sábado, 19 de marzo de 2016

El Negocio: Capítulo 20

Paula se cubrió con la sábana, furiosa.

—Eres imposible.

—Nada es imposible si lo intentas de verdad. En eso consiste el matrimonio, en tener expectativas realistas.

Estaba completamente seguro de sí mismo, su viril y poderoso cuerpo totalmente desnudo, y Paula se derretía con mirarlo. En ese momento, se dio cuenta de que seguía enamorada de él... y eso la entristeció y enfureció al mismo tiempo.

—¿Y tú eres un experto? No me hagas reír.

—Podemos ser civilizados el uno con el otro. El sexo es estupendo y podríamos llevarnos bien. O puedes seguir haciendo que esto sea un campo de batalla… depende de tí—suspiró Pedro—. Necesito una ducha. Puedes ducharte conmigo o no, pero toma una decisión antes de que salga.

Sólo había una respuesta y Paula lo sabía.

Ser civilizados y acostarse juntos… ésa era su idea de un matrimonio perfecto.

Según él, no había querido contarle lo de su padre, pero ella lo había sacado de quicio. Qué excusa tan patética. Muy bien, quizá podría convencerlo de que se equivocaba respecto a su padre.

No ahora, con el barco lleno de invitados, pero sí cuando estuvieran solos.

Pedro había dicho que haría lo que fuese para retenerla… quizá aún había alguna esperanza para su matrimonio. Incluso era posible que le importase más de lo que quería dar a entender.

Pero la cuestión era que, aunque demostrase que su padre no había tenido nada que ver con su hermana, no podía olvidar que ésa era la única razón por la que se había casado con ella.

Pedro  salió del cuarto de baño y Paul ase sentó en la cama, tirando de la sábana para taparse.

—¿Qué has decidido? —Le preguntó, tirando la toalla y ofreciéndole una panorámica de su bronceado cuerpo—. Te he hecho una pregunta, Paula.

—¿Qué? —Estaba tan hipnotizada por la visión de su cuerpo desnudo que no había oído la pregunta—. Ah, sí...

—Muy bien. Vístete. Le he pedido al camarero que te baje el desayuno y así podrás charlar con él un rato. El sabe cómo funcionan estos fines de semana. Son muy informales, pero si hay algo que quieras cambiar, sólo tienes que decírselo.

¿Quién había dicho que la fascinación era la falta de pensamiento, la negación de cualquier función cerebral? Ella estaba tan hipnotizada mirando a Pedro que no podía pensar racionalmente.

—Te veo en la piscina después. Los viernes, la gente suele tomar el sol antes de comer y luego vamos a tierra, los hombres para echar un vistazo a los coches de Fórmula 1, las mujeres para ir de compras. Luego nos encontramos para cenar y  después vamos al club Caves du Roy, en Saint Tropez, el lugar favorito de nuestros invitados.

—Muy bien —murmuró Paula, desinteresada. Pedro se acercó a la cama y le ofreció una tarjeta de crédito.

—Llévate esto… te hará falta.

Ella tomó la tarjeta; el nombre de Paula Alfonso estaba impreso en ella.

—¿Cómo has conseguido esto tan pronto?

—Pedí que me la enviaran el día que nos casamos, como tu pasaporte — contestó él, poniéndose un pantalón.

—Ah, veo que lo tienes todo bien pensado —lo había dicho con frialdad pero por dentro sentía una mezcla de emociones... del odio al amor y sí, al deseo—. Gracias, pero no necesito tu dinero. Tengo el mío propio.

—No lo tendrás durante mucho tiempo si insistes en pelearte conmigo —le advirtió Pedro—. Déjalo ya, Paula. Eres mi mujer, actúa como tal. Te espero en cubierta en una hora para atender a los invitados.

El recordatorio de que Ingeniería Chaves dependía de él se llevó todo su desafío.

—Muy bien.

Paula lo vió salir del camarote. Era un hombre despiadado y no debía olvidarlo.

Pero si pensaba que ella iba a ser una esposa complaciente, estaba más que equivocado.

El número de mujeres hermosas que había cerca de los boxes fue una sorpresa para Paula. No sabía que hubiera tantas chicas aficionadas a la Fórmula 1.

—No son las carreras lo que les interesa, sino los pilotos —le explicó  Hernán, con una sonrisa en los labios—. Todos son millonarios, ésa es la atracción. Aquí se mueve mucho dinero.

—Ah, ya.

Personalmente, le desagradó el circuito. El estruendo de los coches era insoportable, olía a aceite, a gasolina…

—¿Qué te parece? —le preguntó Pedro, acercándose.

—Es un sitio lleno de grasa, de hombres, de ruido, apesta a gasolina y está cargado de testosterona, así que creo que voy a volver al yate.

Él hizo una mueca.

— Tienes razón, seguramente no es sitio para una señora. Hernán te llevará.

De vuelta en el yate, Paula dejó escapar un suspiro de alivio al comprobar que los invitados se habían quedado en tierra.

—Voy a ponerme el bañador y a nadar un rato —le dijo a Hernán.

El día anterior había hecho el papel de perfecta anfitriona tanto en el yate como después, en el club de Saint Tropez, lleno de gente famosa. Paula había reconocido a una estrella de cine estadounidense y a un cantante inglés famosísimo mientras bebía champán y sonreía hasta que le dolía la cara… odiando cada segundo.

Se había jurado a sí misma no responder a las caricias de Pedro esa noche pero cuando se metió en la cama, desnudo, y había empezado a acariciarla apasionadamente, un gemido había escapado de su garganta.

—Ríndete, Paula—había dicho él—. Tú sabes que lo deseas.

Tenía razón. Le daba vergüenza reconocerlo, pero tenía razón.

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