Suspirando, se acercó a la balaustrada para admirar el paisaje. La villa estaba situada sobre una colina encima de la bahía y el jardín llegaba casi hasta la playa, la arena blanca hundiéndose en el mar, de un color verde azulado. Cerca había un muelle y un pueblo de pescadores, pero Paula sentía como si fuera la única persona viva en el planeta.
De repente, un brazo la tomó por la cintura.
—¿ Te gusta mi casa? —le preguntó Pedro al oído.
—Gustarme es poco. Este sitio es un paraíso.
O podría serlo si las circunstancias fueran otras. La villa tenía cinco dormitorios, tres salones, un estudio y un vestíbulo circular con una escalera de mármol. No era excesivamente grande, pero tenía un gimnasio en el sótano, un salón de juegos y un fabuloso jardín con piscina.
Cuatro empleados de servicio se encargaban de satisfacer todas sus necesidades, llevando la casa como un reloj, y un equipo de jardineros mantenía el jardín en perfectas condiciones.
La villa lo tenía todo; como su propietario, pensó, disimulando un suspiro.
—¿Qué te apetece hacer hoy?
—Explorar, nadar un rato en el mar... por ahora sólo he visto esta terraza y el dormitorio.
—Tus deseos son órdenes para mí —sonrió Pedro.
Media hora después, atravesaban la carretera que llevaba al pueblo en un todo terreno. Pedro, vestido con unos viejos vaqueros y Paula, con una gorra y los brazos y las piernas cubiertos de crema solar.
—Voy a llevarte a un sitio donde se toma el mejor café del mundo, pero no le cuentes a mi ama de llaves que yo he dicho eso —sonrió Pedro, parando el todo terreno frente a la terraza de un café.
El propietario salió de inmediato y Paula observó, atónita, que se abrazaban como si fueran viejos amigos. Aquel era su hogar, evidentemente. Su marido le presentó al hombre, que insistió en servirles café y pastelitos. Y, mientras intentaba probarlos, todos los vecinos del pueblo fueron desfilando por allí para saludarlos. O eso parecía.
Aquél era un Pedro que no había visto nunca.
Riendo, charlando con todos, totalmente relajado…
—Ven —elijo luego, tirando de ella—. Hora de explorar.
Estuvieron todo el día explorando la isla. Comieron un queso de cabra buenísimo y un pan recién hecho y luego pasaron la tarde en una playa desierta.
Pedro se quitó los vaqueros y, totalmente desnudo, la convenció para que hiciera lo mismo. Nadaron, rieron… y Paula descubrió que era posible hacer el amor en el mar. Por fin, cuando el sol empezaba a ponerse, volvieron a la villa; Paula ligeramente quemada y cubierta de arena de la cabeza a los pies, Pedro más bronceado y alegre que nunca. Compartieron ducha, cenaron en la terraza y se acostaron temprano.
Era la luna de miel que ella había esperado y, aunque sabía que era una mentira, Paula olvidó sus inhibiciones y disfrutó cada segundo. Sabía que nunca amaría a otro hombre como amaba a Pedro y, con eso en mente, bloqueó todo pensamiento negativo. Una semana de felicidad era lo que se había prometido a sí misma.
Y, asombrosamente, lo fue.
—¿Qué te gustaría hacer el último día? —preguntó Pedro.
Paula, con una taza de café en la mano y las piernas estiradas, miraba fijamente hacia el jardín.
—Había pensado nadar un rato en la piscina y luego hacer la maleta.
Brillaba bajo el sol, una chica dorada en todos los aspectos, pensó él. Todo el mundo en la isla la adoraba. Era divertida y simpática con todos. Evidentemente, había olvidado la discusión sobre su padre y el comentario de la estúpida Sabrina Harding. Claro que él siempre había sabido que sería así después de una semana en su cama, pensó, satisfecho consigo mismo.
En realidad, no había pasado una semana mejor en toda su vida. Ella era la pareja perfecta, en la cama y fuera de la cama. Y más de lo que podría haber deseado.
Llevaba un bikini de color carne con un fino pareo encima, atado con un nudo sobre sus pechos, y sintió que su cuerpo despertaba aunque no había pasado mucho tiempo desde que hicieron el amor en la ducha.
Para ser una chica tan inocente tenía un sorprendente buen gusto en cuanto a ropa interior. Claro que ella era de naturaleza sensual y, mientras fuera sólo para sus ojos, no era un problema.
—Entonces será mejor que reserve un vuelo a Londres.
Perdido en la contemplación de su cuerpo, y en lo que quería hacer con él, Pedro casi se perdió el resto de la respuesta.
—No hace falta. El helicóptero vendrá a buscarnos mañana para llevarnos a Atenas, donde nos espera mi jet.
—Pero pensé que tenías que ir a Nueva York…
—Así es.
—Yo tengo que estar en Londres el martes. Tengo que estudiar unos documentos muy frágiles que no pueden sacarse del museo.
La expresión de Pedro se oscureció. Sí, le había dicho que la apoyaría en su carrera, pero eso había sido antes. ¿Antes de qué?, se preguntó. Antes de haber desarrollado un ansia insaciable por ella…
Quizá lo mejor era que fuese a Nueva York solo. Tendría reuniones todo el día y Paula sería una distracción. No, pensó luego. Él tenía las noches libres y Paula podía divertirse sola. Nunca había conocido a una mujer a la que no le gustase ir de compras por Nueva York.
—Pero nunca has estado en mi ático de Londres. Tengo que acompañarte para hablar con los de seguridad, presentarte a los empleados… sería mucho más conveniente que dejaras lo del museo para más tarde, cuando pudiéramos ir a Londres juntos. Te gustará Nueva York y, mientras yo trabajo, tú puedes ir de compras.
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