Esperaba que Pedro despreciara las supersticiones que se contaban sobre María, pero le sorprendió su mirada distante. Estuvo un rato en silencio y luego preguntó:
-Seumus es el nombre en gaélico de James, ¿verdad?
-Exacto. Hay mucha gente aquí con nombres gaélicos.
-Bueno. Toma el camino hacia el norte, seguiremos por él unos siete kilómetros. Luego gira hacia el interior. No corras, no tenemos ninguna prisa.
Él quizá no la tuviera, se dijo Paula, pero ella sí. Cuanto antes terminara con él y se marchara, mejor. Paula encendió el motor y arrancó. Pedro puso el aire acondicionado y se recostó sobre el asiento. Parecía relajado.
Las carreteras de los alrededores eran de un solo carril, pero estaban bien señalizadas. Eran seguras si uno mantenía una velocidad adecuada y no giraba a ciegas. El sol estaba ya en lo alto del límpido cielo azul, y el paisaje de Highlands resultaba espectacular. El camino estaba rodeado de elevaciones montañosas a ambos lados. A la izquierda, en la falda de una montaña, una manada de ciervos pacía. Sobre ellos sobrevolaba un águila dispuesta a lanzarse en picado contra cualquier liebre incauta.
En invierno todo aquello estaba desolado, y sólo los locos se aventuraban a acercarse. Sin embargo, en un día como aquel, el paisaje le hacía a uno lamentar el que tanta pobre gente tuviera que vivir confinada en la sofocante ciudad. El único problema en medio de aquel paraíso era la falta de trabajo. La gente se veía obligada a dejarlo todo atrás para buscar suerte en otra parte.
-Según el mapa, aquí debería haber una mansión. ¿Tienes idea de dónde está?
-Supongo que te refieres a la casa del duque, pero no tiene sentido que vayamos allí. Es sólo un montón de ruinas.
-No importa, quiero ir.
-Está ahí, escondida tras esos árboles.
El camino que conducía a la casa había sido lenta pero inexorablemente cubierto de matorrales. Las ruinas apenas eran visibles en cada recodo.
-Bueno, ya estamos.
Pedro tomó un bloc de notas y un lápiz de la guantera.
-Bien. Sal y estira las piernas.
La casa tenía dos pisos. Estaba construida con el granito de los alrededores, y la puerta colgaba abierta de un solo gozne. Su aspecto era de abandono, pero conservaba cierta solidez. Pedro comenzó a hacer un esbozo en su bloc, y ella se asomó curiosa por encima de su hombro.
-¿Tienes idea de a quién pertenece?
-No, siempre ha estado abandonada, nadie en el pueblo recuerda a sus propietarios -se encogió de hombros-. Mi padre me dijo una vez que la construyeron en el siglo pasado como casita de campo para un duque.
Intrigada por la casa, en la que en realidad nunca había entrado, Paula siguió a Pedro, que empujaba la puerta. A pesar de la oscuridad, pudo apreciar detalles curiosos. El interior estaba semi derruido, pero eso no pareció preocupar a Pedro, que caminaba dando pisotones comprobando el suelo. Fue haciendo lo mismo por toda la casa, y luego salió y echó un último vistazo.
-Creo que con esto me basta. Puedo conseguir que restauren la casa dejándola en su estado original en seis meses.
-¿Y para qué? -preguntó Paula pensando que se había vuelto loco-. ¿Qué vas a hacer con ella? No es que me importe que malgastes el dinero pero, ¿quién iba a querer vivir en un lugar como éste? ¿Un ermitaño? No hay ni un alma en veinte kilómetros a la redonda.
-Ya lo veo, señorita Sabelotodo. Ése es precisamente su mayor reclamo.
-Comprendo. Vas a construir una casa para tu harén y a rodearla de alambre de espino para que tus mujeres no se escapen.
Pedro la miró larga y duramente. Había estado preguntándose por qué Paula habría llegado tan lejos en su afán de ridiculizarlo. Lo que había hecho era algo exagerado, pero de pronto comprendió que el motivo eran los celos más que el resentimiento.
Aquella idea lo halagaba, pero también lo desconcertaba. Nunca había tenido oportunidad de enfrentarse a ese sentimiento con ninguna de las mujeres con las que había estado. Ellas aceptaban su comportamiento como parte de un juego, como mala suerte. Y a él eso le venía como anillo al dedo, se dijo, desde luego. Era la primera vez que se encontraba con una mujer como Paula Chaves... y quizá fuera justo el momento. Decidió probar suerte. Sonrió con entusiasmo y contestó:
-Es una buena idea, Paula. Con una muralla tú y yo podríamos pasar el invierno juntos, alejados del resto del mundo. Imagínate. Las carreteras bloqueadas por la nieve, el viento soplando por los páramos. Y nosotros ahí, calentitos frente al fuego de la chimenea... haciendo el amor sobre las alfombras...
Pedro la miraba fijamente. Le costó un enorme esfuerzo apartar los ojos para mirar hacia otro lado. Él parecía tener el poder de paralizar su voluntad, era una verdadera amenaza. Si no tenía cuidado, volvería a engañarla una segunda vez. Lo miró despectiva y dijo tensa:
-Pronto será la hora de comer. El restaurante más cercano está a unos cuarenta y cinco kilómetros.
Pedro sé quedó mirándola durante un rato más, luego echó un último vistazo a la casa y a sus alrededores, y por fin dijo:
-Está bien, vamos. No quiero que me acuses de matarte de hambre.
Paula puso el coche en marcha mientras él volvía a estudiar el mapa.
-Hay un hotel más adelante. ¿Es allí a donde vamos?
-Sí -contestó ella en un murmullo de malhumor-. The Pine Lodge. Pero no me preguntes qué tal es la comida, yo nunca he estado allí. Está cerca del río, y siempre está lleno de abogados y banqueros de Inverness que vienen a pescar salmón.
-Si nos gusta, podemos pasar el resto del día dando una vuelta por los alrededores -comentó Pedro con naturalidad dejando el mapa a un lado-. Podemos explorar la zona y reservar una habitación para pasar la noche.
Paula agarró con fuerza el volante y siguió conduciendo hasta llegar a un lugar en el que pudiera detenerse. Se quedó atónita mirando por el parabrisas y luego dijo en voz baja:
-Será mejor que reserves dos.
-Me gustaría que no pusieras las cosas más difíciles, Paula-contestó él volviéndose en el asiento y suspirando-. Pensaba que habíamos llegado a un acuerdo.
-Sólo me he comprometido a enseñarte los alrededores.
-¡Tienes razón! -exclamó después de fruncir el ceño un momento-. Ya lo recuerdo. Dijimos que más adelante discutiríamos sobre tus otras obligaciones, ¿no es cierto? -añadió levantando una mano para acariciar su pelo-. Bueno, este es un momento tan bueno como cualquier otro para llegar a un acuerdo y establecer unas reglas.
-¡Deja de hacer eso! -exclamó ella apartándole la mano-. No me gusta que me toques.
-¿Y entonces por qué de repente te has quedado sin aliento? -susurró en su oído-. ¿Y por qué estás tan ruborizada? --añadió acariciando la piel de su nuca-. Estás ardiendo. ¿Será fiebre, quizá?
-No, maldito seas -contestó después de tragar-. Es ira, si es que tienes tanto interés por saberlo.
-Pues a mí me parece que es deseo. Son los síntomas clásicos de una mujer a punto de excitarse -susurró seductor. Por mucho que quisiera ignorar sus palabras, Paula estaba temblando-. ¿Por qué no hacemos algo sensato? Olvidemos él pasado. Olvídate de todo lo que has oído sobre mí. Escucha, hagamos como si acabáramos de conocernos. Comenzaremos por el principio...
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