Paula lo miró, perpleja.
—Sí. Comprendo tu sorpresa. No pensabas contratar a un hombre para ese trabajo. Pero no hay ninguna razón para que un hombre no pueda hacer ese trabajo tan bien como una mujer. Por lo que sé de tí no eres sexista ni tradicional y además, ¿puedo recordarte que soy un excelente cocinero y un experimentado cuidador de niños? La verdad, es que no sería la primera vez que hago ese trabajo. Te aseguro que no podrías encontrar a nadie mejor.
Paula no sabía qué decir. No hubiera sido humana si no se hubiera sentido tentada. Tener a Pedro en casa cada noche era la fantasía de toda mujer hecha realidad.
Pero sólo una ingenua aceptaría aquella absurda proposición. El recién descubierto cinismo de Paula sobre los hombres y sus motivaciones la advirtió de que aquello no era lo que parecía.
—Sería una estupidez por mi parte contratar a un hombre del que sé tan poco. Ni siquiera sé cómo te llamas de apellido y sólo tengo tu palabra de que has cuidado niños antes. Me gustaría tener referencias, antes de dejar que alguien viniera a vivir a mi casa.
—Sí, bueno, también he pensado en eso —dijo, sacando un papel doblado del bolsillo de sus vaqueros—. Toma. Lee esto.
Paula lo hizo y su asombro no pareció tener límites. La nota decía:
A quien corresponda:
"He conocido a Pedro Alfonso durante toda su vida y no tengo ninguna duda en recomendarlo para cualquier trabajo. Es un hombre trabajador y honrado, con valores cristianos. Su generosidad de espíritu y sinceridad son valiosas para todos aquellos que lo conocen. Es especialmente bueno con los niños y, en el pasado, ha sido responsable del cuidado diario de uno, haciendo el trabajo a la perfección".
Estaba firmada por la hermana Agustina, de Las Hermanas de San José, Strathfield, e incluía un número de teléfono.
—¿Una monja, Pedro? Estoy impresionada.
—Ya me lo imaginaba. Por favor, llama a sor Agustina si tienes alguna duda.
Paula no pensaba dejarse convencer tan fácilmente.
—¿Y cómo es que conoces a esta monja? —preguntó suspicaz. No había olvidado sus dudas recientes sobre Pedro.
—Ella me crió.
—Ella te crió —repitió ella atónita.
—Sí. Me dejaron en el convento cuando era un niño. Las hermanas me acogieron y sor Agustina fue como una madre para mí. Ella es la razón por la que quiero quedarme en Sidney durante un tiempo. Es mayor y no está muy bien últimamente. Quiero estar cerca, en caso de que me necesite o de que ocurra lo peor.
Paula estaba conmovida. Entonces, ésa era la razón por la que Pedro era un aventurero. Era huérfano y su única familia era aquella hermana Agustina. Era increíblemente tierno que renunciara a todo para estar cerca de ella al final de su vida.
—Oye, ¿podrías invitarme a pasar? —preguntó él—. Aquí fuera hace mucho calor.
Paula dudaba y Pedro esperó con paciencia.
—Si te dejo entrar —dijo ella, con intención—, no quiero que saques ninguna conclusión. Y no quiero que me toques —añadió, amargamente, conociendo su debilidad por aquel hombre.
—Nada de tocar —dijo él, levantando las manos. Pero había un brillo especial en aquellos ojos negros suyos que restaba validez a su supuesto gesto inocente.
—Entra —suspiró Paula—. Haré un poco de café.
—Y yo te convenceré de mis buenas intenciones.
—Tú y yo sabemos que no tienes muy buenas intenciones en lo que se refiera a las señoras.
—Ya veo que voy a tardar un poco en redimirme ante tus ojos.
Paula cerró la puerta y se dio la vuelta para mirarlo.
—¿Por qué te importa si te redimes ante mis ojos o no? ¿O es que no has vuelto para cuidar a Bauti sino para meterte en mi cama?
Pedro la miró pensativo.
—Supongo que podría mentir y decirte que no quiero volver a hacer el amor contigo. O podría decirte la verdad y toda la verdad, pero tampoco creo que me creyeras. Así que, por ahora te diré que no, no he vuelto sólo para acostarme contigo. Realmente quiero ese trabajo. Pero, sí, si compartir la cama contigo cada noche es uno de los beneficios, no voy a decir que no.
La cabeza de Paula daba vueltas ante la idea de tener a Pedro en la cama cada noche.
—Bueno, por lo menos eres honrado —dijo Paula, con un suspiro.
—Claro que soy honrado. ¿Es que no has leído las referencias? —preguntó con una maliciosa sonrisa.
—¿Te importa si pongo a prueba esa honestidad por segunda vez? —rió Paula cáustica.
—Adelante.
—¿La cena de anoche de verdad fue gratis o tuviste que pagar?
Él parecía completamente asombrado.
—¡Qué pregunta más rara! Pues claro que fue gratis. ¿Por qué iba a mentir sobre eso?
—Esta mañana me estaba preguntando si no sería parte del plan.
—¿Qué plan?
—El plan para seducir a la tonta y hambrienta hermana de Gonzalo.
Él se quedó mirándola y después negó con la cabeza. Cuando empezó a acercarse a ella, Linda se apoyó en la pared.
—Has prometido no tocarme —protestó casi sin voz cuando él la tomó por los hombros.
—Esto no es tocar. Es hacerte entrar en razón. Quiero dejar una cosa clara. Yo no vine aquí con ningún plan. Lo que ocurrió anoche, simplemente ocurrió. ¿Está claro?
—Sí —dijo ella.
—No quiero jugar a nada, Paula. Soy demasiado mayor para esos juegos. ¿Me vas a contratar como niñera de Bauti o no? Haré el trabajo a cambio de casa y comida. En qué cama duerma dependerá sólo de ti. Tú eres la que manda.
¿La que mandaba? Casi se rió al oír aquello. No mandaba en absoluto, especialmente con él tan cerca, con sus manos sobre ella. Le había hecho prometer que no la tocaría porque sospechaba que aquello podía ocurrir.
—¿Qué proposición? —preguntó Paula.
—Necesitas una niñera para Bauti y yo quiero solicitar el trabajo.
Paula lo miró, perpleja.
—Sí. Comprendo tu sorpresa. No pensabas contratar a un hombre para ese trabajo. Pero no hay ninguna razón para que un hombre no pueda hacer ese trabajo tan bien como una mujer. Por lo que sé de tí no eres sexista ni tradicional y además, ¿puedo recordarte que soy un excelente cocinero y un experimentado cuidador de niños? La verdad, es que no sería la primera vez que hago ese trabajo. Te aseguro que no podrías encontrar a nadie mejor.
Paula no sabía qué decir. No hubiera sido humana si no se hubiera sentido tentada. Tener a Pedro en casa cada noche era la fantasía de toda mujer hecha realidad.
Pero sólo una ingenua aceptaría aquella absurda proposición. El recién descubierto cinismo de Paula sobre los hombres y sus motivaciones la advirtió de que aquello no era lo que parecía.
—Sería una estupidez por mi parte contratar a un hombre del que sé tan poco. Ni siquiera sé cómo te llamas de apellido y sólo tengo tu palabra de que has cuidado niños antes. Me gustaría tener referencias, antes de dejar que alguien viniera a vivir a mi casa.
—Sí, bueno, también he pensado en eso —dijo, sacando un papel doblado del bolsillo de sus vaqueros—. Toma. Lee esto.
Paula lo hizo y su asombro no pareció tener límites. La nota decía:
A quien corresponda:
"He conocido a Pedro Alfonso durante toda su vida y no tengo ninguna duda en recomendarlo para cualquier trabajo. Es un hombre trabajador y honrado, con valores cristianos. Su generosidad de espíritu y sinceridad son valiosas para todos aquellos que lo conocen. Es especialmente bueno con los niños y, en el pasado, ha sido responsable del cuidado diario de uno, haciendo el trabajo a la perfección".
Estaba firmada por la hermana Agustina, de Las Hermanas de San José, Strathfield, e incluía un número de teléfono.
—¿Una monja, Pedro? Estoy impresionada.
—Ya me lo imaginaba. Por favor, llama a sor Agustina si tienes alguna duda.
Paula no pensaba dejarse convencer tan fácilmente.
—¿Y cómo es que conoces a esta monja? —preguntó suspicaz. No había olvidado sus dudas recientes sobre Pedro.
—Ella me crió.
—Ella te crió —repitió ella atónita.
—Sí. Me dejaron en el convento cuando era un niño. Las hermanas me acogieron y sor Agustina fue como una madre para mí. Ella es la razón por la que quiero quedarme en Sidney durante un tiempo. Es mayor y no está muy bien últimamente. Quiero estar cerca, en caso de que me necesite o de que ocurra lo peor.
Paula estaba conmovida. Entonces, ésa era la razón por la que Pedro era un aventurero. Era huérfano y su única familia era aquella hermana Agustina. Era increíblemente tierno que renunciara a todo para estar cerca de ella al final de su vida.
—Oye, ¿podrías invitarme a pasar? —preguntó él—. Aquí fuera hace mucho calor.
Paula dudaba y Pedro esperó con paciencia.
—Si te dejo entrar —dijo ella, con intención—, no quiero que saques ninguna conclusión. Y no quiero que me toques —añadió, amargamente, conociendo su debilidad por aquel hombre.
—Nada de tocar —dijo él, levantando las manos. Pero había un brillo especial en aquellos ojos negros suyos que restaba validez a su supuesto gesto inocente.
—Entra —suspiró Paula—. Haré un poco de café.
—Y yo te convenceré de mis buenas intenciones.
—Tú y yo sabemos que no tienes muy buenas intenciones en lo que se refiera a las señoras.
—Ya veo que voy a tardar un poco en redimirme ante tus ojos.
Paula cerró la puerta y se dio la vuelta para mirarlo.
—¿Por qué te importa si te redimes ante mis ojos o no? ¿O es que no has vuelto para cuidar a Bauti sino para meterte en mi cama?
Pedro la miró pensativo.
—Supongo que podría mentir y decirte que no quiero volver a hacer el amor contigo. O podría decirte la verdad y toda la verdad, pero tampoco creo que me creyeras. Así que, por ahora te diré que no, no he vuelto sólo para acostarme contigo. Realmente quiero ese trabajo. Pero, sí, si compartir la cama contigo cada noche es uno de los beneficios, no voy a decir que no.
La cabeza de Paula daba vueltas ante la idea de tener a Pedro en la cama cada noche.
—Bueno, por lo menos eres honrado —dijo Paula, con un suspiro.
—Claro que soy honrado. ¿Es que no has leído las referencias? —preguntó con una maliciosa sonrisa.
—¿Te importa si pongo a prueba esa honestidad por segunda vez? —rió Paula cáustica.
—Adelante.
—¿La cena de anoche de verdad fue gratis o tuviste que pagar?
Él parecía completamente asombrado.
—¡Qué pregunta más rara! Pues claro que fue gratis. ¿Por qué iba a mentir sobre eso?
—Esta mañana me estaba preguntando si no sería parte del plan.
—¿Qué plan?
—El plan para seducir a la tonta y hambrienta hermana de Gonzalo.
Él se quedó mirándola y después negó con la cabeza. Cuando empezó a acercarse a ella, Linda se apoyó en la pared.
—Has prometido no tocarme —protestó casi sin voz cuando él la tomó por los hombros.
—Esto no es tocar. Es hacerte entrar en razón. Quiero dejar una cosa clara. Yo no vine aquí con ningún plan. Lo que ocurrió anoche, simplemente ocurrió. ¿Está claro?
—Sí —dijo ella.
—No quiero jugar a nada, Paula. Soy demasiado mayor para esos juegos. ¿Me vas a contratar como niñera de Bauti o no? Haré el trabajo a cambio de casa y comida. En qué cama duerma dependerá sólo de ti. Tú eres la que manda.
¿La que mandaba? Casi se rió al oír aquello. No mandaba en absoluto, especialmente con él tan cerca, con sus manos sobre ella. Le había hecho prometer que no la tocaría porque sospechaba que aquello podía ocurrir.
El Niñero: Capítulo 31
Para Paula aquella mañana era interminable, a pesar de que Bauti se estaba portando extrañamente bien. Había estado jugando con los cubitos en el suelo mientras ella miraba las noticias en televisión y después se había echado una pequeña siesta sin la menor queja.
Paula se duchó y se vistió entonces con unos vaqueros y una camisa azul pálido, ancha y cómoda. Se dejó el pelo suelto para que se secara y no se puso nada de maquillaje.
Había dormido muy bien, el poco rato que lo había hecho, pero estaba deprimida y desilusionada.
Había pensado llamar a Gonzalo para pedirle que fuera a su casa y contarle todas sus penas, pero su hermano no entendería que se hubiera acostado con un hombre como Pedro nada más conocerlo. Gonzalo ya pensaba que había sido una locura impulsiva tener a Bautista y no le apetecía que también la llamara tonta e ingenua, aunque tuviera razón.
Además, Gonzalo se enfadaría con Pedro. Quizá incluso se pondría en su papel de hermano mayor y querría pegarle la próxima vez que lo viera y Paula no quería eso. Primero, porque su hermano acabaría en el hospital y segundo, porque Pedro le había advertido cómo iba a ser desde el principio.
Lo que ocurría era que no podía aceptar que Pedro fuera lo que Gonzalo pensaba, con respecto a las mujeres.
Paula tuvo que reconocer que ella realmente era una ingenua en lo que se refería al sexo y a los hombres. Los años pasados con Facundo no le habían enseñado demasiado porque, aunque el sexo no era una prioridad con él, habían vivido tanto tiempo juntos que no había podido mantener otras relaciones, más carnales. No se había dado cuenta de lo importante que era el sexo para otros hombres y lo que estaban dispuestos a hacer para conseguirlo. Parecía que podían interpretar todo tipo de papeles para llevarse a una mujer a la cama. Dirían y harían lo que hiciera falta, dependiendo de la mujer en cuestión.
Ella se había sentido subyugada por Pedro y había creído que era alguien especial, pero, ¿cuál era la verdad detrás de su comportamiento aparentemente generoso? ¿Se habría ofrecido a cortar el césped sólo para conocerla? ¿Habría sido el accidente de Mariana un incidente adecuado para su plan secreto de seducir a la tonta hermana de su compañero de copas, la que tenía un niño sin marido?
Recordando la noche anterior, su ternura hacia ella y hacia Bautista parecían sospechosas. A los hombres no les gustaban tanto los niños. Y, desde luego, no los niños de los demás. Y, luego, aquella consideración, aquel cuidado para con ella, ayudándola a poner la mesa, incluso haciendo que llevaran la cena.
Paula sonrió irónica, recordando cómo se había tragado el anzuelo. Esperaba que, al menos, hubiera valido la pena tanto esfuerzo. Dada la cantidad y la calidad de la comida que había llevado, no podía considerarse a sí misma barata. ¿Cuánto costaría una prostituta? ¿Cincuenta dólares? ¿Cien? La cena de la noche anterior habría costado unos trescientos dólares. Claro, por eso se había quedado para hacerlo una segunda vez, una sola vez hubiera sido demasiado caro.
Pero en cuanto se durmió, él había desaparecido, deslizándose de su cama y de su casa como un canalla. Revitalizada por el enfado, Paula bajó al piso de abajo y empezó a limpiar los platos de la mesa del comedor, intentando no pensar en lo que había ocurrido allí la noche anterior.
Estaba llenando el lavavajillas con rabia, cuando oyó el timbre de la puerta.
Paula suspiró, cansada. No esperaba visita y, desde luego, no le apetecía charlar con nadie. Saliendo de la cocina, cruzó el pasillo y se quedó perpleja cuando abrió la puerta.
—¡Pedro! —exclamó, con el corazón, antes de que su cerebro le ordenara mantener una expresión hermética. Intentó no reflejar nada en los ojos mientras lo miraba, pero estaba tan guapo, afeitado y con el pelo peinado hacia atrás. Se había cambiado y llevaba vaqueros y una camiseta blanca.
—¿Qué estás haciendo aquí? —preguntó fríamente.
—Paula, no te enfades conmigo —dijo él, sonriendo—. Creí que hacía lo que tenía que hacer cuando me marché.
—Seguro que sí —contestó ella—. A los hombres como tú lo mejor es olvidarlos cuanto antes.
—Estás muy enfadada conmigo, ¿Verdad? —preguntó, aún sonriendo.
—¿Y eso te hace gracia?
—En cierto modo.
—¿Por qué?
—Porque significa que te importa.
—¡No me importa! Me importas un rábano. No eres más que un...un...
—Imbécil redomado —terminó él por ella—. Sí, estoy de acuerdo contigo. Debería haberme quedado y quiero pedirte disculpas. ¿Me perdonas?
Paula sintió que su corazón se aceleraba, a pesar de que su sentido común le decía que tuviera cuidado.
—Yo...no lo sé. No debería.
—Sí deberías.
Paula se quedó desconcertada por su seguridad.
—¿Por qué? —demandó saber, cruzándose de brazos
Paula se duchó y se vistió entonces con unos vaqueros y una camisa azul pálido, ancha y cómoda. Se dejó el pelo suelto para que se secara y no se puso nada de maquillaje.
Había dormido muy bien, el poco rato que lo había hecho, pero estaba deprimida y desilusionada.
Había pensado llamar a Gonzalo para pedirle que fuera a su casa y contarle todas sus penas, pero su hermano no entendería que se hubiera acostado con un hombre como Pedro nada más conocerlo. Gonzalo ya pensaba que había sido una locura impulsiva tener a Bautista y no le apetecía que también la llamara tonta e ingenua, aunque tuviera razón.
Además, Gonzalo se enfadaría con Pedro. Quizá incluso se pondría en su papel de hermano mayor y querría pegarle la próxima vez que lo viera y Paula no quería eso. Primero, porque su hermano acabaría en el hospital y segundo, porque Pedro le había advertido cómo iba a ser desde el principio.
Lo que ocurría era que no podía aceptar que Pedro fuera lo que Gonzalo pensaba, con respecto a las mujeres.
Paula tuvo que reconocer que ella realmente era una ingenua en lo que se refería al sexo y a los hombres. Los años pasados con Facundo no le habían enseñado demasiado porque, aunque el sexo no era una prioridad con él, habían vivido tanto tiempo juntos que no había podido mantener otras relaciones, más carnales. No se había dado cuenta de lo importante que era el sexo para otros hombres y lo que estaban dispuestos a hacer para conseguirlo. Parecía que podían interpretar todo tipo de papeles para llevarse a una mujer a la cama. Dirían y harían lo que hiciera falta, dependiendo de la mujer en cuestión.
Ella se había sentido subyugada por Pedro y había creído que era alguien especial, pero, ¿cuál era la verdad detrás de su comportamiento aparentemente generoso? ¿Se habría ofrecido a cortar el césped sólo para conocerla? ¿Habría sido el accidente de Mariana un incidente adecuado para su plan secreto de seducir a la tonta hermana de su compañero de copas, la que tenía un niño sin marido?
Recordando la noche anterior, su ternura hacia ella y hacia Bautista parecían sospechosas. A los hombres no les gustaban tanto los niños. Y, desde luego, no los niños de los demás. Y, luego, aquella consideración, aquel cuidado para con ella, ayudándola a poner la mesa, incluso haciendo que llevaran la cena.
Paula sonrió irónica, recordando cómo se había tragado el anzuelo. Esperaba que, al menos, hubiera valido la pena tanto esfuerzo. Dada la cantidad y la calidad de la comida que había llevado, no podía considerarse a sí misma barata. ¿Cuánto costaría una prostituta? ¿Cincuenta dólares? ¿Cien? La cena de la noche anterior habría costado unos trescientos dólares. Claro, por eso se había quedado para hacerlo una segunda vez, una sola vez hubiera sido demasiado caro.
Pero en cuanto se durmió, él había desaparecido, deslizándose de su cama y de su casa como un canalla. Revitalizada por el enfado, Paula bajó al piso de abajo y empezó a limpiar los platos de la mesa del comedor, intentando no pensar en lo que había ocurrido allí la noche anterior.
Estaba llenando el lavavajillas con rabia, cuando oyó el timbre de la puerta.
Paula suspiró, cansada. No esperaba visita y, desde luego, no le apetecía charlar con nadie. Saliendo de la cocina, cruzó el pasillo y se quedó perpleja cuando abrió la puerta.
—¡Pedro! —exclamó, con el corazón, antes de que su cerebro le ordenara mantener una expresión hermética. Intentó no reflejar nada en los ojos mientras lo miraba, pero estaba tan guapo, afeitado y con el pelo peinado hacia atrás. Se había cambiado y llevaba vaqueros y una camiseta blanca.
—¿Qué estás haciendo aquí? —preguntó fríamente.
—Paula, no te enfades conmigo —dijo él, sonriendo—. Creí que hacía lo que tenía que hacer cuando me marché.
—Seguro que sí —contestó ella—. A los hombres como tú lo mejor es olvidarlos cuanto antes.
—Estás muy enfadada conmigo, ¿Verdad? —preguntó, aún sonriendo.
—¿Y eso te hace gracia?
—En cierto modo.
—¿Por qué?
—Porque significa que te importa.
—¡No me importa! Me importas un rábano. No eres más que un...un...
—Imbécil redomado —terminó él por ella—. Sí, estoy de acuerdo contigo. Debería haberme quedado y quiero pedirte disculpas. ¿Me perdonas?
Paula sintió que su corazón se aceleraba, a pesar de que su sentido común le decía que tuviera cuidado.
—Yo...no lo sé. No debería.
—Sí deberías.
Paula se quedó desconcertada por su seguridad.
—¿Por qué? —demandó saber, cruzándose de brazos
El Niñero: Capítulo 30
hasta entonces era querido para él y que hacía que la vida fuera soportable.
Su estómago se contrajo, con disgusto. Lo que había pensado que era una reacción lógica, incluso un testimonio de amor a Vanesa y a su hija, se había convertido al final en cobardía. Había sentido miedo de enamorarse de nuevo, miedo de volver a arriesgarse a resultar herido por segunda vez. ¿Hasta qué punto?, se preguntó a sí mismo. ¿Realmente quería convertirse en un viejo solitario y miserable? La noche anterior le había enseñado que aún seguía queriendo lo que había querido una vez. Había sentido un estremecimiento cuando tuvo a Bauti en los brazos y había sentido lo mismo cuando le había hecho el amor a Paula.
Aunque quisiera decirse a sí mismo que no era más que sexo, sabía que se estaba mintiendo a sí mismo. Había experimentado el placer infinidad de veces, pero aquello era mucho más. Un deseo de que ella sintiera placer más que sentirlo él mismo. Una ternura mezclada con la pasión. Lo que había estado llamando caballerosidad, era en realidad el principio del amor.
Se había estado enamorando de ella desde el principio. ¿Podría hacer que ella lo amara después de lo que había hecho? ¿Volvería a confiar en él? Quizá al marcharse había quemado sus puentes.
Pedro se sintió sorprendido por el pánico que sintió ante aquella posibilidad. Eso le mostraba que estaba emocionalmente comprometido con aquella mujer.
—¿Pedro? ¿Pedro, qué te pasa?
Pedro tomó a sor Agustina por los hombros, con el corazón latiéndole con fuerza, mientras tomaba una decisión que creía que no volvería a tomar nunca más.
—Sólo cosas buenas, Agus —dijo firmemente—. Sólo cosas buenas.
—¿Cosas buenas?
—Sí. Y hablando de cosas buenas, ¿no podrías conseguirme algo de desayuno? Tengo un día muy complicado por delante y voy a necesitar toda la energía posible.
—Pedro, dime qué te pasa, por favor.
—Lo haré, Agus. Lo haré durante el desayuno. Hasta entonces, tengo que afeitarme y lavar un par de cosas. Por cierto, ¿qué has hecho con toda mi ropa? Sé que tenía un par de trajes.
—¡Ay, hijo! Se los dí a la parroquia de San Vicente de Paul hace un mes. No te los habías puesto en años y pensé que...
—No pasa nada —interrumpió Pedro—. Seguramente ya no me valdrían. Iré a comprarme ropa nueva. A lo mejor, hasta me compro un coche.
—Pedro, si no me dices ahora mismo lo que te pasa, te prometo que no habrá desayuno.
Pedro sonrió.
—¿Chantaje, Agus? —bromeo—. ¿Adonde va a llegar el mundo?
Sor Agustina se había cruzado de brazos y golpeaba el suelo con el pie. Pedro se acercó y la besó en la mejilla.
—Me rindo. Confesaré.
—Espero que no vayas a decirme algo que no quiera oír.
Él sonrió. Se iba a llevar una sorpresa.
—La verdad, Agus, es que he conocido a una mujer. Una mujer estupenda.
—¡Oh, Pedro! —exclamó ella, con los ojos brillantes.
—Pero eso no es todo.
—¿No?
—Tiene un hijo de menos de un año. Su padre murió en un accidente.
Sor Agustina abrió los ojos desmesuradamente. Pedro podía ver la esperanza y la sorpresa en su rostro.
—Creo que...—dijo, intentando que su voz sonara normal— yo podría ser un buen padre para ese niño. Y sé que podría ser un buen marido para ella. Se llama Paula, por cierto. Y el niño se llama Bautista.
—Oh, Pedro...—dijo ella, con lágrimas en los ojos.
Pedro sintió que las lágrimas también afloraban a sus ojos.
—Necesito tu ayuda, Agus. He metido la pata con Paula esta mañana y voy a tener que hacer algo para recuperar su confianza, por no decir su amor.
—Cualquier cosa, Pedro.
—Sólo quiero que me apoyes. Y no pierdas la fe en mí.
—Nunca he perdido la fe en tí, mi querido niño —dijo ella, las lágrimas rodando por sus mejillas—. Nunca.
—Lo sé —susurró él, abrazándola—. Lo sé.
Su estómago se contrajo, con disgusto. Lo que había pensado que era una reacción lógica, incluso un testimonio de amor a Vanesa y a su hija, se había convertido al final en cobardía. Había sentido miedo de enamorarse de nuevo, miedo de volver a arriesgarse a resultar herido por segunda vez. ¿Hasta qué punto?, se preguntó a sí mismo. ¿Realmente quería convertirse en un viejo solitario y miserable? La noche anterior le había enseñado que aún seguía queriendo lo que había querido una vez. Había sentido un estremecimiento cuando tuvo a Bauti en los brazos y había sentido lo mismo cuando le había hecho el amor a Paula.
Aunque quisiera decirse a sí mismo que no era más que sexo, sabía que se estaba mintiendo a sí mismo. Había experimentado el placer infinidad de veces, pero aquello era mucho más. Un deseo de que ella sintiera placer más que sentirlo él mismo. Una ternura mezclada con la pasión. Lo que había estado llamando caballerosidad, era en realidad el principio del amor.
Se había estado enamorando de ella desde el principio. ¿Podría hacer que ella lo amara después de lo que había hecho? ¿Volvería a confiar en él? Quizá al marcharse había quemado sus puentes.
Pedro se sintió sorprendido por el pánico que sintió ante aquella posibilidad. Eso le mostraba que estaba emocionalmente comprometido con aquella mujer.
—¿Pedro? ¿Pedro, qué te pasa?
Pedro tomó a sor Agustina por los hombros, con el corazón latiéndole con fuerza, mientras tomaba una decisión que creía que no volvería a tomar nunca más.
—Sólo cosas buenas, Agus —dijo firmemente—. Sólo cosas buenas.
—¿Cosas buenas?
—Sí. Y hablando de cosas buenas, ¿no podrías conseguirme algo de desayuno? Tengo un día muy complicado por delante y voy a necesitar toda la energía posible.
—Pedro, dime qué te pasa, por favor.
—Lo haré, Agus. Lo haré durante el desayuno. Hasta entonces, tengo que afeitarme y lavar un par de cosas. Por cierto, ¿qué has hecho con toda mi ropa? Sé que tenía un par de trajes.
—¡Ay, hijo! Se los dí a la parroquia de San Vicente de Paul hace un mes. No te los habías puesto en años y pensé que...
—No pasa nada —interrumpió Pedro—. Seguramente ya no me valdrían. Iré a comprarme ropa nueva. A lo mejor, hasta me compro un coche.
—Pedro, si no me dices ahora mismo lo que te pasa, te prometo que no habrá desayuno.
Pedro sonrió.
—¿Chantaje, Agus? —bromeo—. ¿Adonde va a llegar el mundo?
Sor Agustina se había cruzado de brazos y golpeaba el suelo con el pie. Pedro se acercó y la besó en la mejilla.
—Me rindo. Confesaré.
—Espero que no vayas a decirme algo que no quiera oír.
Él sonrió. Se iba a llevar una sorpresa.
—La verdad, Agus, es que he conocido a una mujer. Una mujer estupenda.
—¡Oh, Pedro! —exclamó ella, con los ojos brillantes.
—Pero eso no es todo.
—¿No?
—Tiene un hijo de menos de un año. Su padre murió en un accidente.
Sor Agustina abrió los ojos desmesuradamente. Pedro podía ver la esperanza y la sorpresa en su rostro.
—Creo que...—dijo, intentando que su voz sonara normal— yo podría ser un buen padre para ese niño. Y sé que podría ser un buen marido para ella. Se llama Paula, por cierto. Y el niño se llama Bautista.
—Oh, Pedro...—dijo ella, con lágrimas en los ojos.
Pedro sintió que las lágrimas también afloraban a sus ojos.
—Necesito tu ayuda, Agus. He metido la pata con Paula esta mañana y voy a tener que hacer algo para recuperar su confianza, por no decir su amor.
—Cualquier cosa, Pedro.
—Sólo quiero que me apoyes. Y no pierdas la fe en mí.
—Nunca he perdido la fe en tí, mi querido niño —dijo ella, las lágrimas rodando por sus mejillas—. Nunca.
—Lo sé —susurró él, abrazándola—. Lo sé.
El Niñero: Capítulo 29
—Algo debe estar preocupándote mucho para que tú no puedas dormir —dijo ella—. De niño eras un pequeño demonio durante el día, pero en cuanto ponías la cabecita en la almohada por la noche, no te despertaba nada hasta el día siguiente.
Él seguía sin decir nada. Aquello le había hecho recordar algo.
—Por una vez en tu vida, Pedro—dijo la hermana exasperada—, cuéntame qué te pasa.
—¿Qué? —preguntó Pedro, mirándola y aquel pensamiento se evaporó—. De eso nada, Agus—dijo él riendo—. Eres mi chica favorita y te quiero mucho, pero no voy a dejar que me convenzas de que me confiese. Si quisiera hacerlo, llamaría a un cura.
—Bueno, los dos sabemos que no vas a hacerlo. Pero la palabra confesar sugiere que te sientes culpable de algo. A lo mejor te vendría bien quitártelo de la conciencia y, ¿quién sabe? Quizá yo pueda ayudarte con algún consejo. Puede que sólo sea una vieja monja tonta, pero después de casi ochenta años conozco un poco la vida.
Pedro negó con la cabeza.
—¿Qué voy a hacer contigo? Vengo aquí sólo para visitarte y ver cómo estás de salud y ya me estás aplicando el tercer grado.
—¿Cómo que para ver cómo estoy de salud? Estoy perfectamente.
—No, no lo estás. Has tenido neumonía el invierno pasado y ni siquiera escribiste para contármelo.
—¿Y entonces cómo lo sabes? —preguntó ella indignada.
—Tengo mis métodos —sonrió él.
—Entonces creo que tendré unas palabras con sor Angélica—dijo ella, irritada.
Pedro le puso las manos en los hombros y la miró a la cara. Tenía los ojos brillantes, probablemente de enfado, pero estaba pálida y parecía cansada. Y estaba encogiendo, apenas le llegaba a los hombros. Ella, que había sido una mujer tan alta y tan fuerte. No podía seguir engañándose, sor Agustina se estaba haciendo vieja.
—Prométeme que vas a cuidarte —dijo él suavemente—. No quiero perderte.
—Pero lo harás algún día, Pedro—dijo ella—. La muerte es inevitable. Y cuando estás cerca de los ochenta, está a la vuelta de la esquina.
—¡No digas eso! —exclamó él, apartándose de ella y dirigiéndose a la única ventana que alegraba las blancas paredes. Pero no encontró ninguna paz en mirar el jardín.
—¡Debo hacerlo! —insistió ella—. ¡Debo hacer que te des cuenta!
—¿Cuenta de qué? —preguntó él, dándose la vuelta, con el corazón acelerado.
—De que ha llegado el momento en que debes dejar de esconderte de la vida.
Pedro intentó no enfadarse. Sabía que ella lo hacía todo por su bien. Pero sabía que no lo entendía. Nadie lo hacía.
—No me escondo de la vida —discutió él—. Yo la vivo mucho más que la mayoría de la gente.
—¿Cómo? ¿Marchándote de todas partes antes de poder echar raíces? ¿O durmiendo con una mujer diferente cada mes? ¡Qué orgulloso debes estar de ello!
Él lanzó una mirada de advertencia, pero ella lo ignoró, dándose la vuelta y dirigiéndose hacia la puerta. La oyó respirar hondo antes de darse la vuelta de nuevo. Tenía una de esas expresiones severas, que siempre precedía a un sermón.
—Sigue viviendo como lo haces, Pedro y un día te encontrarás siendo un viejo solitario sin nadie que te quiera y nadie a quién querer. He intentado entender tu vida de los últimos diez años porque sabía lo destrozado que estabas por la muerte de Vanesa y Juana, pero Pedro, ¿de verdad crees que Vanesa hubiera querido que nunca más volvieras a amar a una mujer o que no tuvieras ningún otro hijo?
—Por favor, déjalo.
—No, no voy a dejarlo. Esta vez, no. Ha llegado el momento de que seas tú quien lo deje. Deja de huir y deja de sentirte culpable. Se ha convertido en algo egoísta y al final será auto destructivo. Y tú no eres un hombre egoísta. Tienes más capacidad de amor y cariño que la mayoría de los hombres. Estás hecho para ser un marido y un padre, Pedro. ¡Y uno de los más grandes artistas del mundo! Y. sin embargo, vives como si fueras un vagabundo sin hogar y sin corazón. Tienes que cambiar, Pedro, antes de que sea demasiado tarde.
Cuando dijo todo lo que tenía que decir, toda la frustración y la rabia parecieron desaparecer de su semblante. Sus frágiles hombros cayeron y lo miró con ojos tristes y compasivos.
—Siento haberte hablado así, Pedro, pero alguien tenía que hacerlo. ¿Y quién mejor que yo?
Pedro se sentía conmovido por su cariño. Pero sus palabras casi brutales le habían hecho daño. ¿Tendría razón? ¿Se habría convertido en un bastardo egoísta? Lo que más le molestaba era lo que había dicho sobre Vanesa. Nunca había pensado en lo que Vanesa hubiera esperado de él. Pero sospechaba que sor Agustina tenía razón. Si Vanesa hubiera estado allí en aquel momento le habría mirado con reproche. Siempre se había sentido orgullosa de él. ¿Cómo podría estarlo del hombre que era en aquel momento? No estaba siendo sincero consigo mismo. Estaba viviendo una mentira, no sólo por haber abandonado su talento, sino por su estilo de vida.
El niño que había crecido sin padres ni familiares siempre había deseado una familia más que ninguna otra cosa en el mundo y aquella necesidad hizo que se casara muy pronto. A los veinte años y con Vanesa embarazada. Estaban pensando en tener otro niño antes de que ocurriera el accidente.
Él seguía sin decir nada. Aquello le había hecho recordar algo.
—Por una vez en tu vida, Pedro—dijo la hermana exasperada—, cuéntame qué te pasa.
—¿Qué? —preguntó Pedro, mirándola y aquel pensamiento se evaporó—. De eso nada, Agus—dijo él riendo—. Eres mi chica favorita y te quiero mucho, pero no voy a dejar que me convenzas de que me confiese. Si quisiera hacerlo, llamaría a un cura.
—Bueno, los dos sabemos que no vas a hacerlo. Pero la palabra confesar sugiere que te sientes culpable de algo. A lo mejor te vendría bien quitártelo de la conciencia y, ¿quién sabe? Quizá yo pueda ayudarte con algún consejo. Puede que sólo sea una vieja monja tonta, pero después de casi ochenta años conozco un poco la vida.
Pedro negó con la cabeza.
—¿Qué voy a hacer contigo? Vengo aquí sólo para visitarte y ver cómo estás de salud y ya me estás aplicando el tercer grado.
—¿Cómo que para ver cómo estoy de salud? Estoy perfectamente.
—No, no lo estás. Has tenido neumonía el invierno pasado y ni siquiera escribiste para contármelo.
—¿Y entonces cómo lo sabes? —preguntó ella indignada.
—Tengo mis métodos —sonrió él.
—Entonces creo que tendré unas palabras con sor Angélica—dijo ella, irritada.
Pedro le puso las manos en los hombros y la miró a la cara. Tenía los ojos brillantes, probablemente de enfado, pero estaba pálida y parecía cansada. Y estaba encogiendo, apenas le llegaba a los hombros. Ella, que había sido una mujer tan alta y tan fuerte. No podía seguir engañándose, sor Agustina se estaba haciendo vieja.
—Prométeme que vas a cuidarte —dijo él suavemente—. No quiero perderte.
—Pero lo harás algún día, Pedro—dijo ella—. La muerte es inevitable. Y cuando estás cerca de los ochenta, está a la vuelta de la esquina.
—¡No digas eso! —exclamó él, apartándose de ella y dirigiéndose a la única ventana que alegraba las blancas paredes. Pero no encontró ninguna paz en mirar el jardín.
—¡Debo hacerlo! —insistió ella—. ¡Debo hacer que te des cuenta!
—¿Cuenta de qué? —preguntó él, dándose la vuelta, con el corazón acelerado.
—De que ha llegado el momento en que debes dejar de esconderte de la vida.
Pedro intentó no enfadarse. Sabía que ella lo hacía todo por su bien. Pero sabía que no lo entendía. Nadie lo hacía.
—No me escondo de la vida —discutió él—. Yo la vivo mucho más que la mayoría de la gente.
—¿Cómo? ¿Marchándote de todas partes antes de poder echar raíces? ¿O durmiendo con una mujer diferente cada mes? ¡Qué orgulloso debes estar de ello!
Él lanzó una mirada de advertencia, pero ella lo ignoró, dándose la vuelta y dirigiéndose hacia la puerta. La oyó respirar hondo antes de darse la vuelta de nuevo. Tenía una de esas expresiones severas, que siempre precedía a un sermón.
—Sigue viviendo como lo haces, Pedro y un día te encontrarás siendo un viejo solitario sin nadie que te quiera y nadie a quién querer. He intentado entender tu vida de los últimos diez años porque sabía lo destrozado que estabas por la muerte de Vanesa y Juana, pero Pedro, ¿de verdad crees que Vanesa hubiera querido que nunca más volvieras a amar a una mujer o que no tuvieras ningún otro hijo?
—Por favor, déjalo.
—No, no voy a dejarlo. Esta vez, no. Ha llegado el momento de que seas tú quien lo deje. Deja de huir y deja de sentirte culpable. Se ha convertido en algo egoísta y al final será auto destructivo. Y tú no eres un hombre egoísta. Tienes más capacidad de amor y cariño que la mayoría de los hombres. Estás hecho para ser un marido y un padre, Pedro. ¡Y uno de los más grandes artistas del mundo! Y. sin embargo, vives como si fueras un vagabundo sin hogar y sin corazón. Tienes que cambiar, Pedro, antes de que sea demasiado tarde.
Cuando dijo todo lo que tenía que decir, toda la frustración y la rabia parecieron desaparecer de su semblante. Sus frágiles hombros cayeron y lo miró con ojos tristes y compasivos.
—Siento haberte hablado así, Pedro, pero alguien tenía que hacerlo. ¿Y quién mejor que yo?
Pedro se sentía conmovido por su cariño. Pero sus palabras casi brutales le habían hecho daño. ¿Tendría razón? ¿Se habría convertido en un bastardo egoísta? Lo que más le molestaba era lo que había dicho sobre Vanesa. Nunca había pensado en lo que Vanesa hubiera esperado de él. Pero sospechaba que sor Agustina tenía razón. Si Vanesa hubiera estado allí en aquel momento le habría mirado con reproche. Siempre se había sentido orgullosa de él. ¿Cómo podría estarlo del hombre que era en aquel momento? No estaba siendo sincero consigo mismo. Estaba viviendo una mentira, no sólo por haber abandonado su talento, sino por su estilo de vida.
El niño que había crecido sin padres ni familiares siempre había deseado una familia más que ninguna otra cosa en el mundo y aquella necesidad hizo que se casara muy pronto. A los veinte años y con Vanesa embarazada. Estaban pensando en tener otro niño antes de que ocurriera el accidente.
martes, 26 de julio de 2016
El Niñero: Capítulo 28
Pedro entró en el convento poco después de las siete. Estacionó su Harley detrás del edificio de ladrillos, cerca del ala que solía ser el noviciado, pero que en esos momentos servía como edificio para huéspedes. La Orden no había tenido novicias en muchos años y el número de monjas había descendido de forma drástica por falta de vocación.
Pedro entendía perfectamente por qué las jóvenes de hoy en día no querían hacerse monjas. Pero era una pena. Podría ser una buena forma de vivir para determinadas personalidades, aunque tenía que reconocer que había habido monjas que debieran haber elegido la carrera de guardias de prisión.
Aún así, apreciaba mucho a las monjas de allí y sobre todo a sor Agustina. Era lo más parecido a una madre que había conocido nunca y, aunque odiaba tener que admitirlo, Pedro sabía que le dolería mucho cuando muriera. La posibilidad de perder a la persona que más quería en el mundo era algo en lo que no había pensado. Sor Agustina siempre le había parecido invencible.
Pero últimamente no se encontraba muy bien. Esa era una de las razones por las que había vuelto a Sidney; una de las hermanas le había enviado una carta diciéndole que sor Agustina se sentiría mucho mejor si pudiera ver a su chico favorito.
Pedro recorrió el patio de tierra y subió las escaleras hasta el claustro que rodeaba el patio. Todo estaba en silencio. A esa hora, las hermanas seguirían en la capilla en misa de seis.
Pedro no había vuelto a ir a misa desde hacía muchos años y no pensaba empezar aquella mañana. Tenía un contencioso con Dios y aún no estaba preparado para solucionarlo. Se quedó parado frente a la última puerta del pasillo, se quitó la mochila y sacó sus llaves. Durante unos segundos, miró la pequeña linterna que le había prestado a Paula la noche anterior.
Había hecho lo que tenía que hacer, se decía a sí mismo. Lo único que podía hacer.
Hizo una mueca, recordando cómo se había aferrado a él la última vez que habían hecho el amor, cómo le había pedido que se quedara. Pedro sospechaba que si se hubiera quedado allí hasta la mañana siguiente, ella habría intentado todos los trucos para que se quedara más tiempo y una noche se hubieran vuelto dos, probablemente tres. Él mismo había deseado quedarse. Tanto, que le había dado miedo.
Marcharse sin decir una palabra le había hecho sentir como un canalla, pero quedarse hubiera sido peor. Le hubiera dado falsas esperanzas. Tal y como era, ya había estado en peligro de que la situación se le escapara de las manos.
Había sabido desde el principio que Paula se encontraba en un estado muy vulnerable, que podía sentirse emocionalmente comprometida con él si dormían juntos. Las mujeres eran así. Y, maldita fuera, él no había podido resistirse.
Con un poco de suerte, cuando se despertara, lo odiaría por ser tan cobarde, por usarla y después desaparecer sin tener la decencia de mirarla a la cara a la mañana siguiente, o la educación de decirle adiós.
Ella debería seguir con su vida y encontrar a algún hombre decente y formal que le diera todo lo que ella necesitaba, no sólo sexo. Era una mujer preciosa. Preciosa, inteligente y sexy. Algún tipo con suerte se casaría con ella y sería el padrastro de Bautista.
Pedro frunció el ceño ante aquel último pensamiento.
¿Quién, por ejemplo?, se preguntó a sí mismo mientras abría la puerta de la celda. La mayoría de los hombres no se casarían con una mujer que ya tenía un hijo de otro hombre. Hacían el amor con ellas, sacaban de ellas lo que querían y al final se iban, buscando algo menos complicado. Si se casaban con ellas era sólo por su dinero. Tales hombres no se preocupaban nunca de los hijos. Normalmente los ignoraban o los maltrataban.
Pedro cerró la puerta de una patada y tiró la mochila en una esquina, antes de sentarse al borde de la estrecha cama y ponerse la cabeza entre las manos. La idea de que alguien tratara a Paula o a Bautista de aquella manera lo llenaba de horror. Le había empezado a doler la cabeza y casi no podía pensar. Allí estaba él, pensando que marcharse era lo que tenía que hacer, lo más noble y, sin embargo, la realidad era que sólo había hecho que las cosas fueran peores para ella. Le había dado a probar lo que podría ser su destrucción.
Pero era el futuro de Bautista lo que le hacía más daño. El pobre niño no tenía ninguna posibilidad sin padre, con una madre que tenía que pasar la mayor parte del día en el trabajo y con un tío que no valía para nada. De repente, le vino un pensamiento a la cabeza. ¿Dónde estaban los abuelos de Bautista? No los padres de Paula porque sabían que éstos habían muerto, sino los padres de Facundo. Quizá uno de ellos o los dos estuvieran vivos. ¿Es que no les importaba su nieto? ¿Por qué no estaban ayudando a Paula? ¿Por qué tenía que estar sola todo el tiempo?
Todas esas preguntas daban vueltas en la cabeza de Pedro. Se levantó y empezó a pasear por la habitación, frustrado. Aún seguía paseando, cuando la puerta se abrió de golpe y apareció sor Agustina, mirándolo con arrobo.
—¡Pedro! —exclamó con cara de felicidad, corriendo para abrazarlo—. Me pareció oír esa ruidosa moto tuya cuando estábamos en misa. He venido corriendo en cuanto ha terminado.
Se apartó para mirarlo a la cara.
—¿Qué pasó ayer? Sólo me dijiste que habías tenido un problema en la carretera y empecé a preocuparme cuando no viniste a dormir. ¿Te encuentras bien? —de repente, pareció darse cuenta de su agitación interior y lo observó con más detenimiento—. ¿Pedro? ¿Qué te pasa?
Pedro suspiró. Nunca había podido ocultarle nada a sor Agustina. Parecía tener una antena secreta en lo que se refería a él.
—Estoy un poco cansado, nada más. No dormí mucho anoche.
Se dió la vuelta y se inclinó para tomar la mochila. Cualquier cosa para que aquellos ojos escrutadores no descubrieran su sentimiento de culpa.
Pedro entendía perfectamente por qué las jóvenes de hoy en día no querían hacerse monjas. Pero era una pena. Podría ser una buena forma de vivir para determinadas personalidades, aunque tenía que reconocer que había habido monjas que debieran haber elegido la carrera de guardias de prisión.
Aún así, apreciaba mucho a las monjas de allí y sobre todo a sor Agustina. Era lo más parecido a una madre que había conocido nunca y, aunque odiaba tener que admitirlo, Pedro sabía que le dolería mucho cuando muriera. La posibilidad de perder a la persona que más quería en el mundo era algo en lo que no había pensado. Sor Agustina siempre le había parecido invencible.
Pero últimamente no se encontraba muy bien. Esa era una de las razones por las que había vuelto a Sidney; una de las hermanas le había enviado una carta diciéndole que sor Agustina se sentiría mucho mejor si pudiera ver a su chico favorito.
Pedro recorrió el patio de tierra y subió las escaleras hasta el claustro que rodeaba el patio. Todo estaba en silencio. A esa hora, las hermanas seguirían en la capilla en misa de seis.
Pedro no había vuelto a ir a misa desde hacía muchos años y no pensaba empezar aquella mañana. Tenía un contencioso con Dios y aún no estaba preparado para solucionarlo. Se quedó parado frente a la última puerta del pasillo, se quitó la mochila y sacó sus llaves. Durante unos segundos, miró la pequeña linterna que le había prestado a Paula la noche anterior.
Había hecho lo que tenía que hacer, se decía a sí mismo. Lo único que podía hacer.
Hizo una mueca, recordando cómo se había aferrado a él la última vez que habían hecho el amor, cómo le había pedido que se quedara. Pedro sospechaba que si se hubiera quedado allí hasta la mañana siguiente, ella habría intentado todos los trucos para que se quedara más tiempo y una noche se hubieran vuelto dos, probablemente tres. Él mismo había deseado quedarse. Tanto, que le había dado miedo.
Marcharse sin decir una palabra le había hecho sentir como un canalla, pero quedarse hubiera sido peor. Le hubiera dado falsas esperanzas. Tal y como era, ya había estado en peligro de que la situación se le escapara de las manos.
Había sabido desde el principio que Paula se encontraba en un estado muy vulnerable, que podía sentirse emocionalmente comprometida con él si dormían juntos. Las mujeres eran así. Y, maldita fuera, él no había podido resistirse.
Con un poco de suerte, cuando se despertara, lo odiaría por ser tan cobarde, por usarla y después desaparecer sin tener la decencia de mirarla a la cara a la mañana siguiente, o la educación de decirle adiós.
Ella debería seguir con su vida y encontrar a algún hombre decente y formal que le diera todo lo que ella necesitaba, no sólo sexo. Era una mujer preciosa. Preciosa, inteligente y sexy. Algún tipo con suerte se casaría con ella y sería el padrastro de Bautista.
Pedro frunció el ceño ante aquel último pensamiento.
¿Quién, por ejemplo?, se preguntó a sí mismo mientras abría la puerta de la celda. La mayoría de los hombres no se casarían con una mujer que ya tenía un hijo de otro hombre. Hacían el amor con ellas, sacaban de ellas lo que querían y al final se iban, buscando algo menos complicado. Si se casaban con ellas era sólo por su dinero. Tales hombres no se preocupaban nunca de los hijos. Normalmente los ignoraban o los maltrataban.
Pedro cerró la puerta de una patada y tiró la mochila en una esquina, antes de sentarse al borde de la estrecha cama y ponerse la cabeza entre las manos. La idea de que alguien tratara a Paula o a Bautista de aquella manera lo llenaba de horror. Le había empezado a doler la cabeza y casi no podía pensar. Allí estaba él, pensando que marcharse era lo que tenía que hacer, lo más noble y, sin embargo, la realidad era que sólo había hecho que las cosas fueran peores para ella. Le había dado a probar lo que podría ser su destrucción.
Pero era el futuro de Bautista lo que le hacía más daño. El pobre niño no tenía ninguna posibilidad sin padre, con una madre que tenía que pasar la mayor parte del día en el trabajo y con un tío que no valía para nada. De repente, le vino un pensamiento a la cabeza. ¿Dónde estaban los abuelos de Bautista? No los padres de Paula porque sabían que éstos habían muerto, sino los padres de Facundo. Quizá uno de ellos o los dos estuvieran vivos. ¿Es que no les importaba su nieto? ¿Por qué no estaban ayudando a Paula? ¿Por qué tenía que estar sola todo el tiempo?
Todas esas preguntas daban vueltas en la cabeza de Pedro. Se levantó y empezó a pasear por la habitación, frustrado. Aún seguía paseando, cuando la puerta se abrió de golpe y apareció sor Agustina, mirándolo con arrobo.
—¡Pedro! —exclamó con cara de felicidad, corriendo para abrazarlo—. Me pareció oír esa ruidosa moto tuya cuando estábamos en misa. He venido corriendo en cuanto ha terminado.
Se apartó para mirarlo a la cara.
—¿Qué pasó ayer? Sólo me dijiste que habías tenido un problema en la carretera y empecé a preocuparme cuando no viniste a dormir. ¿Te encuentras bien? —de repente, pareció darse cuenta de su agitación interior y lo observó con más detenimiento—. ¿Pedro? ¿Qué te pasa?
Pedro suspiró. Nunca había podido ocultarle nada a sor Agustina. Parecía tener una antena secreta en lo que se refería a él.
—Estoy un poco cansado, nada más. No dormí mucho anoche.
Se dió la vuelta y se inclinó para tomar la mochila. Cualquier cosa para que aquellos ojos escrutadores no descubrieran su sentimiento de culpa.
El Niñero: Capítulo 27
La repentina sonrisa de Pedro hizo que se sintiera un poco mejor.
—No te preocupes —dijo él—. Muchas mujeres no saben ponerlo. No como hay que hacerlo, desde luego. Trae, dámelo y yo lo haré cuando haga falta. Mientras tanto, pon tu cabeza en mi pecho. Después veré si podemos hacerlo por segunda vez.
—¿Segunda?
—Bueno, segunda para mí. Para tí, tercera.
Paula empezó a reírse e hizo lo que él le había pedido, apoyar la cabeza en su pecho y abrazarlo por la cintura, con la pierna derecha levantada, apoyada sobre el poderoso muslo de él. Se sentía un poco incómoda, así que dobló la pierna para levantarla un poco más y, sin querer, rozó su rodilla contra la base de su sexo.
—Sí —gimió él—. Hazlo otra vez.
—¿Qué?
—Con la rodilla. Acaríciame.
Paula hizo lo que él le pedía y él volvió a gemir.
—Eso me gusta. Ahora, hazlo con la mano. Con suavidad, pero con firmeza. Oh, sí, así, así —su gemido sonaba torturado—. No te pares. Sigue haciéndolo.
Ella no tenía ninguna intención de parar. Estaba demasiado excitada. Una excitación que recorría su cuerpo, alejando cualquier sentimiento de culpa o revulsión.
Pero pronto, hacerlo sólo con la mano no fue suficiente. Quería hacer lo que él había hecho con ella, quería darle toda la satisfacción de que fuera capaz. Acercó su boca a su pecho y empezó a deslizar los labios suavemente desde allí. Él encogió el estómago cuando sus labios lo rozaron, tensando los músculos de su vientre.
—No tienes que hacerlo si no quieres —dijo él con voz ronca—. No esperaba que....¡oh, Paula! —gimió él cuando los labios de ella lo rozaron.
Usando el recuerdo de lo que a ella la había vuelto loca, Paula estuvo jugando unos minutos alrededor, torturándolo con los labios y la lengua. Cuando volvió a tomarlo entre sus labios, sintió que el cuerpo de él temblaba.
—¡No lo hagas!
Pedro de repente tomó a Linda por los hombros y apartó su cabeza.
—¿Por qué me has parado? —preguntó con voz temblorosa—. Yo quería hacerlo y tú querías que lo hiciera. Sé que querías —dijo, casi con lágrimas en los ojos.
Él tomó su cara entre las manos, con dedos firmes, pero temblorosos.
—Sí, claro que quería —dijo él roncamente, aún respirando con dificultad—. Pero no llevaba protección y creí que... No pensaba que llegarías hasta el final y estaba preocupado por si no querías. Sólo estaba pensando en tí, Paula—terminó él con un suspiro, apartando las manos de su cara y cayendo de nuevo sobre la almohada.
—Estabas pensando en mí —repitió ella, conmovida por su sensibilidad y su altruismo. No podía imaginar que muchos hombres hubieran parado en aquel momento. Pero Pedro lo había hecho.
Se inclinó sobre él para apartar el pelo de su cara y lo besó suavemente en los labios.
—Es muy bonito —murmuró sobre sus labios—. Pero hace un momento, yo hubiera llegado al infierno si hiciera falta por tí. ¿Es que no te habías dado cuenta?
—Cielo —dijo él, burlón—, tú me has llevado al infierno y me has traído de vuelta.
—¿De verdad? ¿Lo estaba haciendo bien? —preguntó ella, sonrojándose.
—No te hagas la tonta. Sabes muy bien que es así. Un poco tarde para portarse como una quinceañera, ¿No te parece?
—Sí, supongo que sí.
—En ese caso, ¿te gustaría intentar ponerme la protección ahora? Es una habilidad que todas las mujeres deberían conocer. El sexo seguro está a la orden del día, Paula y no todos los hombres con los que te acuestes en el futuro van a pensar en tu seguridad.
—Pero yo...—iba a decir algo, pero no lo hizo.
Le hubiera gustado decir: «Pero si yo no quiero acostarme con otros hombres. El único hombre con el que quiero acostarme eres tú».
—¿Crees que...podría mirarte sólo una vez más?
Él suspiró y tomó otro preservativo.
Ver cómo lo hacía enviaba dardos del más primitivo deseo por su cuerpo.
Comprensibles, quizá, considerando que él seguía asombrosamente excitado. Sería difícil para cualquier mujer mirar a un hombre como Pedro, en la cumbre de su poder y su virilidad y no sentir la llamada de la naturaleza.
Se encontró a sí misma alargando la mano y siguiendo los movimientos de sus expertos dedos con los suyos, excitada al sentir su piel apretada contra aquel guante de seda, que temblaba a su contacto como un animal cautivo contra su voluntad.
—No, eso no —dijo él—. Ya me has atormentado suficiente.
Él le dio la vuelta y la penetró con una fuerte embestida. Paula gimió cuando él apretó su boca contra la suya. Su primitivo salvajismo evocaba el mismo en ella. Levantó las piernas para enlazarlas sobre su cintura, urgiéndolo en un ritmo más fuerte y poderoso, arañando su espalda. Su clímax llegó casi inmediatamente, y gritó por la intensidad de los espasmos. Pero Pedro también llegó al clímax y al sentir que los dos cuerpos juntos temblaban al unísono, una ola de emoción llevó lágrimas a sus ojos.
Cuando terminaron y Pedro fue a apartarse de ella, Paula se colgó de él con todas sus fuerzas, manteniéndolo aprisionado con sus piernas y enterrando su cara en su pecho.
—No, no te vayas —dijo apenas sin voz—. Quédate conmigo, quédate conmigo...
Y él lo hizo, apretándola fuerte hasta que los dos fueron cayendo lentamente en el oscuro pozo del sueño.
Cuando ella se despertó, varias horas más tarde, el otro lado de la cama estaba vacío y la casa en silencio.
Asustada, lo llamó, pero no hubo respuesta. Saltó de la cama y corrió, desnuda, por la casa. Buscó en todas partes, incluso en el saloncito de música. Pero no estaba en ninguna parte, no había ninguna nota. Su moto no estaba. Pedro no estaba.
—¡No! —gritó, buscando por todas partes. En el garaje, en el jardín.
Volvió dentro corriendo, sintiéndose enferma y desesperada. Intentó usar la lógica y decirse a sí misma que era lo que esperaba. El hombre la había advertido. Él no se enamoraba. Y nunca se quedaba en ningún sitio.
Pero nada podía detener sus lágrimas. Se abrazó a sí misma cuando empezó a temblar sin control. No sabía si era por el frío o por el llanto. Sólo deseaba que volviera a su vida y a su cama.
—¡Oh, Pedro! —sollozó y cayó al suelo al final de la escalera.
Entonces Bautista se despertó y empezó a llorar.
—No te preocupes —dijo él—. Muchas mujeres no saben ponerlo. No como hay que hacerlo, desde luego. Trae, dámelo y yo lo haré cuando haga falta. Mientras tanto, pon tu cabeza en mi pecho. Después veré si podemos hacerlo por segunda vez.
—¿Segunda?
—Bueno, segunda para mí. Para tí, tercera.
Paula empezó a reírse e hizo lo que él le había pedido, apoyar la cabeza en su pecho y abrazarlo por la cintura, con la pierna derecha levantada, apoyada sobre el poderoso muslo de él. Se sentía un poco incómoda, así que dobló la pierna para levantarla un poco más y, sin querer, rozó su rodilla contra la base de su sexo.
—Sí —gimió él—. Hazlo otra vez.
—¿Qué?
—Con la rodilla. Acaríciame.
Paula hizo lo que él le pedía y él volvió a gemir.
—Eso me gusta. Ahora, hazlo con la mano. Con suavidad, pero con firmeza. Oh, sí, así, así —su gemido sonaba torturado—. No te pares. Sigue haciéndolo.
Ella no tenía ninguna intención de parar. Estaba demasiado excitada. Una excitación que recorría su cuerpo, alejando cualquier sentimiento de culpa o revulsión.
Pero pronto, hacerlo sólo con la mano no fue suficiente. Quería hacer lo que él había hecho con ella, quería darle toda la satisfacción de que fuera capaz. Acercó su boca a su pecho y empezó a deslizar los labios suavemente desde allí. Él encogió el estómago cuando sus labios lo rozaron, tensando los músculos de su vientre.
—No tienes que hacerlo si no quieres —dijo él con voz ronca—. No esperaba que....¡oh, Paula! —gimió él cuando los labios de ella lo rozaron.
Usando el recuerdo de lo que a ella la había vuelto loca, Paula estuvo jugando unos minutos alrededor, torturándolo con los labios y la lengua. Cuando volvió a tomarlo entre sus labios, sintió que el cuerpo de él temblaba.
—¡No lo hagas!
Pedro de repente tomó a Linda por los hombros y apartó su cabeza.
—¿Por qué me has parado? —preguntó con voz temblorosa—. Yo quería hacerlo y tú querías que lo hiciera. Sé que querías —dijo, casi con lágrimas en los ojos.
Él tomó su cara entre las manos, con dedos firmes, pero temblorosos.
—Sí, claro que quería —dijo él roncamente, aún respirando con dificultad—. Pero no llevaba protección y creí que... No pensaba que llegarías hasta el final y estaba preocupado por si no querías. Sólo estaba pensando en tí, Paula—terminó él con un suspiro, apartando las manos de su cara y cayendo de nuevo sobre la almohada.
—Estabas pensando en mí —repitió ella, conmovida por su sensibilidad y su altruismo. No podía imaginar que muchos hombres hubieran parado en aquel momento. Pero Pedro lo había hecho.
Se inclinó sobre él para apartar el pelo de su cara y lo besó suavemente en los labios.
—Es muy bonito —murmuró sobre sus labios—. Pero hace un momento, yo hubiera llegado al infierno si hiciera falta por tí. ¿Es que no te habías dado cuenta?
—Cielo —dijo él, burlón—, tú me has llevado al infierno y me has traído de vuelta.
—¿De verdad? ¿Lo estaba haciendo bien? —preguntó ella, sonrojándose.
—No te hagas la tonta. Sabes muy bien que es así. Un poco tarde para portarse como una quinceañera, ¿No te parece?
—Sí, supongo que sí.
—En ese caso, ¿te gustaría intentar ponerme la protección ahora? Es una habilidad que todas las mujeres deberían conocer. El sexo seguro está a la orden del día, Paula y no todos los hombres con los que te acuestes en el futuro van a pensar en tu seguridad.
—Pero yo...—iba a decir algo, pero no lo hizo.
Le hubiera gustado decir: «Pero si yo no quiero acostarme con otros hombres. El único hombre con el que quiero acostarme eres tú».
—¿Crees que...podría mirarte sólo una vez más?
Él suspiró y tomó otro preservativo.
Ver cómo lo hacía enviaba dardos del más primitivo deseo por su cuerpo.
Comprensibles, quizá, considerando que él seguía asombrosamente excitado. Sería difícil para cualquier mujer mirar a un hombre como Pedro, en la cumbre de su poder y su virilidad y no sentir la llamada de la naturaleza.
Se encontró a sí misma alargando la mano y siguiendo los movimientos de sus expertos dedos con los suyos, excitada al sentir su piel apretada contra aquel guante de seda, que temblaba a su contacto como un animal cautivo contra su voluntad.
—No, eso no —dijo él—. Ya me has atormentado suficiente.
Él le dio la vuelta y la penetró con una fuerte embestida. Paula gimió cuando él apretó su boca contra la suya. Su primitivo salvajismo evocaba el mismo en ella. Levantó las piernas para enlazarlas sobre su cintura, urgiéndolo en un ritmo más fuerte y poderoso, arañando su espalda. Su clímax llegó casi inmediatamente, y gritó por la intensidad de los espasmos. Pero Pedro también llegó al clímax y al sentir que los dos cuerpos juntos temblaban al unísono, una ola de emoción llevó lágrimas a sus ojos.
Cuando terminaron y Pedro fue a apartarse de ella, Paula se colgó de él con todas sus fuerzas, manteniéndolo aprisionado con sus piernas y enterrando su cara en su pecho.
—No, no te vayas —dijo apenas sin voz—. Quédate conmigo, quédate conmigo...
Y él lo hizo, apretándola fuerte hasta que los dos fueron cayendo lentamente en el oscuro pozo del sueño.
Cuando ella se despertó, varias horas más tarde, el otro lado de la cama estaba vacío y la casa en silencio.
Asustada, lo llamó, pero no hubo respuesta. Saltó de la cama y corrió, desnuda, por la casa. Buscó en todas partes, incluso en el saloncito de música. Pero no estaba en ninguna parte, no había ninguna nota. Su moto no estaba. Pedro no estaba.
—¡No! —gritó, buscando por todas partes. En el garaje, en el jardín.
Volvió dentro corriendo, sintiéndose enferma y desesperada. Intentó usar la lógica y decirse a sí misma que era lo que esperaba. El hombre la había advertido. Él no se enamoraba. Y nunca se quedaba en ningún sitio.
Pero nada podía detener sus lágrimas. Se abrazó a sí misma cuando empezó a temblar sin control. No sabía si era por el frío o por el llanto. Sólo deseaba que volviera a su vida y a su cama.
—¡Oh, Pedro! —sollozó y cayó al suelo al final de la escalera.
Entonces Bautista se despertó y empezó a llorar.
El Niñero: Capítulo 26
Paula se despertó con el sonido del agua de la ducha. Durante un par de segundos, no podía poner su cabeza en orden, pero entonces pareció recordar y se dió la vuelta para mirar el reloj de la mesita. Las doce y cinco. Sólo se había quedado dormida durante unos minutos. Pedro la había llevado a la cama después de las once y media.
Paula volvió a darse la vuelta y suspiró. Se sentía maravillosamente, pero, al mismo tiempo, estaba preocupada. ¿Por qué había tardado treinta y un años en descubrir el placer de hacer el amor como había que hacerlo? ¿Por qué nunca había sido de aquella manera con Facundo?
El sexo con Facundo era algo que ella hacía más por él que por ella misma. Cuando, años después de conocerse, él había empezado a no desear hacer el amor, a ella no le había importado. Si Facundo le hubiera hecho el amor como lo hacía Pedro, se hubiera sentido destrozada por su falta de deseo.
Pedro la había enseñado cómo tenía que ser cuando un hombre y una mujer juntaban sus cuerpos. No había sitio para vergüenzas, ni oscuridades. La había enseñado aquello en la mesa del salón y después, en la habitación, donde había seguido por el mismo camino. Había encendido las luces y las había dejado encendidas. Después de dejarla sobre la cama, se había quitado la ropa delante de ella, descubriendo cada parte de su cuerpo masculino sin una sola indecisión.
Por supuesto, era un magnífico cuerpo masculino. Perfecto de forma y abrumador en su poder. Era todo músculo; su excelente estado de forma, evidente en la soberbia estructura de los músculos de su pecho, por no mencionar su estómago, duro como una piedra. Ella había sentido una fiebre de anticipación cuando él, por fin, se quitó los pantalones, su interior ardiendo de deseo de hacerse una con aquel hombre. Asombroso, realmente, cuando unos minutos antes se había sentido completamente saciada.
Cuando él anunció abruptamente que tenía que ir a tomar un preservativo de la mochila, Paula se había puesto colorada, porque ni siquiera había pensado en ello.
Cuando volvió unos segundos después, se tumbó con ella en la cama y, para su sorpresa, la penetró inmediatamente.
Pero sus embestidas, poderosas y apasionadas eran tan fantásticas como ella había pensado que serían. Había durado más de lo que ella hubiera creído en aquellas circunstancias y a ella le había ocurrido lo increíble.
Había sido muy diferente del clímax anterior. No tan fuerte, pero infinitamente más satisfactorio física y emocionalmente. Le encantaba poder apretarlo fuerte mientras lo sentía dentro de ella. Había encontrado un inmenso placer en sentir su presencia no sólo dentro de ella sino sobre ella y por todas partes. Nunca más volvería a pensar que aquella postura era aburrida. Era increíble si se hacía bien. Y aquella noche era increíble...con Pedro.
Paula se quedó allí tumbada, escuchando el ruido de la ducha y pensando si alguna vez volvería a experimentar tal placer. La ducha de Pedro sugería que, como había terminado, se vestiría y se marcharía.
No quería que se fuera. Quería que volviera a la cama y durmiera con ella toda la noche. Quería tocarlo, excitarlo, forzarlo a que volviera a hacerle el amor.
La ducha se cerró y Paula ahogó un gemido. Pronto se habría ido, de su cama y de su vida. De repente, sintió no sólo pena sino una desolación abrumadora. Ocultó otro gemido cuando Pedro entró en la habitación completamente desnudo. Pero no se dirigió hacia la silla sobre la que estaba su ropa, como ella había temido. Se dirigió hacia la cama y se quedó allí de pie, desnudo, mirándola, mientras se secaba con una toalla. Cuando tiró la toalla, Paula se sorprendió al ver que estaba de nuevo excitado.
—Me alegro de que estés despierta —dijo él—. Y de que hayas notado que tengo un problema. Había pensado tomar una ducha fría, pero no me apetecía nada porque sabía que mi Paula estaba aquí, completamente desnuda, tumbada sobre esta enorme y suave cama.
Se tumbó a su lado, inclinándose para besarla en la boca. El corazón de Paula latía a mil por hora.
—¿Crees que podrías ayudar a un hombre con problemas, Paula? —murmuró él con voz ronca, sobre sus labios—. ¿Tu silencio es una afirmación?
Volvió a besarla, aquella vez con más pasión y después, estirando el brazo, sacó otro preservativo de la caja y se lo puso a ella en la mano, antes de tumbarse, suspirando.
—Haz los honores. Estoy deseando, pero mi espíritu es momentáneamente débil. Las largas duchas calientes me dejan sin fuerzas. O sin parte de fuerza, más bien —añadió con ironía.
De repente, Paula, se sintió consumida por un sentimiento de incapacidad y torpeza. Se sentía como un anacronismo. Treinta y un años y tan tímida e inexperta como una quinceañera.
—No sé cómo hacerlo —dijo, completamente avergonzada—. Quiero decir...que yo nunca...no sé cómo hacerlo.
—¿Hacer qué?
—Poner un preservativo —confesó ella—. Y hacerle el amor a un hombre — añadió, intentando no ponerse demasiado colorada—. Yo...tampoco lo he hecho nunca.
No había duda de que Pedro estaba atónito.
—¿Nunca?
—No. Nunca.
Se sentía fatal, pero, ¿Qué hubiera ganado pretendiendo ser lo que no era?
Paula volvió a darse la vuelta y suspiró. Se sentía maravillosamente, pero, al mismo tiempo, estaba preocupada. ¿Por qué había tardado treinta y un años en descubrir el placer de hacer el amor como había que hacerlo? ¿Por qué nunca había sido de aquella manera con Facundo?
El sexo con Facundo era algo que ella hacía más por él que por ella misma. Cuando, años después de conocerse, él había empezado a no desear hacer el amor, a ella no le había importado. Si Facundo le hubiera hecho el amor como lo hacía Pedro, se hubiera sentido destrozada por su falta de deseo.
Pedro la había enseñado cómo tenía que ser cuando un hombre y una mujer juntaban sus cuerpos. No había sitio para vergüenzas, ni oscuridades. La había enseñado aquello en la mesa del salón y después, en la habitación, donde había seguido por el mismo camino. Había encendido las luces y las había dejado encendidas. Después de dejarla sobre la cama, se había quitado la ropa delante de ella, descubriendo cada parte de su cuerpo masculino sin una sola indecisión.
Por supuesto, era un magnífico cuerpo masculino. Perfecto de forma y abrumador en su poder. Era todo músculo; su excelente estado de forma, evidente en la soberbia estructura de los músculos de su pecho, por no mencionar su estómago, duro como una piedra. Ella había sentido una fiebre de anticipación cuando él, por fin, se quitó los pantalones, su interior ardiendo de deseo de hacerse una con aquel hombre. Asombroso, realmente, cuando unos minutos antes se había sentido completamente saciada.
Cuando él anunció abruptamente que tenía que ir a tomar un preservativo de la mochila, Paula se había puesto colorada, porque ni siquiera había pensado en ello.
Cuando volvió unos segundos después, se tumbó con ella en la cama y, para su sorpresa, la penetró inmediatamente.
Pero sus embestidas, poderosas y apasionadas eran tan fantásticas como ella había pensado que serían. Había durado más de lo que ella hubiera creído en aquellas circunstancias y a ella le había ocurrido lo increíble.
Había sido muy diferente del clímax anterior. No tan fuerte, pero infinitamente más satisfactorio física y emocionalmente. Le encantaba poder apretarlo fuerte mientras lo sentía dentro de ella. Había encontrado un inmenso placer en sentir su presencia no sólo dentro de ella sino sobre ella y por todas partes. Nunca más volvería a pensar que aquella postura era aburrida. Era increíble si se hacía bien. Y aquella noche era increíble...con Pedro.
Paula se quedó allí tumbada, escuchando el ruido de la ducha y pensando si alguna vez volvería a experimentar tal placer. La ducha de Pedro sugería que, como había terminado, se vestiría y se marcharía.
No quería que se fuera. Quería que volviera a la cama y durmiera con ella toda la noche. Quería tocarlo, excitarlo, forzarlo a que volviera a hacerle el amor.
La ducha se cerró y Paula ahogó un gemido. Pronto se habría ido, de su cama y de su vida. De repente, sintió no sólo pena sino una desolación abrumadora. Ocultó otro gemido cuando Pedro entró en la habitación completamente desnudo. Pero no se dirigió hacia la silla sobre la que estaba su ropa, como ella había temido. Se dirigió hacia la cama y se quedó allí de pie, desnudo, mirándola, mientras se secaba con una toalla. Cuando tiró la toalla, Paula se sorprendió al ver que estaba de nuevo excitado.
—Me alegro de que estés despierta —dijo él—. Y de que hayas notado que tengo un problema. Había pensado tomar una ducha fría, pero no me apetecía nada porque sabía que mi Paula estaba aquí, completamente desnuda, tumbada sobre esta enorme y suave cama.
Se tumbó a su lado, inclinándose para besarla en la boca. El corazón de Paula latía a mil por hora.
—¿Crees que podrías ayudar a un hombre con problemas, Paula? —murmuró él con voz ronca, sobre sus labios—. ¿Tu silencio es una afirmación?
Volvió a besarla, aquella vez con más pasión y después, estirando el brazo, sacó otro preservativo de la caja y se lo puso a ella en la mano, antes de tumbarse, suspirando.
—Haz los honores. Estoy deseando, pero mi espíritu es momentáneamente débil. Las largas duchas calientes me dejan sin fuerzas. O sin parte de fuerza, más bien —añadió con ironía.
De repente, Paula, se sintió consumida por un sentimiento de incapacidad y torpeza. Se sentía como un anacronismo. Treinta y un años y tan tímida e inexperta como una quinceañera.
—No sé cómo hacerlo —dijo, completamente avergonzada—. Quiero decir...que yo nunca...no sé cómo hacerlo.
—¿Hacer qué?
—Poner un preservativo —confesó ella—. Y hacerle el amor a un hombre — añadió, intentando no ponerse demasiado colorada—. Yo...tampoco lo he hecho nunca.
No había duda de que Pedro estaba atónito.
—¿Nunca?
—No. Nunca.
Se sentía fatal, pero, ¿Qué hubiera ganado pretendiendo ser lo que no era?
El Niñero: Capítulo 25
Tan poco egoísmo haciendo el amor no era común en él en aquel momento. Sólo daba placer para recibirlo. Sin embargo, darle placer a Paula había sido un placer para él.
Pedro estaba deseando que ella le hiciera sentir el mismo placer, pero sabía que no iba a tomar a Paula allí mismo, como hubiera hecho con cualquier otra mujer durante los últimos años. Quería esperar a que estuviera de nuevo preparada para él, hasta que pudieran unirse para satisfacerse mutuamente.
Un gran sentimiento de ternura surgió en su pecho mientras la tomaba en brazos y la sacaba de la habitación. Aquella insospechada ternura hizo que se parara durante un segundo.
—No —musitó él, intentando negarse a sí mismo aquel sentimiento. Pero entonces, ella abrió sus preciosos ojos azules y lo miró interrogante y él volvió a sentirla otra vez; aquella ternura, aquella horrible punzada en el corazón que le hacía querer apretarla más fuerte contra él y amarla como no había sido amada nunca.
La rabia ante tan rara debilidad por su parte hizo que le flaquearan las piernas y siguió caminando, intentando apartar aquellos estúpidos pensamientos de su cabeza.
Tenía que concentrarse en el sexo, se decía a sí mismo. Eso era todo lo que ella quería de él. Eso era lo único que las mujeres querían de él últimamente.
—¿Dónde me llevas? —preguntó ella.
—A la cama.
—Oh —dijo ella, con un cierto timbre de decepción.
¿Dónde esperaba que la llevase? ¿No era la mesa del comedor suficiente porno por una noche?, se preguntaba Pedro. Pero entonces se dió cuenta de que ella había debido pensar que pensaba dejarla en la cama y marcharse.
—No te preocupes, cariño. No estarás sola en la cama.
Pedro estaba deseando que ella le hiciera sentir el mismo placer, pero sabía que no iba a tomar a Paula allí mismo, como hubiera hecho con cualquier otra mujer durante los últimos años. Quería esperar a que estuviera de nuevo preparada para él, hasta que pudieran unirse para satisfacerse mutuamente.
Un gran sentimiento de ternura surgió en su pecho mientras la tomaba en brazos y la sacaba de la habitación. Aquella insospechada ternura hizo que se parara durante un segundo.
—No —musitó él, intentando negarse a sí mismo aquel sentimiento. Pero entonces, ella abrió sus preciosos ojos azules y lo miró interrogante y él volvió a sentirla otra vez; aquella ternura, aquella horrible punzada en el corazón que le hacía querer apretarla más fuerte contra él y amarla como no había sido amada nunca.
La rabia ante tan rara debilidad por su parte hizo que le flaquearan las piernas y siguió caminando, intentando apartar aquellos estúpidos pensamientos de su cabeza.
Tenía que concentrarse en el sexo, se decía a sí mismo. Eso era todo lo que ella quería de él. Eso era lo único que las mujeres querían de él últimamente.
—¿Dónde me llevas? —preguntó ella.
—A la cama.
—Oh —dijo ella, con un cierto timbre de decepción.
¿Dónde esperaba que la llevase? ¿No era la mesa del comedor suficiente porno por una noche?, se preguntaba Pedro. Pero entonces se dió cuenta de que ella había debido pensar que pensaba dejarla en la cama y marcharse.
—No te preocupes, cariño. No estarás sola en la cama.
sábado, 23 de julio de 2016
El Niñero: Capítulo 24
Pedro la miró y Paula se dió cuenta de que él sabía lo que había estado pensando.
—Acércate más.
A ella le encantaba aquel tono autoritario y el control helado de su voz. ¿Por qué lo encontraba tan excitante? ¿Era porque ella misma estaba perdiendo el control? No podía más que obedecer. Había tal oscuro y secreto placer en ponerse totalmente en sus manos. Y en la mezcla de miedo y excitación que sintió que le ardía la sangre en las venas mientras se acercaba a él.
Tenía miedo, miedo de lo que podía hacerle. Pero por debajo, en algún otro nivel instintivo confiaba en él completamente. Sabía que no la haría daño y que la llevaría a sitios en los que nunca había estado. Había todo un mundo de placeres deliciosos que ella nunca había probado. Y quería que se los hiciera probar todos aquella noche.
Se colocó a unos centímetros de él, excitada. Cada nervio de su cuerpo, electrificado. Sus pezones duros bajo el satén del chaleco. Sus pechos hinchados y duros.
Cuando él la tomó por la muñeca, Paula ahogó un grito, pero lo único que quería era que encendiera las tres velas con la que llevaba en la mano. Cuando estaban encendidas, soltó su muñeca y levantó el candelabro.
—Sígueme —ordenó él, saliendo de la habitación.
Y ella lo hizo, como si fuera un robot.
Pero los robots no tenían corazones que latían alocados. La cara de un robot no se sonrojaba salvajemente ante el pensamiento de lo que se avecinaba. Sólo era un robot en su ciega obediencia.
Lo siguió a través de la cocina y hasta el salón, donde la mesa de cristal seguía llena de platos sucios, tazas de café y copas de vino. Era raro que la llevase allí, pensó.
Pedro dejó el candelabro sobre la mesa y después empezó a apartar los platos y los vasos y a colocarlo todo en un montón.
Sus acciones le recordaban una famosa escena de una película que tenía lugar sobre la mesa de una cocina. ¿No pensaría hacer algo así? Tembló violentamente mirando la mesa, que parecía un altar pagano con aquel candelabro sobre ella.
—No puedes tener frío —susurró Pedro detrás de ella.
Asustada, tiró la vela que estaba sujetando que cayó sobre el suelo y rodó, apagándose.
—Yo...tú me has asustado —musitó, cuando él estuvo frente a ella de nuevo.
—¿Por qué iba a hacer eso? —murmuró él.
Paula volvió a lanzar un gemido cuando él la levantó en brazos y la sentó al borde de la mesa.
—¿Qué...qué estás haciendo?
—Exactamente lo que quieres que haga —dijo él—. Así que calla, preciosa Paula y disfruta.
—Pero...pero...
Su besó la silenció y mucho más que eso. Volvió a sacar a la superficie a la nueva Linda, la que no protestaba ni se apartaba, la que inmediatamente se perdía en la ardiente invasión de su lengua dentro de su boca y que, al mismo tiempo, deseaba otras invasiones. Gimió sensualmente, enredando sus dedos en su pelo y le dijo con su propia lengua que iría donde él la llevara y haría lo que él le pidiera.
Pedro había conocido mujeres apasionadas, pero Paula dejaba a las demás por los suelos. Era como un volcán a punto de estallar. ¡Él mismo estaba a punto de estallar!
Tuvo que distanciarse de su calor rápidamente o no hubiera tenido oportunidad de darle lo que obviamente quería y necesitaba. Y una vez no iba a ser suficiente para ella.
Pero tampoco iba a ser suficiente para él. Quería que aquella noche durase lo más posible, así que intentó controlar en lo posible su excitación, concentrándose en el placer de ella más que en el suyo, poniendo su atención en saber exactamente lo que le gustaba, lo que la excitaba más.
Hasta un momento antes, había pensado que le gustaría jugar a ser sumisa con un hombre dominante. La mayoría de las mujeres eran así. Pero se dió cuenta de que también podría tomar el mando cuando llegara el momento.
Y decidió asegurarse de que aquel momento llegaría durante las próximas horas. Pero cuando se hubiera extinguido el fuego, tendría que marcharse. No habría posibilidad de futuro. Pedro no ofrecería sus servicios a la necesitada y hambrienta Paula una segunda vez. Al amanecer se habría ido para no volver.
Paula gimió cuando él tomo su cara entre las manos y apartó su boca de la suya. Ella intentó empujar de nuevo su cara hacia la de él, pero Pedro la tomó de las muñecas y apretó sus manos contra la mesa de cristal. Automáticamente se aferró al borde.
—Déjalas ahí —ordenó él—. Y no te muevas.
Ella dejó las manos allí y no se movió, parpadeando cuando él le subió la falda exponiendo sus piernas y muslos desnudos. Con el corazón acelerado, miraba cómo él tomaba su tobillo izquierdo y empezaba a desabrochar la tira de su sandalia negra, que dejó caer al suelo, antes de hacer lo mismo con el otro pie.
No eran más que simples acciones, pero, de alguna manera, la desnudez de sus piernas hacía que contuvieran una carga sexual que convertía cada roce en una caricia sensualmente erótica. Ella temblaba con cada roce de sus dedos.
—Tienes unas piernas preciosas —murmuró él; antes de separarlas y colocarse entre ellas.
Su corazón empezó a latir tan fuerte que parecía que su chaleco iba a estallar. El empezó a desabrocharle los botones con dedos sabios y, en unos segundos, lo abría, revelando sus excitados pechos.
Paula contuvo el aliento cuando él empezó a acariciarlos suavemente con las manos. Sus pezones se pusieron duros bajo aquel calor, enviando llamas de fuego a través de sus pechos y hasta un sitio entre sus muslos que ya estaba ardiendo por él.
Cuando empezó a frotar sus pezones con los dedos, cerró los ojos y automáticamente arqueó la espalda.
Él satisfizo su muda súplica, tomando sus pezones en su caliente y húmeda boca. Su lengua jugaba con ellos, y después la atormentó con los dientes hasta que estuvo a punto de gritar de placer. Cuando paró, ella gimió de decepción.
—Lo sé, cielo —murmuró él—. Lo sé. Pero hay que seguir.
Ella abrió los ojos para ver cómo él le quitaba el chaleco, dejando que se deslizara por sus brazos. Lo tiró al suelo y se quedó allí de pie, deslizando su mirada por su cuerpo, con intenciones oscuras.
La idea de que estaba sentada en la mesa del comedor, desnuda de cintura para arriba, dejando a aquel hombre que hiciera lo que quisiera con ella debería haberla llenado de vergüenza. Pero en lugar de eso, lo que sentía era una ola de perversa excitación. Su respiración era agitada y sentía crecer su deseo con toda la fuerza de un río desbocado.
—Eres tan preciosa —dijo él, apartando el pelo de su cara y tomándola entre las manos. Su beso era ligero esta vez y exquisitamente suave. Sus manos también lo eran, mientras acariciaban su garganta. Así que, cuando la tomó por los hombros con mano firme y la tumbó sobre la mesa, lanzó un grito ahogado.
—Confía en mí.
Pronto no sólo estuvo semi–desnuda. Diez segundos más tarde estaba completamente desnuda, su falda y sus braguitas negras arrancadas de su cuerpo, con un experto y rápido movimiento.
Se le ocurrió pensar que tenía mucha experiencia desnudando mujeres y se sorprendió de lo celosa que la hizo sentir aquel pensamiento. Pedro empezó a acariciarla por todo el cuerpo y ella no podía pensar en otra cosa que en sus manos sobre sus pechos, su estómago, sus piernas.
Pronto la consumió la idea de que la tocara aún más íntimamente. Quería sentir sus manos entre sus piernas, quería que tocara aquel punto que era más sensible que el resto de su cuerpo. Pero él tenía otros planes para sus manos, que deslizó por debajo de sus nalgas.
Cuando la levantó ligeramente de la mesa y empezó a inclinar la cabeza, Paula abrió los ojos, sorprendida. Cuando sus labios empezaron a deslizarse hacia abajo, hacia aquel punto que ella había deseado que tocara con las manos, Paula no se lo podía creer. Nunca había experimentado tal intimidad sexual con Facundo.
Pero no podía pararlo. Y, la verdad, es que no quería que parase. Pero las viejas costumbres son difíciles de romper y, durante algunos segundos, el placer fue reemplazado por sentimientos de vergüenza y vulnerabilidad. Gradualmente, no pudo negar la delicia de sus labios y se encontró a sí misma rindiéndose a aquel dulce placer. Su mente, su cuerpo y su corazón parecían a punto de estallar. Nunca había experimentado nada como aquello. Sabía que iba a llegar al clímax sin poder evitarlo. El placer aumentó de intensidad y se rompió en olas de éxtasis; sus gritos ahogados hacían eco en la habitación antes de que finalmente se convirtieran en gemidos de satisfacción. Unos segundos después, se quedó quieta, con los ojos cerrados y sintiéndose llena de una paz que la envolvía entera.
Pedro se irguió para mirarla. Había sido difícil distanciarse de la pasión de ella, pero lo había hecho y, asombrosamente, había encontrado gran satisfacción en hacerlo.
—Acércate más.
A ella le encantaba aquel tono autoritario y el control helado de su voz. ¿Por qué lo encontraba tan excitante? ¿Era porque ella misma estaba perdiendo el control? No podía más que obedecer. Había tal oscuro y secreto placer en ponerse totalmente en sus manos. Y en la mezcla de miedo y excitación que sintió que le ardía la sangre en las venas mientras se acercaba a él.
Tenía miedo, miedo de lo que podía hacerle. Pero por debajo, en algún otro nivel instintivo confiaba en él completamente. Sabía que no la haría daño y que la llevaría a sitios en los que nunca había estado. Había todo un mundo de placeres deliciosos que ella nunca había probado. Y quería que se los hiciera probar todos aquella noche.
Se colocó a unos centímetros de él, excitada. Cada nervio de su cuerpo, electrificado. Sus pezones duros bajo el satén del chaleco. Sus pechos hinchados y duros.
Cuando él la tomó por la muñeca, Paula ahogó un grito, pero lo único que quería era que encendiera las tres velas con la que llevaba en la mano. Cuando estaban encendidas, soltó su muñeca y levantó el candelabro.
—Sígueme —ordenó él, saliendo de la habitación.
Y ella lo hizo, como si fuera un robot.
Pero los robots no tenían corazones que latían alocados. La cara de un robot no se sonrojaba salvajemente ante el pensamiento de lo que se avecinaba. Sólo era un robot en su ciega obediencia.
Lo siguió a través de la cocina y hasta el salón, donde la mesa de cristal seguía llena de platos sucios, tazas de café y copas de vino. Era raro que la llevase allí, pensó.
Pedro dejó el candelabro sobre la mesa y después empezó a apartar los platos y los vasos y a colocarlo todo en un montón.
Sus acciones le recordaban una famosa escena de una película que tenía lugar sobre la mesa de una cocina. ¿No pensaría hacer algo así? Tembló violentamente mirando la mesa, que parecía un altar pagano con aquel candelabro sobre ella.
—No puedes tener frío —susurró Pedro detrás de ella.
Asustada, tiró la vela que estaba sujetando que cayó sobre el suelo y rodó, apagándose.
—Yo...tú me has asustado —musitó, cuando él estuvo frente a ella de nuevo.
—¿Por qué iba a hacer eso? —murmuró él.
Paula volvió a lanzar un gemido cuando él la levantó en brazos y la sentó al borde de la mesa.
—¿Qué...qué estás haciendo?
—Exactamente lo que quieres que haga —dijo él—. Así que calla, preciosa Paula y disfruta.
—Pero...pero...
Su besó la silenció y mucho más que eso. Volvió a sacar a la superficie a la nueva Linda, la que no protestaba ni se apartaba, la que inmediatamente se perdía en la ardiente invasión de su lengua dentro de su boca y que, al mismo tiempo, deseaba otras invasiones. Gimió sensualmente, enredando sus dedos en su pelo y le dijo con su propia lengua que iría donde él la llevara y haría lo que él le pidiera.
Pedro había conocido mujeres apasionadas, pero Paula dejaba a las demás por los suelos. Era como un volcán a punto de estallar. ¡Él mismo estaba a punto de estallar!
Tuvo que distanciarse de su calor rápidamente o no hubiera tenido oportunidad de darle lo que obviamente quería y necesitaba. Y una vez no iba a ser suficiente para ella.
Pero tampoco iba a ser suficiente para él. Quería que aquella noche durase lo más posible, así que intentó controlar en lo posible su excitación, concentrándose en el placer de ella más que en el suyo, poniendo su atención en saber exactamente lo que le gustaba, lo que la excitaba más.
Hasta un momento antes, había pensado que le gustaría jugar a ser sumisa con un hombre dominante. La mayoría de las mujeres eran así. Pero se dió cuenta de que también podría tomar el mando cuando llegara el momento.
Y decidió asegurarse de que aquel momento llegaría durante las próximas horas. Pero cuando se hubiera extinguido el fuego, tendría que marcharse. No habría posibilidad de futuro. Pedro no ofrecería sus servicios a la necesitada y hambrienta Paula una segunda vez. Al amanecer se habría ido para no volver.
Paula gimió cuando él tomo su cara entre las manos y apartó su boca de la suya. Ella intentó empujar de nuevo su cara hacia la de él, pero Pedro la tomó de las muñecas y apretó sus manos contra la mesa de cristal. Automáticamente se aferró al borde.
—Déjalas ahí —ordenó él—. Y no te muevas.
Ella dejó las manos allí y no se movió, parpadeando cuando él le subió la falda exponiendo sus piernas y muslos desnudos. Con el corazón acelerado, miraba cómo él tomaba su tobillo izquierdo y empezaba a desabrochar la tira de su sandalia negra, que dejó caer al suelo, antes de hacer lo mismo con el otro pie.
No eran más que simples acciones, pero, de alguna manera, la desnudez de sus piernas hacía que contuvieran una carga sexual que convertía cada roce en una caricia sensualmente erótica. Ella temblaba con cada roce de sus dedos.
—Tienes unas piernas preciosas —murmuró él; antes de separarlas y colocarse entre ellas.
Su corazón empezó a latir tan fuerte que parecía que su chaleco iba a estallar. El empezó a desabrocharle los botones con dedos sabios y, en unos segundos, lo abría, revelando sus excitados pechos.
Paula contuvo el aliento cuando él empezó a acariciarlos suavemente con las manos. Sus pezones se pusieron duros bajo aquel calor, enviando llamas de fuego a través de sus pechos y hasta un sitio entre sus muslos que ya estaba ardiendo por él.
Cuando empezó a frotar sus pezones con los dedos, cerró los ojos y automáticamente arqueó la espalda.
Él satisfizo su muda súplica, tomando sus pezones en su caliente y húmeda boca. Su lengua jugaba con ellos, y después la atormentó con los dientes hasta que estuvo a punto de gritar de placer. Cuando paró, ella gimió de decepción.
—Lo sé, cielo —murmuró él—. Lo sé. Pero hay que seguir.
Ella abrió los ojos para ver cómo él le quitaba el chaleco, dejando que se deslizara por sus brazos. Lo tiró al suelo y se quedó allí de pie, deslizando su mirada por su cuerpo, con intenciones oscuras.
La idea de que estaba sentada en la mesa del comedor, desnuda de cintura para arriba, dejando a aquel hombre que hiciera lo que quisiera con ella debería haberla llenado de vergüenza. Pero en lugar de eso, lo que sentía era una ola de perversa excitación. Su respiración era agitada y sentía crecer su deseo con toda la fuerza de un río desbocado.
—Eres tan preciosa —dijo él, apartando el pelo de su cara y tomándola entre las manos. Su beso era ligero esta vez y exquisitamente suave. Sus manos también lo eran, mientras acariciaban su garganta. Así que, cuando la tomó por los hombros con mano firme y la tumbó sobre la mesa, lanzó un grito ahogado.
—Confía en mí.
Pronto no sólo estuvo semi–desnuda. Diez segundos más tarde estaba completamente desnuda, su falda y sus braguitas negras arrancadas de su cuerpo, con un experto y rápido movimiento.
Se le ocurrió pensar que tenía mucha experiencia desnudando mujeres y se sorprendió de lo celosa que la hizo sentir aquel pensamiento. Pedro empezó a acariciarla por todo el cuerpo y ella no podía pensar en otra cosa que en sus manos sobre sus pechos, su estómago, sus piernas.
Pronto la consumió la idea de que la tocara aún más íntimamente. Quería sentir sus manos entre sus piernas, quería que tocara aquel punto que era más sensible que el resto de su cuerpo. Pero él tenía otros planes para sus manos, que deslizó por debajo de sus nalgas.
Cuando la levantó ligeramente de la mesa y empezó a inclinar la cabeza, Paula abrió los ojos, sorprendida. Cuando sus labios empezaron a deslizarse hacia abajo, hacia aquel punto que ella había deseado que tocara con las manos, Paula no se lo podía creer. Nunca había experimentado tal intimidad sexual con Facundo.
Pero no podía pararlo. Y, la verdad, es que no quería que parase. Pero las viejas costumbres son difíciles de romper y, durante algunos segundos, el placer fue reemplazado por sentimientos de vergüenza y vulnerabilidad. Gradualmente, no pudo negar la delicia de sus labios y se encontró a sí misma rindiéndose a aquel dulce placer. Su mente, su cuerpo y su corazón parecían a punto de estallar. Nunca había experimentado nada como aquello. Sabía que iba a llegar al clímax sin poder evitarlo. El placer aumentó de intensidad y se rompió en olas de éxtasis; sus gritos ahogados hacían eco en la habitación antes de que finalmente se convirtieran en gemidos de satisfacción. Unos segundos después, se quedó quieta, con los ojos cerrados y sintiéndose llena de una paz que la envolvía entera.
Pedro se irguió para mirarla. Había sido difícil distanciarse de la pasión de ella, pero lo había hecho y, asombrosamente, había encontrado gran satisfacción en hacerlo.
El Niñero: Capítulo 23
Y sobre todas las cosas, reconoció con sorpresa que necesitaba a Pedro.
—Vamos —dijo Pedro—. Vamos a buscar esas velas.
—¿Cuántos años tienes, Pedro? —preguntó ella, mientras se dirigían a la cocina.
—Treinta y cinco.
—Pareces más joven.
—Tú también.
—Eso espero —rió ella—. Sólo tengo treinta y uno.
—Quiero decir que parece que tienes menos de treinta y uno. Gonzalo me dijo tu edad.
—Parece que Gonzalo te ha contado más cosas sobre mí de las que tú admites — dijo, esperando que el bocazas de su hermano no le hubiera contado la verdad sobre la concepción de Bauti. Le gustaba que Pedro sintiera admiración por su valentía al tener el hijo de Facundo, después de que éste muriera. Si supiera la verdad, pensaría que era una loca, una ingenua egoísta.
—Le saqué algunos detalles sobre tí, después de hablar por teléfono. Ah, aquí están las velas.
Cuando encendió una de las velas, los dos quedaron bañados en un círculo de luz dorada. Aquella luz daba un toque amenazador a sus atractivos rasgos, aumentando la profundidad de sus ojos negros.
Los ojos de Paula se deslizaron por su también amenazador cuerpo, su poderoso pecho, sus largos y musculosos brazos desnudos. Tragó saliva mientras su imaginación se perdía en las más desfogadas fantasías.
Estaba tan concentrada en sus ardientes pensamientos que lanzó una exclamación ahogada cuando él tocó su mejilla.
—¿En qué estás pensando?
Paula tembló ante la idea de contarle sus deseos.
—No te lo diría por todo el oro del mundo —dijo ella casi sin voz.
Él rió bajito y después se quedó en silencio mientras acercaba la vela a su cara.
Podía sentir el calor de la llama cerca de su cara. ¿O era el calor de sus propias mejillas?
—Eres una mujer preciosa —murmuró él, recorriendo su cara con los dedos, como si fuera un ciego leyendo sus facciones—. Una sola vela no va a ser suficiente —dijo en una voz baja e hipnótica, moviendo su dedo por sus labios—. ¿Tienes candelabros?
—En el saloncito de música —musitó ella temblorosa, por debajo de aquellos dedos. Eran como piel de melocotón en sus labios. Quería besarlos, chuparlos. Pero no se atrevía a hacerlo.
La idea de que estaba volviendo a ser la vieja Paula que se asustaba de cualquier cosa que no fuera la posición del misionero en una habitación a oscuras la dejó completamente desmoralizada.
Cuando uno de aquellos dedos rozó su lengua, empezó a temblar. Al menos, podía disfrutar de lo que él le hacía a ella.
—Llévame allí.
El momento estaba roto y sus deseos se quedaron colgados en el aire. Linda se sentía desorientada y le costaba trabajo reaccionar.
—Por aquí —dijo ella—. Dame la vela y toma tres más.
Paula tomó la vela de su mano y entró por una puerta que había en la cocina.
Seguramente, Pedro no habría entrado en aquella parte de la casa. ¿Por qué iba a hacerlo? Ni siquiera ella entraba allí a menudo. La deprimía.
—Esta era la habitación favorita de Facundo —dijo al entrar. Facundo se hubiera asombrado si la viera en aquel momento—. Aquí —dijo, cruzando la habitación hasta un brillante piano de cola, situado bajo la ventana que daba al jardín. Sobre el piano había un candelabro de cristal que ella había comprado en Italia. Facundo la había criticado diciendo que era un cristal malo, pero cuando llegaron a casa lo había colocado sobre el piano y aceptaba los elogios que hacían sus amigos.
—Un bonito piano —dijo Pedro—. ¿Sabes tocar?
—No. Y Facundo tampoco, pero le gustaban las cosas de calidad. Este piano es uno de los mejores.
Pedro se inclinó para comprobar la marca alemana.
—Desde luego que sí.
—¿Sabes algo de pianos?
—Un poco.
—¿Quieres decir que sabes tocar?
Él estaba sonriendo y ella se dio cuenta de que había vuelto a juzgarlo mal.
—Un poco —fue todo lo que dijo.
—¿Quieres...quieres tocar algo para mí?
—No —dijo él con calma, levantando el candelabro y poniéndolo sobre la tapa—. Hay otras cosas que me apetecen más en este momento —dijo, mirándola de una forma tan sensual que la hizo volver a temblar.
Por fin, Pedro volvió a mirar el candelabro y empezó a colocar las velas. Paula se quedó mirando cómo colocaba cada una de ellas. ¿Lo estaba haciendo tan lenta y deliberadamente como parecía? ¿Con aquel sugerente erotismo o era su imaginación? Se le quedó la boca seca cuando insertó la segunda vela. Cuando clavó la tercera en el candelabro, tuvo que ahogar un gemido.
—Vamos —dijo Pedro—. Vamos a buscar esas velas.
—¿Cuántos años tienes, Pedro? —preguntó ella, mientras se dirigían a la cocina.
—Treinta y cinco.
—Pareces más joven.
—Tú también.
—Eso espero —rió ella—. Sólo tengo treinta y uno.
—Quiero decir que parece que tienes menos de treinta y uno. Gonzalo me dijo tu edad.
—Parece que Gonzalo te ha contado más cosas sobre mí de las que tú admites — dijo, esperando que el bocazas de su hermano no le hubiera contado la verdad sobre la concepción de Bauti. Le gustaba que Pedro sintiera admiración por su valentía al tener el hijo de Facundo, después de que éste muriera. Si supiera la verdad, pensaría que era una loca, una ingenua egoísta.
—Le saqué algunos detalles sobre tí, después de hablar por teléfono. Ah, aquí están las velas.
Cuando encendió una de las velas, los dos quedaron bañados en un círculo de luz dorada. Aquella luz daba un toque amenazador a sus atractivos rasgos, aumentando la profundidad de sus ojos negros.
Los ojos de Paula se deslizaron por su también amenazador cuerpo, su poderoso pecho, sus largos y musculosos brazos desnudos. Tragó saliva mientras su imaginación se perdía en las más desfogadas fantasías.
Estaba tan concentrada en sus ardientes pensamientos que lanzó una exclamación ahogada cuando él tocó su mejilla.
—¿En qué estás pensando?
Paula tembló ante la idea de contarle sus deseos.
—No te lo diría por todo el oro del mundo —dijo ella casi sin voz.
Él rió bajito y después se quedó en silencio mientras acercaba la vela a su cara.
Podía sentir el calor de la llama cerca de su cara. ¿O era el calor de sus propias mejillas?
—Eres una mujer preciosa —murmuró él, recorriendo su cara con los dedos, como si fuera un ciego leyendo sus facciones—. Una sola vela no va a ser suficiente —dijo en una voz baja e hipnótica, moviendo su dedo por sus labios—. ¿Tienes candelabros?
—En el saloncito de música —musitó ella temblorosa, por debajo de aquellos dedos. Eran como piel de melocotón en sus labios. Quería besarlos, chuparlos. Pero no se atrevía a hacerlo.
La idea de que estaba volviendo a ser la vieja Paula que se asustaba de cualquier cosa que no fuera la posición del misionero en una habitación a oscuras la dejó completamente desmoralizada.
Cuando uno de aquellos dedos rozó su lengua, empezó a temblar. Al menos, podía disfrutar de lo que él le hacía a ella.
—Llévame allí.
El momento estaba roto y sus deseos se quedaron colgados en el aire. Linda se sentía desorientada y le costaba trabajo reaccionar.
—Por aquí —dijo ella—. Dame la vela y toma tres más.
Paula tomó la vela de su mano y entró por una puerta que había en la cocina.
Seguramente, Pedro no habría entrado en aquella parte de la casa. ¿Por qué iba a hacerlo? Ni siquiera ella entraba allí a menudo. La deprimía.
—Esta era la habitación favorita de Facundo —dijo al entrar. Facundo se hubiera asombrado si la viera en aquel momento—. Aquí —dijo, cruzando la habitación hasta un brillante piano de cola, situado bajo la ventana que daba al jardín. Sobre el piano había un candelabro de cristal que ella había comprado en Italia. Facundo la había criticado diciendo que era un cristal malo, pero cuando llegaron a casa lo había colocado sobre el piano y aceptaba los elogios que hacían sus amigos.
—Un bonito piano —dijo Pedro—. ¿Sabes tocar?
—No. Y Facundo tampoco, pero le gustaban las cosas de calidad. Este piano es uno de los mejores.
Pedro se inclinó para comprobar la marca alemana.
—Desde luego que sí.
—¿Sabes algo de pianos?
—Un poco.
—¿Quieres decir que sabes tocar?
Él estaba sonriendo y ella se dio cuenta de que había vuelto a juzgarlo mal.
—Un poco —fue todo lo que dijo.
—¿Quieres...quieres tocar algo para mí?
—No —dijo él con calma, levantando el candelabro y poniéndolo sobre la tapa—. Hay otras cosas que me apetecen más en este momento —dijo, mirándola de una forma tan sensual que la hizo volver a temblar.
Por fin, Pedro volvió a mirar el candelabro y empezó a colocar las velas. Paula se quedó mirando cómo colocaba cada una de ellas. ¿Lo estaba haciendo tan lenta y deliberadamente como parecía? ¿Con aquel sugerente erotismo o era su imaginación? Se le quedó la boca seca cuando insertó la segunda vela. Cuando clavó la tercera en el candelabro, tuvo que ahogar un gemido.
El Niñero: Capítulo 22
El corazón de Paula se llenó de amor por su hijo cuando miró su carita angelical. Tendría que ser una madre mejor en el futuro, intentar relajarse como Pedro había sugerido.
Y removería cielo y tierra para encontrar a la mejor niñera para que cuidara de él. No volvería a trabajar hasta que lo hubiera hecho.
Aquel pensamiento la hizo volver a la realidad. El número del próximo mes tenía que salir el viernes siguiente y, como editora, era crucial que estuviera allí aquella semana. Si no lo hacía, era posible que no tuviera trabajo cuando quisiera volver. Aunque Facundo y ella habían trabajado mucho para comprar la casa, los muebles y el coche, en el banco no había demasiado dinero. Necesitaba su trabajo y le gustaba, no tenía por qué disimular. Había intentado ser madre durante las veinticuatro horas del día y casi se había vuelto loca.
Suspirando, Paula dejó la linterna sobre la mesita y arropó con cuidado al pequeño.
—No te preocupes, cariño —susurró, mandando un beso de sus labios a su frente con el dedo—. Esos son problemas de mamá. Mañana encontraré la solución. Quizá me dejen llevarte al trabajo.
Salió de puntillas de la habitación y, cuando estuvo en el pasillo, apagó la linterna. Se apoyó en la pared para llegar a la escalera, donde se sentó en la oscuridad y escuchó con interés cómo Pedro acompañaba a las dos parejas hacia la puerta.
—Paula me ha dicho que me disculpe por ella y que les diga que les llamará — estaba diciendo Pedro—. Gracias por venir. Cuidado con el escalón. Adiós.
Paula movió la cabeza. Ni una protesta. Parecía que Pedro tenía razón una vez más. O eso o se habían quedado sin palabras por la repentina aparición de un gigante vestido de negro. Pedro tenía una personalidad y un aspecto abrumadores.
Oyó que él cerraba la puerta y lo oyó suspirar. Era un suspiro extraño. ¿Habría cambiado de opinión?, pensó aterrada. ¿Habría decidido no dormir con ella después de todo?
La idea de que él podría marcharse, hizo que se levantara de un salto.
—¡Pedro!
—¿Qué? ¿Qué pasa? —preguntó él, subiendo las escaleras de un salto.
—No...no ibas a marcharte, ¿verdad?
—¿Marcharme? ¿Por qué?
—Pues porque...bueno, podrías pensar que, como tengo un hijo, lo que busco es un hombre para toda la vida, no un hombre para una sola noche.
—Se me había ocurrido la idea —dijo él—. ¿Y es así?
—¡No, claro que no! Sólo quiero...
—Ya.
Paula estaba confundida por el extraño sonido de su voz.
—Pero también es lo que tú quieres, ¿no es así Pedro?
Él no contestó rápidamente y eso la desconcertó aún más.
—¿Pedro?
—Sí, claro —dijo él impaciente—. Ahora vamos a encender algunas velas antes de que estas linternas se apaguen. Dame las llaves, por favor, mi moto no funciona sin ellas.
O sea que ya estaba pensando en marcharse, pensó Paula tristemente. La imagen de él desapareciendo con su moto, después de un revolcón de cinco minutos era tremendamente deprimente.
Paula en silencio le dio las llaves, que él colocó en el bolsillo trasero de los vaqueros.
—Vale. Dame la mano. Esta linterna está a punto de apagarse y no quiero que te caigas por las escaleras. ¿Cómo estaba Bauti? —preguntó él, mientras bajaban de la mano por la escalera, iluminados sólo por un diminuto rayo de luz—. No he oído nada, así que supongo que sigue dormido.
—Sí, duerme muy bien por las noches. Después de las nueve, no lo despierta nada.
—No sabes cuánto me alegro de oír eso —dijo, apretando ligeramente su mano.
El corazón de Paula se aceleró. La posibilidad de que él pasara toda la noche con ella si se lo pedía enviaba escalofríos por su espalda.
—Pedro —dijo ella, parándose cuando llegaron al final de la escalera.
—¿Sí?
El sonido de su voz hizo que su valor se esfumara. Si le pedía que se quedara toda la noche, podía interpretarlo como una demanda por su parte, como si quisiera engancharse a él.
—¿De verdad no se han molestado cuando les has pedido que se fueran?
—Estarás de broma —rió Pedro—. Yo creo que estaban aliviados. Probablemente sólo habían venido a cenar gratis. Y eso ya lo han hecho, ¿no?
—¿Cómo puedes decir algo tan cínico?
—Lo siento, pero soy cínico. Y tú también, si eres sincera contigo misma. Los dos hemos llegado a los treinta y sabemos lo que es la vida.
Paula estuvo a punto de protestar, pero no lo hizo. Pedro volvía a tener razón. Ella se había vuelto más cínica en los últimos años. Desgraciadamente, no se había dado cuenta a tiempo y había decidido tener a Bauti antes de aceptar la dura y fría realidad. Como muchas mujeres, había pensado que podía hacerlo todo y serlo todo a la vez. Pero se había tenido que dar cuenta de que no era Superwoman y de que necesitaba ayuda.
Y removería cielo y tierra para encontrar a la mejor niñera para que cuidara de él. No volvería a trabajar hasta que lo hubiera hecho.
Aquel pensamiento la hizo volver a la realidad. El número del próximo mes tenía que salir el viernes siguiente y, como editora, era crucial que estuviera allí aquella semana. Si no lo hacía, era posible que no tuviera trabajo cuando quisiera volver. Aunque Facundo y ella habían trabajado mucho para comprar la casa, los muebles y el coche, en el banco no había demasiado dinero. Necesitaba su trabajo y le gustaba, no tenía por qué disimular. Había intentado ser madre durante las veinticuatro horas del día y casi se había vuelto loca.
Suspirando, Paula dejó la linterna sobre la mesita y arropó con cuidado al pequeño.
—No te preocupes, cariño —susurró, mandando un beso de sus labios a su frente con el dedo—. Esos son problemas de mamá. Mañana encontraré la solución. Quizá me dejen llevarte al trabajo.
Salió de puntillas de la habitación y, cuando estuvo en el pasillo, apagó la linterna. Se apoyó en la pared para llegar a la escalera, donde se sentó en la oscuridad y escuchó con interés cómo Pedro acompañaba a las dos parejas hacia la puerta.
—Paula me ha dicho que me disculpe por ella y que les diga que les llamará — estaba diciendo Pedro—. Gracias por venir. Cuidado con el escalón. Adiós.
Paula movió la cabeza. Ni una protesta. Parecía que Pedro tenía razón una vez más. O eso o se habían quedado sin palabras por la repentina aparición de un gigante vestido de negro. Pedro tenía una personalidad y un aspecto abrumadores.
Oyó que él cerraba la puerta y lo oyó suspirar. Era un suspiro extraño. ¿Habría cambiado de opinión?, pensó aterrada. ¿Habría decidido no dormir con ella después de todo?
La idea de que él podría marcharse, hizo que se levantara de un salto.
—¡Pedro!
—¿Qué? ¿Qué pasa? —preguntó él, subiendo las escaleras de un salto.
—No...no ibas a marcharte, ¿verdad?
—¿Marcharme? ¿Por qué?
—Pues porque...bueno, podrías pensar que, como tengo un hijo, lo que busco es un hombre para toda la vida, no un hombre para una sola noche.
—Se me había ocurrido la idea —dijo él—. ¿Y es así?
—¡No, claro que no! Sólo quiero...
—Ya.
Paula estaba confundida por el extraño sonido de su voz.
—Pero también es lo que tú quieres, ¿no es así Pedro?
Él no contestó rápidamente y eso la desconcertó aún más.
—¿Pedro?
—Sí, claro —dijo él impaciente—. Ahora vamos a encender algunas velas antes de que estas linternas se apaguen. Dame las llaves, por favor, mi moto no funciona sin ellas.
O sea que ya estaba pensando en marcharse, pensó Paula tristemente. La imagen de él desapareciendo con su moto, después de un revolcón de cinco minutos era tremendamente deprimente.
Paula en silencio le dio las llaves, que él colocó en el bolsillo trasero de los vaqueros.
—Vale. Dame la mano. Esta linterna está a punto de apagarse y no quiero que te caigas por las escaleras. ¿Cómo estaba Bauti? —preguntó él, mientras bajaban de la mano por la escalera, iluminados sólo por un diminuto rayo de luz—. No he oído nada, así que supongo que sigue dormido.
—Sí, duerme muy bien por las noches. Después de las nueve, no lo despierta nada.
—No sabes cuánto me alegro de oír eso —dijo, apretando ligeramente su mano.
El corazón de Paula se aceleró. La posibilidad de que él pasara toda la noche con ella si se lo pedía enviaba escalofríos por su espalda.
—Pedro —dijo ella, parándose cuando llegaron al final de la escalera.
—¿Sí?
El sonido de su voz hizo que su valor se esfumara. Si le pedía que se quedara toda la noche, podía interpretarlo como una demanda por su parte, como si quisiera engancharse a él.
—¿De verdad no se han molestado cuando les has pedido que se fueran?
—Estarás de broma —rió Pedro—. Yo creo que estaban aliviados. Probablemente sólo habían venido a cenar gratis. Y eso ya lo han hecho, ¿no?
—¿Cómo puedes decir algo tan cínico?
—Lo siento, pero soy cínico. Y tú también, si eres sincera contigo misma. Los dos hemos llegado a los treinta y sabemos lo que es la vida.
Paula estuvo a punto de protestar, pero no lo hizo. Pedro volvía a tener razón. Ella se había vuelto más cínica en los últimos años. Desgraciadamente, no se había dado cuenta a tiempo y había decidido tener a Bauti antes de aceptar la dura y fría realidad. Como muchas mujeres, había pensado que podía hacerlo todo y serlo todo a la vez. Pero se había tenido que dar cuenta de que no era Superwoman y de que necesitaba ayuda.
El Niñero: Capítulo 21
—Tendremos que dejar esto para más tarde —susurró Pedro en la oscuridad—. Ve a ver si Bauti se ha despertado y yo me libraré de tus invitados. ¿Tienes una linterna?
—No, lo siento —replicó ella sin aliento—. En la cocina hay cerillas y velas.
—Lo sé, las he visto antes. Pero eso no se lo vamos a decir a tus invitados, ¿verdad? No vamos a decirles que tenemos luz en absoluto.
—Pero...
—¿Quieres que me libre de ellos o no, Paula?—preguntó él, tomándola de los hombros—. ¿Me estás diciendo que has cambiado de opinión?
—No...
—No pareces muy segura.
No sabía qué decir. Su anterior deseo enloquecido había sido ligeramente templado por la interrupción. Y estaba empezando a sentirse avergonzada. ¿Qué pensaría él de ella? Aunque deseaba ser sexualmente más aventurera, despreciaba las relaciones de una sola noche.
—No...quiero que pienses que soy fácil.
—Por favor, Paula, ¿De qué siglo eres? Yo no creo que una mujer sea fácil porque se comporte como una mujer sana y normal. Ser fácil o no, no tiene nada que ver con el sexo y sí con la personalidad. Tú nunca podrías ser fácil. Nunca.
Paula sintió un extraño placer ante aquellas palabras.
—Ahora que hemos aclarado eso —siguió Pedro con brusquedad—, haz lo que digo, ¿De acuerdo? Toma, quédate con esto —dijo, sacando el llavero del bolsillo, en el que había una diminuta linterna del bolsillo.
—Se enciende y se apaga apretando la base —mostró él—. Tiene una pila diminuta, así que no la dejes encendida mucho tiempo.
—Pero, ¿no te hará falta para bajar?
—Tengo otra en la mochila. Quiero que me prometas que no vas a bajar. Voy a decirles que Bauti se ha despertado y está muy asustado por la tormenta. Cuando vean que no les queda nada que hacer excepto quedarse sentados en la oscuridad, se marcharán.
—¿No crees que se sentirán ofendidos?
—En absoluto. Por lo que has dicho, estarán deseando marcharse a casa para poder estar solos.
Paula hizo una mueca. ¿Eso era lo que Pedro deseaba? ¿Estar a solas con ella?
—Voy a bajar. Y recuerda lo que te he dicho. No bajes hasta que hayas oído el ruido de los coches.
Paula se dirigió rápidamente a la habitación de Bauti. No creía que se hubiera despertado, porque sí lo hubiera hecho, estaría llorando.
Un bendito silencio la recibió cuando abrió la puerta y, aunque se sentía aliviada, no era una gran sorpresa. Bautista era un terror durante el día, pero por la noche, no lo despertaría ni un terremoto.
—No, lo siento —replicó ella sin aliento—. En la cocina hay cerillas y velas.
—Lo sé, las he visto antes. Pero eso no se lo vamos a decir a tus invitados, ¿verdad? No vamos a decirles que tenemos luz en absoluto.
—Pero...
—¿Quieres que me libre de ellos o no, Paula?—preguntó él, tomándola de los hombros—. ¿Me estás diciendo que has cambiado de opinión?
—No...
—No pareces muy segura.
No sabía qué decir. Su anterior deseo enloquecido había sido ligeramente templado por la interrupción. Y estaba empezando a sentirse avergonzada. ¿Qué pensaría él de ella? Aunque deseaba ser sexualmente más aventurera, despreciaba las relaciones de una sola noche.
—No...quiero que pienses que soy fácil.
—Por favor, Paula, ¿De qué siglo eres? Yo no creo que una mujer sea fácil porque se comporte como una mujer sana y normal. Ser fácil o no, no tiene nada que ver con el sexo y sí con la personalidad. Tú nunca podrías ser fácil. Nunca.
Paula sintió un extraño placer ante aquellas palabras.
—Ahora que hemos aclarado eso —siguió Pedro con brusquedad—, haz lo que digo, ¿De acuerdo? Toma, quédate con esto —dijo, sacando el llavero del bolsillo, en el que había una diminuta linterna del bolsillo.
—Se enciende y se apaga apretando la base —mostró él—. Tiene una pila diminuta, así que no la dejes encendida mucho tiempo.
—Pero, ¿no te hará falta para bajar?
—Tengo otra en la mochila. Quiero que me prometas que no vas a bajar. Voy a decirles que Bauti se ha despertado y está muy asustado por la tormenta. Cuando vean que no les queda nada que hacer excepto quedarse sentados en la oscuridad, se marcharán.
—¿No crees que se sentirán ofendidos?
—En absoluto. Por lo que has dicho, estarán deseando marcharse a casa para poder estar solos.
Paula hizo una mueca. ¿Eso era lo que Pedro deseaba? ¿Estar a solas con ella?
—Voy a bajar. Y recuerda lo que te he dicho. No bajes hasta que hayas oído el ruido de los coches.
Paula se dirigió rápidamente a la habitación de Bauti. No creía que se hubiera despertado, porque sí lo hubiera hecho, estaría llorando.
Un bendito silencio la recibió cuando abrió la puerta y, aunque se sentía aliviada, no era una gran sorpresa. Bautista era un terror durante el día, pero por la noche, no lo despertaría ni un terremoto.
jueves, 21 de julio de 2016
El Niñero: Capítulo 20
Pedro se sorprendió porque estuvo tentado de decírselo, hacer que se sentara a su lado y contárselo todo. Pero, ¿para qué? ¿Le devolvería a Vanesa y a Juana? ¿Cambiaría algo de su pasado?
Sin embargo, sor Agustina y el médico le habían dicho que debía hablar sobre su pérdida. Le habían dicho que era la única manera de librarse de la ira y del dolor. Pedro no los había creído, pero en aquel momento se preguntaba si tendrían razón.
Miró a Paula y hubiera deseado con todas sus fuerzas volcar en ella su corazón. Ella lo entendería. Entendería muy bien cómo se sintió y cómo seguía sintiéndose. Ella también había perdido a alguien en circunstancias trágicas.
Se maravilló de nuevo ante su valentía al decidir tener el hijo del hombre que amaba, aún después de muerto éste. Cada vez que mirase a Bautista, le recordaría a su padre. Quizá aquel era su problema con el niño. ¿Le pesaría inconscientemente que Bautista estuviera vivo mientras el hombre que amaba había muerto? ¿Se sentiría culpable porque ella estaba viva? Quizá pensara que ella debía haber muerto con él. Pedro había sentido eso. Había querido morir y, para poder seguir adelante, había abrazado una fiebre de venganza durante un tiempo. Pero cuando el Tribunal había decidido recompensarle con aquella enorme suma de dinero, se dio cuenta de la tontería que había hecho. La venganza no reportaba ninguna satisfacción. La rabia y la culpa seguían allí y el dinero no significaba nada para él.
Así que lo dejó todo y salió corriendo. Alejándose del dolor, de la soledad, de la brutal realidad de seguir vivo cuando todo lo que había amado y había prometido proteger estaba muerto.
El tiempo y los constantes viajes, la distracción de sitios diferentes, trabajos diferentes, gente diferente había curado en parte sus heridas. Incluso podía comportarse con normalidad. Pero otro matrimonio y otra familia era algo que ni siquiera contemplaba. Por eso su relación con las mujeres era superficial y estrictamente sexual. Entonces, ¿por qué demonios hubiera deseado volcar su corazón en Paula? Era lógico que quisiera acostarse con ella. Cualquier hombre lo hubiera deseado. Pero, ¿abrirle su alma? ¿Arriesgarse a un compromiso emocional? Era la última mujer de la que hubiera deseado enamorarse. Tenía un hijo. Estaba buscando un hombre para compartir su vida, no un tipo cuyo único objetivo en la vida era disfrutar cada día sin pensar en el mañana.
Debería estar a kilómetros de allí en lugar de estar mirándola y deseando no sólo su cuerpo, sino el calor y la compasión de aquella mujer. «¿Por qué no lo haces, idiota?», se preguntó a sí mismo.
—Creo que lo mejor será que bajes —sugirió él, en un vano intento de ser sensato—. Tus invitados se estarán preguntando dónde estás.
—¡Que se pregunten lo que quieran! Si bajo me pondré a beber vino, intentando encontrar algún tema de conversación y mañana tendré dolor de cabeza. Los cuatro están encantados haciéndose caricias. Llevan toda la noche besuqueándose. Hace cinco minutos casi les he tenido que decir que no se preocuparan ni por la cena ni por mí, que podían tumbarse en el suelo y hacer lo que les diera la gana.
Pedro sonrió. Parecía que la pobre Paula estaba teniendo una noche tan frustrante como él.
—¿Por qué no se lo has dicho? —preguntó él, de broma.
—Ojala lo hubiera hecho —suspiró irritada—. ¿No te gustaría poder decir lo que piensas alguna vez?
—Desde luego. Pero desgraciadamente, decir la verdad siempre crea problemas —podía imaginarse lo que ella diría si le dijera que, en ese momento, él querría quitarle la ropa y tumbarla en el suelo.
—Dime lo que estás pensando —ordenó ella de pronto—. En este momento. Quiero la verdad, toda la verdad y nada más que la verdad.
—No, no es verdad.
—Sí lo es —respondió ella, echando la cabeza hacia atrás de un modo desafiante que hizo que su pelo brillara como la seda.
No había duda de que estaba flirteando y Pedro se dió cuenta, sorprendido, de que la hermana de Gonza estaba tonteando con él.
Deslizó su mirada por todo su cuerpo y notó la rápida subida y bajada de sus pechos, los duros pezones que se marcaban a través del chaleco y sus mejillas sonrojadas. Menuda sorpresa, pensó.
La posibilidad de que ella lo deseara tanto como él, rápidamente le hizo dejar a un lado cualquier preocupación sobre un compromiso, sexual o de otro tipo. Incluso su expresión de culpabilidad no consiguió apartarlo de la decisión que acababa de tomar. Se levantó y se acercó a ella, mirándola a los ojos, diciéndole con los ojos lo que tenía en mente.
Casi había esperado que ella saliera corriendo, pero no lo hizo. Se quedó allí, mirándolo, sin pestañear.
Cuando Pedro se paró a un metro de su cuerpo y alargó la mano para levantar su barbilla, sintió que estaba temblando. No era un temblor de miedo, sino de intensa excitación. Podía ver el deseo en sus ojos brillantes y notó que había abierto la boca para respirar mejor. Y le encantaban cada uno de esos detalles.
—¿Quieres saber lo que estoy pensando? —preguntó suavemente, deslizando su dedo desde la garganta hasta el escote—. Estoy pensando que necesitas un hombre desesperadamente. Y yo soy ese hombre.
Pedro estaba a punto de besarla cuando un relámpago, seguido de un cataclismo de truenos pareció mover los cimientos de la casa. Las luces y la televisión se apagaron, dejando la habitación en la más absoluta oscuridad.
Paula ahogó un gemido, cuando sintió que Pedro apartaba el dedo de su piel. No iba a seguir. Era en lo único que podía pensar en aquel momento. El apagón no importaba. Ni tampoco sus invitados. ¡No iba a seguir!
Volvió a gemir. No quería que Pedro parase. Quería que la tomara en sus brazos, quería que la tocara, que la besara, que la desnudara. Sí, tenía razón. Necesitaba un hombre desesperadamente. Pero no cualquier hombre. Necesitaba a Pedro.Quería hacerlo todo con él, todo lo que le habían enseñado que era indecente o desagradable. Quería que él la liberase de sus inhibiciones a la vez que de su ropa.
Quería dejar a un lado a la Paula que había habitado su cuerpo durante sus treinta años y abrazar a una nueva Paula, la que había surgido cuando vió a aquel hombre desnudo en el pasillo. Esa era la que había sabido de forma instintiva lo que quería, sin vergüenza y sin escrúpulos. Y, mientras que la Paula del cerebro lavado había intentado suprimir aquel lado suyo, podía ver en aquel momento que la nueva y más excitante Paula también había estado controlándola toda la tarde. Ella había dirigido su mano al elegir la ropa, la forma en la que se había peinado, el perfume que había elegido.
Casi se había bañado con él. No había un solo poro de su cuerpo que no oliera a Opium. Y su comportamiento de aquella noche. En el pasado, siempre había sido fría y distante en sus relaciones con los hombres. Nunca les dejaba dar un paso que ella no controlara.
Pero con Pedro de repente había descubierto su lado más femenino. No había podido apartarse de él más de diez minutos, subiendo con cualquier excusa, para poder estar con él.
Con cada visita, estaba más desesperada por atraerlo sexualmente, hasta que había tenido que flirtear y Pedro había visto lo que había detrás de su comportamiento. Lo había visto y había decidido actuar en consecuencia, con una resolución que la había dejado temblando.
Sin embargo, sor Agustina y el médico le habían dicho que debía hablar sobre su pérdida. Le habían dicho que era la única manera de librarse de la ira y del dolor. Pedro no los había creído, pero en aquel momento se preguntaba si tendrían razón.
Miró a Paula y hubiera deseado con todas sus fuerzas volcar en ella su corazón. Ella lo entendería. Entendería muy bien cómo se sintió y cómo seguía sintiéndose. Ella también había perdido a alguien en circunstancias trágicas.
Se maravilló de nuevo ante su valentía al decidir tener el hijo del hombre que amaba, aún después de muerto éste. Cada vez que mirase a Bautista, le recordaría a su padre. Quizá aquel era su problema con el niño. ¿Le pesaría inconscientemente que Bautista estuviera vivo mientras el hombre que amaba había muerto? ¿Se sentiría culpable porque ella estaba viva? Quizá pensara que ella debía haber muerto con él. Pedro había sentido eso. Había querido morir y, para poder seguir adelante, había abrazado una fiebre de venganza durante un tiempo. Pero cuando el Tribunal había decidido recompensarle con aquella enorme suma de dinero, se dio cuenta de la tontería que había hecho. La venganza no reportaba ninguna satisfacción. La rabia y la culpa seguían allí y el dinero no significaba nada para él.
Así que lo dejó todo y salió corriendo. Alejándose del dolor, de la soledad, de la brutal realidad de seguir vivo cuando todo lo que había amado y había prometido proteger estaba muerto.
El tiempo y los constantes viajes, la distracción de sitios diferentes, trabajos diferentes, gente diferente había curado en parte sus heridas. Incluso podía comportarse con normalidad. Pero otro matrimonio y otra familia era algo que ni siquiera contemplaba. Por eso su relación con las mujeres era superficial y estrictamente sexual. Entonces, ¿por qué demonios hubiera deseado volcar su corazón en Paula? Era lógico que quisiera acostarse con ella. Cualquier hombre lo hubiera deseado. Pero, ¿abrirle su alma? ¿Arriesgarse a un compromiso emocional? Era la última mujer de la que hubiera deseado enamorarse. Tenía un hijo. Estaba buscando un hombre para compartir su vida, no un tipo cuyo único objetivo en la vida era disfrutar cada día sin pensar en el mañana.
Debería estar a kilómetros de allí en lugar de estar mirándola y deseando no sólo su cuerpo, sino el calor y la compasión de aquella mujer. «¿Por qué no lo haces, idiota?», se preguntó a sí mismo.
—Creo que lo mejor será que bajes —sugirió él, en un vano intento de ser sensato—. Tus invitados se estarán preguntando dónde estás.
—¡Que se pregunten lo que quieran! Si bajo me pondré a beber vino, intentando encontrar algún tema de conversación y mañana tendré dolor de cabeza. Los cuatro están encantados haciéndose caricias. Llevan toda la noche besuqueándose. Hace cinco minutos casi les he tenido que decir que no se preocuparan ni por la cena ni por mí, que podían tumbarse en el suelo y hacer lo que les diera la gana.
Pedro sonrió. Parecía que la pobre Paula estaba teniendo una noche tan frustrante como él.
—¿Por qué no se lo has dicho? —preguntó él, de broma.
—Ojala lo hubiera hecho —suspiró irritada—. ¿No te gustaría poder decir lo que piensas alguna vez?
—Desde luego. Pero desgraciadamente, decir la verdad siempre crea problemas —podía imaginarse lo que ella diría si le dijera que, en ese momento, él querría quitarle la ropa y tumbarla en el suelo.
—Dime lo que estás pensando —ordenó ella de pronto—. En este momento. Quiero la verdad, toda la verdad y nada más que la verdad.
—No, no es verdad.
—Sí lo es —respondió ella, echando la cabeza hacia atrás de un modo desafiante que hizo que su pelo brillara como la seda.
No había duda de que estaba flirteando y Pedro se dió cuenta, sorprendido, de que la hermana de Gonza estaba tonteando con él.
Deslizó su mirada por todo su cuerpo y notó la rápida subida y bajada de sus pechos, los duros pezones que se marcaban a través del chaleco y sus mejillas sonrojadas. Menuda sorpresa, pensó.
La posibilidad de que ella lo deseara tanto como él, rápidamente le hizo dejar a un lado cualquier preocupación sobre un compromiso, sexual o de otro tipo. Incluso su expresión de culpabilidad no consiguió apartarlo de la decisión que acababa de tomar. Se levantó y se acercó a ella, mirándola a los ojos, diciéndole con los ojos lo que tenía en mente.
Casi había esperado que ella saliera corriendo, pero no lo hizo. Se quedó allí, mirándolo, sin pestañear.
Cuando Pedro se paró a un metro de su cuerpo y alargó la mano para levantar su barbilla, sintió que estaba temblando. No era un temblor de miedo, sino de intensa excitación. Podía ver el deseo en sus ojos brillantes y notó que había abierto la boca para respirar mejor. Y le encantaban cada uno de esos detalles.
—¿Quieres saber lo que estoy pensando? —preguntó suavemente, deslizando su dedo desde la garganta hasta el escote—. Estoy pensando que necesitas un hombre desesperadamente. Y yo soy ese hombre.
Pedro estaba a punto de besarla cuando un relámpago, seguido de un cataclismo de truenos pareció mover los cimientos de la casa. Las luces y la televisión se apagaron, dejando la habitación en la más absoluta oscuridad.
Paula ahogó un gemido, cuando sintió que Pedro apartaba el dedo de su piel. No iba a seguir. Era en lo único que podía pensar en aquel momento. El apagón no importaba. Ni tampoco sus invitados. ¡No iba a seguir!
Volvió a gemir. No quería que Pedro parase. Quería que la tomara en sus brazos, quería que la tocara, que la besara, que la desnudara. Sí, tenía razón. Necesitaba un hombre desesperadamente. Pero no cualquier hombre. Necesitaba a Pedro.Quería hacerlo todo con él, todo lo que le habían enseñado que era indecente o desagradable. Quería que él la liberase de sus inhibiciones a la vez que de su ropa.
Quería dejar a un lado a la Paula que había habitado su cuerpo durante sus treinta años y abrazar a una nueva Paula, la que había surgido cuando vió a aquel hombre desnudo en el pasillo. Esa era la que había sabido de forma instintiva lo que quería, sin vergüenza y sin escrúpulos. Y, mientras que la Paula del cerebro lavado había intentado suprimir aquel lado suyo, podía ver en aquel momento que la nueva y más excitante Paula también había estado controlándola toda la tarde. Ella había dirigido su mano al elegir la ropa, la forma en la que se había peinado, el perfume que había elegido.
Casi se había bañado con él. No había un solo poro de su cuerpo que no oliera a Opium. Y su comportamiento de aquella noche. En el pasado, siempre había sido fría y distante en sus relaciones con los hombres. Nunca les dejaba dar un paso que ella no controlara.
Pero con Pedro de repente había descubierto su lado más femenino. No había podido apartarse de él más de diez minutos, subiendo con cualquier excusa, para poder estar con él.
Con cada visita, estaba más desesperada por atraerlo sexualmente, hasta que había tenido que flirtear y Pedro había visto lo que había detrás de su comportamiento. Lo había visto y había decidido actuar en consecuencia, con una resolución que la había dejado temblando.
Y, aunque se había sorprendido por la forma casi arrogante en la que había tomado el control, no lo hubiera parado ni en un millón de años. Y no quería que parase.
El Niñero: Capítulo 19
—No tienes por qué hacerlo. Ha sido un placer.
Paula se sonrojó y Pedro se quedó sorprendido. ¿Qué había dicho para que se pusiera colorada? Ella apartó la vista rápidamente.
—¿Paula? ¿Qué pasa? ¿Qué he dicho?
—Nada—contestó ella, sin mirarlo—. Es que...siento vergüenza de mí misma, eso es todo.
—Pero, ¿por qué?
Los ojos de ella volvieron a los suyos, brillantes.
—¿Que por qué? Por muchas cosas, pero sobre todo por ser tan grosera contigo cuando llegué a casa. Y por juzgarte mal.
—¿Juzgarme mal?
—Sí. Sólo porque vas en moto y te vistes de esa manera, asumí que eras el típico machito neanderthal, pero eres un hombre muy inteligente y sensible y tienes más sentido común que la mayoría de los hombres que conozco. Y has hecho todo esto para una cena a la que ni siquiera estás invitado...
Sonó el timbre y Paula lanzó un gemido.
—Paula, cálmate —aconsejó firmemente Pedro—. Te prometo que nada de lo que has dicho hoy me ha ofendido. Era perfectamente comprensible. No tienes por qué sentirte avergonzada ni culpable de nada. Mira, estás pasando por unos momentos difíciles últimamente y lo que ha pasado hoy hubiera sido suficiente para sacar a cualquiera de sus casillas. Ahora, ve a abrir la puerta y pásalo bien. Si te sientes muy culpable sobre la comida, súbeme un plato —añadió—. Tengo hambre y la ternera de Gabriel es mi debilidad. También puedes subirme un par de pasteles. ¿De acuerdo?
—Haces que todo parezca tan sencillo, pero no lo es —dijo ella.
—Puede serlo si tú quieres.
—No lo entiendes, ¿verdad? Pero, claro, no puedes —dijo ella, mirándolo con una sonrisa divertida.
El timbre volvió a sonar de forma insistente.
—Lo que entiendo es que si no abres la puerta, Bauti va a despertarse.
—Vale, voy. Sé cuando he perdido.
—Yo también —murmuró Pedro, subiendo los escalones a saltos, antes de que a Paula le diera otro ataque de culpabilidad y le pidiera que cenara con ellos.
Aunque en ese momento, Paula creía que era un auténtico caballero, su primera impresión no había sido del todo equivocada. Durante los últimos diez años, había hecho el papel de macho neanderthal con más mujeres de las que podía recordar. Y sospechaba que la noche que le esperaba iba a poner a prueba su galantería más de una vez.
Paula subió varias veces para ver cómo estaba Bautista y para llevarle la cena. Cada vez que subía, él pretendía estar absorto en un programa de televisión. Pero aún así, suspiraba con alivio cada vez que se marchaba.
Su frustración llegó a alturas inesperadas cuando le subió el café alrededor de las diez y se quedó un rato, primero sentada en el brazo del sofá y después, al lado de la ventana, charlando acerca de la tormenta que estaba en pleno apogeo. La lluvia golpeaba con fuerza y las ramas de los árboles rozaban contra el cristal bajo la fuerza del viento.
Pedro la encontraba igual de deseable aunque le diera la espalda. Seguía mirando su pelo y deseando tomarlo entre sus dedos y llevarla al sofá con él; hubiera deseado meter las manos por debajo de aquel chaleco y acariciar sus desnudos pechos; le hubiera gustado tenerla jadeando debajo de él.
—Paula—dijo por fin—. ¿Qué van a pensar tus invitados si desapareces cada diez minutos?
Paula se dió la vuelta, con los brazos cruzados sobre el pecho y una expresión rebelde.
—Me da igual lo que piensen. Nunca me he aburrido tanto en mi vida. Creí que me vendría bien invitar gente a mi casa, charlar con ellos, tener un poco de compañía, pero no es así. Creí que Daniela y Ludmila eran mis amigas, pero veo que yo les importo tan poco como ellas a mí. Les he contado lo que le ha pasado a Mariana y ni siquiera me han preguntado cómo está o si voy a poder ir a trabajar el lunes. Y como Bautista está en la cuna, simplemente no existe para ellas. Ludmila incluso ha dicho que no tenía intención de tener hijos en su vida porque estropearía su figura. Y sus novios...Lo único que puedo decir es que si eso es lo único que hay en el mercado, yo paso.
Pedro estaba sorprendido de aquella reacción, pero comprendía muy bien lo que sentía. Sus palabras eran un eco de lo que él había encontrado en su vida durante los últimos diez años. No es que hubiera estado buscando una mujer, pero no había podido evitar darse cuenta del juego de las mentiras en que se había convertido la búsqueda de pareja y entendía perfectamente la desilusión de Paula.
La mayoría de la gente soltera de más de treinta años era egoísta y demasiado exigente. Sus expectativas eran ridículamente altas. Lo querían todo, pero no estaban dispuestos a dar nada a cambio. El compromiso y el sacrificio eran conceptos que ni se mencionaban. La relación duraba lo que duraba la pasión, que normalmente era muy poco.
—Las relaciones son muy complicadas en estos días —murmuró Pedro—. Encontrar a alguien es difícil.
—¿Por eso tú no te has casado?
—En parte.
—¿Y cuál es la otra parte?
Paula se sonrojó y Pedro se quedó sorprendido. ¿Qué había dicho para que se pusiera colorada? Ella apartó la vista rápidamente.
—¿Paula? ¿Qué pasa? ¿Qué he dicho?
—Nada—contestó ella, sin mirarlo—. Es que...siento vergüenza de mí misma, eso es todo.
—Pero, ¿por qué?
Los ojos de ella volvieron a los suyos, brillantes.
—¿Que por qué? Por muchas cosas, pero sobre todo por ser tan grosera contigo cuando llegué a casa. Y por juzgarte mal.
—¿Juzgarme mal?
—Sí. Sólo porque vas en moto y te vistes de esa manera, asumí que eras el típico machito neanderthal, pero eres un hombre muy inteligente y sensible y tienes más sentido común que la mayoría de los hombres que conozco. Y has hecho todo esto para una cena a la que ni siquiera estás invitado...
Sonó el timbre y Paula lanzó un gemido.
—Paula, cálmate —aconsejó firmemente Pedro—. Te prometo que nada de lo que has dicho hoy me ha ofendido. Era perfectamente comprensible. No tienes por qué sentirte avergonzada ni culpable de nada. Mira, estás pasando por unos momentos difíciles últimamente y lo que ha pasado hoy hubiera sido suficiente para sacar a cualquiera de sus casillas. Ahora, ve a abrir la puerta y pásalo bien. Si te sientes muy culpable sobre la comida, súbeme un plato —añadió—. Tengo hambre y la ternera de Gabriel es mi debilidad. También puedes subirme un par de pasteles. ¿De acuerdo?
—Haces que todo parezca tan sencillo, pero no lo es —dijo ella.
—Puede serlo si tú quieres.
—No lo entiendes, ¿verdad? Pero, claro, no puedes —dijo ella, mirándolo con una sonrisa divertida.
El timbre volvió a sonar de forma insistente.
—Lo que entiendo es que si no abres la puerta, Bauti va a despertarse.
—Vale, voy. Sé cuando he perdido.
—Yo también —murmuró Pedro, subiendo los escalones a saltos, antes de que a Paula le diera otro ataque de culpabilidad y le pidiera que cenara con ellos.
Aunque en ese momento, Paula creía que era un auténtico caballero, su primera impresión no había sido del todo equivocada. Durante los últimos diez años, había hecho el papel de macho neanderthal con más mujeres de las que podía recordar. Y sospechaba que la noche que le esperaba iba a poner a prueba su galantería más de una vez.
Paula subió varias veces para ver cómo estaba Bautista y para llevarle la cena. Cada vez que subía, él pretendía estar absorto en un programa de televisión. Pero aún así, suspiraba con alivio cada vez que se marchaba.
Su frustración llegó a alturas inesperadas cuando le subió el café alrededor de las diez y se quedó un rato, primero sentada en el brazo del sofá y después, al lado de la ventana, charlando acerca de la tormenta que estaba en pleno apogeo. La lluvia golpeaba con fuerza y las ramas de los árboles rozaban contra el cristal bajo la fuerza del viento.
Pedro la encontraba igual de deseable aunque le diera la espalda. Seguía mirando su pelo y deseando tomarlo entre sus dedos y llevarla al sofá con él; hubiera deseado meter las manos por debajo de aquel chaleco y acariciar sus desnudos pechos; le hubiera gustado tenerla jadeando debajo de él.
—Paula—dijo por fin—. ¿Qué van a pensar tus invitados si desapareces cada diez minutos?
Paula se dió la vuelta, con los brazos cruzados sobre el pecho y una expresión rebelde.
—Me da igual lo que piensen. Nunca me he aburrido tanto en mi vida. Creí que me vendría bien invitar gente a mi casa, charlar con ellos, tener un poco de compañía, pero no es así. Creí que Daniela y Ludmila eran mis amigas, pero veo que yo les importo tan poco como ellas a mí. Les he contado lo que le ha pasado a Mariana y ni siquiera me han preguntado cómo está o si voy a poder ir a trabajar el lunes. Y como Bautista está en la cuna, simplemente no existe para ellas. Ludmila incluso ha dicho que no tenía intención de tener hijos en su vida porque estropearía su figura. Y sus novios...Lo único que puedo decir es que si eso es lo único que hay en el mercado, yo paso.
Pedro estaba sorprendido de aquella reacción, pero comprendía muy bien lo que sentía. Sus palabras eran un eco de lo que él había encontrado en su vida durante los últimos diez años. No es que hubiera estado buscando una mujer, pero no había podido evitar darse cuenta del juego de las mentiras en que se había convertido la búsqueda de pareja y entendía perfectamente la desilusión de Paula.
La mayoría de la gente soltera de más de treinta años era egoísta y demasiado exigente. Sus expectativas eran ridículamente altas. Lo querían todo, pero no estaban dispuestos a dar nada a cambio. El compromiso y el sacrificio eran conceptos que ni se mencionaban. La relación duraba lo que duraba la pasión, que normalmente era muy poco.
—Las relaciones son muy complicadas en estos días —murmuró Pedro—. Encontrar a alguien es difícil.
—¿Por eso tú no te has casado?
—En parte.
—¿Y cuál es la otra parte?
El Niñero: Capítulo 18
—¡Las seis y media! —exclamó Paula, apartándose el mechón de pelo de la cara mientras se levantaba—. ¡No me va a dar tiempo de hacer nada!
—Claro que sí —dijo él con brusquedad—. Tienes una hora antes de que lleguen tus invitados. Venga, no seas holgazana.
—Pero hay que poner la mesa y yo tengo que lavarme el pelo. Con esta humedad lo tengo completamente lacio.
—Entonces, te sugiero que empieces con el pelo o le darás la bienvenida a tus invitados con el pelo mojado. Mientras tanto, yo pondré a Bauti en su cuna con un biberón y veré que puedo hacer con la mesa. La comida no ha llegado todavía, pero está a punto de hacerlo.
—¿Qué hubiera hecho sin tí? —preguntó Paula, corriendo hacia el baño.
—Quién sabe —murmuró Pedro para sí mismo.
—Durante una hora tienes que portarte muy bien —ordenó a Bauti mientras le cambiaba los pañales y le ponía un pijama azul de algodón. Éste sonreía encantado, como si estuviera completamente de acuerdo con lo que su nueva niñera sugería.
Cuando lo metió en la cuna, no hizo ni un ruido, aunque apartó inmediatamente su manta con los pies.
—Bueno, ahora hace demasiado calor para mantas. Pero hará frío en cuanto empiece a llover, así que volveré para taparte más tarde.
—Ga–ga —dijo Bauti.
—Exactamente —dijo Pedro, burlón—. Voy a acabar ga–gá después de esta noche, eso te lo aseguro. Aquí tienes el biberón. Bébetelo y a dormir.
Pedro creía firmemente que el demonio tentaba a los que no tenían nada que hacer, así que durante la siguiente hora no le dio tiempo al demonio a tentarlo con nada. Afortunadamente, la cocina de Paula estaba bien preparada, así que tuvo pocos problemas para encontrar platos, copas, servilletas y todo lo necesario para preparar una mesa elegante. Con la misma suerte, echó un vistazo a Bauti alrededor de las siete y el niño seguía dormido.
La comida llegó poco después y, como esperaba, su viejo amigo no le había defraudado. Había cóctel de marisco, perfectamente preparado y listo para servir en recipientes en forma de caracola, un asado de ternera en salsa, dos ensaladas y suficiente pan de ajo para alimentar a un ejército.
El postre era una variada selección de pastelería italiana que no prestaba la mínima atención a la moda de las comidas con pocas calorías. Gabriel incluso había puesto un par de botellas de su vino especial de la casa; un vino que tumbaría hasta al bebedor más empedernido.
Siguiendo las instrucciones de Gabriel, el chico de los recados no quería aceptar un céntimo de propina, pero cuando Pedro insistió en darle un billete de veinte dólares, se marchó silbando de alegría.
Pedro puso inmediatamente los entrantes y el postre en la nevera y el plato de ternera en el horno. Escondió el vino en uno de los armarios, porque no creía que Linda y sus amigos pudieran soportar aquel potente caldo y abrió un par de botellas de un blanco más suave que había encontrado en la nevera.
Un trueno ensordecedor hizo retumbar la casa y Pedro salió de la cocina y subió las escaleras corriendo, para comprobar si Bauti se había despertado.
Cuando abrió la puerta, intentó disimular la sorpresa que le produjo lo que vió allí. La Paula que estaba inclinada sobre la cuna no era la Paula que había saltado de la cama una hora antes.
Pedro miraba incrédulo la sedosa mata de pelo castaño que flotaba en lánguido abandono hasta la mitad de su espalda. Los masculinos pantalones y la camisa blanca habían sido reemplazados por algo largo, estrecho y rojo. Era encantadora. Y tan deseable. Su boca era tan roja como su vestido. Sus ojos brillaban y aquel pelo era como una tentación. Debió esconder bien sus sentimientos, porque no había ninguna alarma en sus ojos cuando lo miró.
—Chist —susurró, acercándose a él—. Está dormido.
Pedro tuvo que tragar saliva.
Lo que llevaba no era un vestido; era una falda y un chaleco a juego, con cuatro botones dorados. La falda se ajustaba en las caderas y le llegaba a los tobillos. El chaleco realzaba su estilizada figura, abultándose sobre sus pechos y apretando su estrecha cintura. Los pendientes de oro la hacían parecer una princesa gitana y a él le hubiera gustado tomarla en aquel mismo instante.
En lugar de hacerlo, dió un paso atrás, apretando los puños mientras ella salía y cerraba la puerta. Incluso apartándose de ella, seguía oliendo el perfume que desprendía su cuerpo. A Pedro le encantaba el perfume en una mujer, especialmente el tipo de perfume que llevaba aquella noche, exótico y terriblemente caro.
—Bauti duerme muy bien por las noches, pero estaba segura de que el trueno lo habría despertado —dijo ella, sonriendo.
Pedro recordó la expresión de su cara cuando se habían encontrado por primera vez en el pasillo y decidió que estaba más seguro cuando ella lo miraba con odio que cuando le sonreía.
—Bueno, a veces se tiene suerte. Si estás preparada, lo mejor será que bajemos y te explique el menú.
—¿Ya ha llegado la cena?
—Sí. Y antes de que tengamos una discusión sobre la factura, Gabriel no aceptaría ni un céntimo, así que no me debes nada. He puesto los platos fríos en la nevera y los calientes en el horno —dijo, dirigiéndose hacia las escaleras—. No deberías tener ningún problema.
—¡Esto es sencillamente maravilloso! —exclamó ella unos minutos más tarde—. ¡Y has puesto la mesa! ¡Está preciosa, Pedro! ¿Cómo voy a poder darte las gracias?
A Pedro se le ocurrían varias maneras, pero prefería no decir nada.
—Claro que sí —dijo él con brusquedad—. Tienes una hora antes de que lleguen tus invitados. Venga, no seas holgazana.
—Pero hay que poner la mesa y yo tengo que lavarme el pelo. Con esta humedad lo tengo completamente lacio.
—Entonces, te sugiero que empieces con el pelo o le darás la bienvenida a tus invitados con el pelo mojado. Mientras tanto, yo pondré a Bauti en su cuna con un biberón y veré que puedo hacer con la mesa. La comida no ha llegado todavía, pero está a punto de hacerlo.
—¿Qué hubiera hecho sin tí? —preguntó Paula, corriendo hacia el baño.
—Quién sabe —murmuró Pedro para sí mismo.
—Durante una hora tienes que portarte muy bien —ordenó a Bauti mientras le cambiaba los pañales y le ponía un pijama azul de algodón. Éste sonreía encantado, como si estuviera completamente de acuerdo con lo que su nueva niñera sugería.
Cuando lo metió en la cuna, no hizo ni un ruido, aunque apartó inmediatamente su manta con los pies.
—Bueno, ahora hace demasiado calor para mantas. Pero hará frío en cuanto empiece a llover, así que volveré para taparte más tarde.
—Ga–ga —dijo Bauti.
—Exactamente —dijo Pedro, burlón—. Voy a acabar ga–gá después de esta noche, eso te lo aseguro. Aquí tienes el biberón. Bébetelo y a dormir.
Pedro creía firmemente que el demonio tentaba a los que no tenían nada que hacer, así que durante la siguiente hora no le dio tiempo al demonio a tentarlo con nada. Afortunadamente, la cocina de Paula estaba bien preparada, así que tuvo pocos problemas para encontrar platos, copas, servilletas y todo lo necesario para preparar una mesa elegante. Con la misma suerte, echó un vistazo a Bauti alrededor de las siete y el niño seguía dormido.
La comida llegó poco después y, como esperaba, su viejo amigo no le había defraudado. Había cóctel de marisco, perfectamente preparado y listo para servir en recipientes en forma de caracola, un asado de ternera en salsa, dos ensaladas y suficiente pan de ajo para alimentar a un ejército.
El postre era una variada selección de pastelería italiana que no prestaba la mínima atención a la moda de las comidas con pocas calorías. Gabriel incluso había puesto un par de botellas de su vino especial de la casa; un vino que tumbaría hasta al bebedor más empedernido.
Siguiendo las instrucciones de Gabriel, el chico de los recados no quería aceptar un céntimo de propina, pero cuando Pedro insistió en darle un billete de veinte dólares, se marchó silbando de alegría.
Pedro puso inmediatamente los entrantes y el postre en la nevera y el plato de ternera en el horno. Escondió el vino en uno de los armarios, porque no creía que Linda y sus amigos pudieran soportar aquel potente caldo y abrió un par de botellas de un blanco más suave que había encontrado en la nevera.
Un trueno ensordecedor hizo retumbar la casa y Pedro salió de la cocina y subió las escaleras corriendo, para comprobar si Bauti se había despertado.
Cuando abrió la puerta, intentó disimular la sorpresa que le produjo lo que vió allí. La Paula que estaba inclinada sobre la cuna no era la Paula que había saltado de la cama una hora antes.
Pedro miraba incrédulo la sedosa mata de pelo castaño que flotaba en lánguido abandono hasta la mitad de su espalda. Los masculinos pantalones y la camisa blanca habían sido reemplazados por algo largo, estrecho y rojo. Era encantadora. Y tan deseable. Su boca era tan roja como su vestido. Sus ojos brillaban y aquel pelo era como una tentación. Debió esconder bien sus sentimientos, porque no había ninguna alarma en sus ojos cuando lo miró.
—Chist —susurró, acercándose a él—. Está dormido.
Pedro tuvo que tragar saliva.
Lo que llevaba no era un vestido; era una falda y un chaleco a juego, con cuatro botones dorados. La falda se ajustaba en las caderas y le llegaba a los tobillos. El chaleco realzaba su estilizada figura, abultándose sobre sus pechos y apretando su estrecha cintura. Los pendientes de oro la hacían parecer una princesa gitana y a él le hubiera gustado tomarla en aquel mismo instante.
En lugar de hacerlo, dió un paso atrás, apretando los puños mientras ella salía y cerraba la puerta. Incluso apartándose de ella, seguía oliendo el perfume que desprendía su cuerpo. A Pedro le encantaba el perfume en una mujer, especialmente el tipo de perfume que llevaba aquella noche, exótico y terriblemente caro.
—Bauti duerme muy bien por las noches, pero estaba segura de que el trueno lo habría despertado —dijo ella, sonriendo.
Pedro recordó la expresión de su cara cuando se habían encontrado por primera vez en el pasillo y decidió que estaba más seguro cuando ella lo miraba con odio que cuando le sonreía.
—Bueno, a veces se tiene suerte. Si estás preparada, lo mejor será que bajemos y te explique el menú.
—¿Ya ha llegado la cena?
—Sí. Y antes de que tengamos una discusión sobre la factura, Gabriel no aceptaría ni un céntimo, así que no me debes nada. He puesto los platos fríos en la nevera y los calientes en el horno —dijo, dirigiéndose hacia las escaleras—. No deberías tener ningún problema.
—¡Esto es sencillamente maravilloso! —exclamó ella unos minutos más tarde—. ¡Y has puesto la mesa! ¡Está preciosa, Pedro! ¿Cómo voy a poder darte las gracias?
A Pedro se le ocurrían varias maneras, pero prefería no decir nada.
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