Sin hacer ruido, se duchó antes de meterse en la cama con ella y le pasó un brazo por la cintura, pero Paula no se movió.
La convencería por la mañana, fue su último y arrogante pensamiento antes de quedarse dormido.
Pedro le había pasado un brazo por la cintura mientras se despedían de los últimos invitados; la viva imagen de la felicidad marital, pensó Paula, cuando nada podía estar más lejos de la realidad.
—¿Dónde te gustaría ir? —le preguntó cuando se quedaron solos—. Debo estar en Nueva York el lunes, pero tenernos una semana para nosotros solos. Podemos hacer un crucero por el Mediterráneo o ir a mi villa en las islas griegas, lo que tú prefieras.
Paula sabía lo que estaba pensando. Esa mañana habían hecho el amor... no, habían tenido relaciones sexuales, se corrigió a sí misma, sintiendo un dolor ya familiar en el pecho.
Después, Pedro había querido explicarle por qué mintió Sabrina Harding… aparentemente había intentado seducirlo un par de años atrás y él la había rechazado, pero tenían que seguir viéndose porque su marido era amigo suyo.
También le cantó que había habido mujeres en su vida, pero que si se hubiera acostado con todas las que decían las revistas, no habría podido hacer una fortuna y habría muerto de agotamiento. Paula, entre sus brazos, saciada por completo, asintió con la cabeza porque no podía hacer mucho más. Pero no le había pasado desapercibido que no había dicho cuántas mujeres había habido en su vida. Luego, sonriendo con masculina satisfacción, Pedro le había dado un tierno pero, en opinión de Paula, condescendiente beso en la mejilla.
Era asombroso que un hombre tan brillante como él pudiera separar completamente la parte física y la parte emocional en lo que se refería al sexo.
Ella no podía hacerlo, pero estaba atrapada. Y no sólo por el miedo a la ruina de su familia. Estaba atrapada por el deseo que sentía por él. Era como una fiebre. Había creído estar curada después de lo que descubrió el día anterior, pero lo que pasó por la mañana le había demostrado que no era así.
Sabía que cada día que pasara con él caería aún más bajo su hechizo. No podía resistirse y Pedro era consciente de ello. Antes no sabía que el sexo pudiera ser tan adictivo, pero ahora lo sabía bien. Deseaba que la tocase, que la hiciera suya, y eso la llenaba de vergüenza.
Hernán se había marchado con los invitados y, solos ahora, paradójicamente el yate parecía más pequeño. Y pasar una semana allí sin poder escapar no resultaba nada apetecible. Al menos en tierra tendría posibilidad de dar un paseo, de escapar de aquella abrumadora atracción. En el yate, no podría esconderse en ningún sitio…
—Supongo que volver a casa no es una posibilidad —dijo con cierto sarcasmo.
—Tu casa está conmigo. Decide o yo decidiré por tí.
—En ese caso, las islas griegas suenan mejor —contestó Paula.
—Muy bien, informaré al capitán. Desgraciadamente, yo tengo trabajo y no puede esperar. Diviértete sola un rato, ve a la piscina si te apetece —Pedro la atrajo hacia sí para besarla posesivamente—. Te veo después. Es una promesa.
Y, por el brillo de sus ojos, era una promesa que pensaba cumplir.
—Muy bien —murmuró Paula. Probablemente ésa era la única promesa que le hacía a una mujer, pensó con tristeza.
Apoyándose en la barandilla, recordó las que ella había hecho en la iglesia el día de su boda. Había hecho esas promesas de corazón, pero evidentemente para
Pedro no significaban nada. En cuanto a las excusas sobre sus ex amantes, si eran ex amantes de verdad, no las creía ni por un momento.
Pedro era un hombre sexualmente muy activo, incluso siendo inexperta se había dado cuenta de eso. Pero dudaba que él hubiese notado el cambio que se había experimentado en ella desde su noche de bodas. Ahora era una amante silenciosa, pero a Pedro parecía darle igual. Si no se acostase con ella, se acostaría con cualquier otra mujer.
Esa idea le encogió el corazón y con el dolor llegó una idea, quizá una posibilidad de escape…
Pedro era un hombre muy rico y, sin embargo, había olvidado pedirle que firmasen una separación de bienes antes de la boda. O, seguramente, la suprema confianza en su habilidad de mantenerla sexualmente satisfecha le hizo creer que no lo necesitaba.
Pero que Pedro le fuese fiel era prácticamente increíble. Quizá lo único que tenía que hacer era esperar. Inevitablemente tendrían que separarse en algún momento… ella se aseguraría de que así fuera. Una vez, sólo una vez, sería suficiente para pedir el divorcio. Y su abogado le exigiría una buena cantidad de dinero, suficiente para que no volviese a amenazar a su familia nunca más.
Era una idea terrible que no le gustaba en absoluto, pero viviendo con un cínico como Pedro Alfonso no era ninguna sorpresa que empezase a pensar como él.
Pedro había dicho que era la química sexual la que unía a las parejas y que, tarde o temprano, eso desaparecía. Muy bien, entonces, después de una semana en la isla, saciada por fin, podría verse libre de aquel anhelo sensual que la ataba a su marido. O al menos podría controlarse un poco.
Sí, decidió. Lo haría… haría que el resto de su luna de miel se convirtiera en una explosión de sensualidad aunque su matrimonio fuese un completo fiasco.
Recién bañada y vestida con un pantalón corto y una camiseta, Paula bajó a la terraza, donde ya estaba servido el desayuno. Pedro había saltado de la cama para contestar a una llamada urgente una hora antes y Paula no sabía dónde podía estar.
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