Paula observó a Pedro charlando con la recepcionista, que parecía tener problemas por mantenerse fría y no dejaba de chuparse los labios con la punta de la lengua. Era una pobre tonta, pensó. Si supiera a quién estaba tratando de impresionar no pestañearía de ese modo, se dijo. Por fin Pedro se la acercó con una expresión de satisfacción.
-El hotel sólo está lleno a medias, así que no hay problemas de alojamiento. El restaurante está cerrado y no lo abrirán hasta esta noche, pero sirven comidas en el bar.
Debería haber vuelto a repetir sus recelos en cuanto al tema del alojamiento, se dijo Paula, pero no lo hizo. Estaba indecisa, se sentía incapaz de hablar. Pedro la tomó del brazo para llevarla al bar y el asunto quedó zanjado por el momento. Estaba nerviosa, pero aún no era demasiado tarde, se dijo, aún no había hecho la reserva. Encontraría el momento adecuado para volver a hablar de ello durante la comida. Se negaría a compartir la habitación y le explicaría sus sentimientos.
Encontraron una mesa al lado de la ventana con vistas al río. Inmediatamente apareció un camarero. Pedro pidió un whisky con soda para él y un limón granizado con lima para ella.
Luego ambos leyeron la carta.
-Creo que probaré el venado -comentó él-. Tiene que ser bueno en esta parte del país.
Paula escogió el menú del día, y luego trató de calmarse mientras el camarero se apresuraba a volver a la barra. Mirando a su alrededor, se dio cuenta de que la mayor parte de la gente eran hombres de mediana edad con aspecto de aficionados a la caza o a la pesca. Las pocas mujeres que había iban vestidas con trajes de tweed. En conjunto resultaban todos muy respetables, pero también aburridos. Se hubieran llevado las manos a la cabeza si hubieran sabido lo que ocurría en su mesa, se dijo. Chantaje, sexo y escándalo. Nada menos.
Cuando el camarero les llevó las bebidas, ella dio enseguida un buen trago de la suya. Estaba tan fría que le dolieron las sienes, pero también la inspiró. Sonrió con inocencia y dijo: -No vas a encontrar ningún hotel por aquí en el que acojan a huéspedes que no lleven equipaje.
-¿Aunque paguen por adelantado? -preguntó él con igual inocencia.
-Especialmente si se ofrecen a pagar por adelantado -contestó ella frunciendo el ceño-. Al contrario que en los hoteles de Londres a los que estás acostumbrado, aquí están chapados a la antigua. Y más aún si llevas compañía femenina. Seguro que todos se han dado cuenta de que no estamos casados -añadió mirando su mano izquierda.
-Entonces tenemos suerte. Todavía llevo una maleta en el coche. Está medio vacía, pero seguro que no van a inspeccionarla. Y tampoco creo que anden mirando a ver si llevas anillo. A los hosteleros no les gusta molestar a sus clientes ni ponerlos en situaciones violentas. De todos modos, si no vas por ahí tratando de enseñar tu mano izquierda, dudo de que nadie vaya a fijarse.
-¿Y qué se supone que me voy a poner yo? -preguntó molesta ante su mirada de ojos grises burlones-. No me he traído nada excepto lo que llevo puesto. Ni siquiera un peine, ¡por el amor de Dios!
-Estoy seguro de que puedes comprar todo lo que necesites en el hotel. Hay tiendas en el vestíbulo, ¿no? Cuando hayamos reservado habitación, podrás escoger Id que quieras y pedir que te lo carguen en la cuenta -terminó mientras daba un sorbo de whisky-. Estás tratando por todos los medios de pensar en cualquier obstáculo para evitar lo inevitable, pero no va a funcionar. Y estás agotando mi paciencia-dijo sacando las llaves del coche del bolsillo y poniéndolas sobre la mesa-. Puedes elegir, Paula. O accedes a pasar la noche aquí conmigo o volvemos a Kindarroch en cuanto terminemos de comer. Allí recogeré mis cosas y saldré de tu vida para siempre, pero primero repartiré copias del artículo del periódico por el bar, el hotel, la oficina de correos y el tablón de anuncios de la iglesia.
Paula miró aquellos duros ojos y supo que no era una simple amenaza. Era un ultimátum. Apretó los puños por un momento y entonces la ira comenzó a desaparecer. En su lugar sintió un curioso sentimiento de alivio. Desde ese momento podía decirse a sí misma que lo había intentado todo. Pasara lo que pasara, al menos su conciencia estaba limpia.
-Está bien -se rindió cansada-. Me tienes atrapada. No voy a consentir que le rompas el corazón a mis padres. Pero te advierto que lo lamentarás. Todo el mundo tiene conciencia, Pedro. incluso tú. Algún día tendrás lo que te mereces.
-Lo dudo mucho -sonrió irónico-. Estoy seguro de que en los años venideros recordaré esta noche con placer -añadió elevando el vaso burlón-. Ahí tienes mi venganza. Seguro que tú la disfrutaste tanto como yo.
Eso era cierto, se dijo Paula tratando de mirar a otro lado.
Cuando les llevaron sus platos, Paula comió despacio. Trataba de alargar aquel momento lo más posible. Él, por su parte, acabó de comer en diez minutos y la observó divertido mientras pinchaba la última cebolla con el tenedor. De pronto alargó la mano, tomó el último bocado con los dedos y se lo ofreció. Sus miradas se encontraron quedándose fijas la una en la otra por un instante. Por fin, ella abrió la boca y aceptó. El sonrió y comentó con naturalidad: -Hay hombres que no quieren besar a las chicas que huelen a cebolla, pero a mí nunca me ha importado. Supongo que tienes suerte.
-¿Tú crees? Entonces quizá debería haber pedido ajos.
-Los ajos son para protegerse de los vampiros -sonrió-. Pero no te preocupes, no voy a darte un mordisco en el cuello mientras estés durmiendo. En cambio, en lo que se refiere a otras partes de tu cuerpo, no puedo darte ninguna garantía.
-¡Deja de decir ese tipo de cosas! -exclamó irritada y ruborizada-. Me... me... -intentaba buscar la palabra adecuada, pero él la interrumpió.
-¿Te ruboriza? Sí, ya lo veo -sonrió-. Bueno, esta noche puedes fingir que eres Tamara Torres. Ella no se ruborizaba en absoluto, ¿no crees?
Paula se preguntó si no seria más inteligente mantener la boca cerrada a partir de ese momento. Cada vez que hablaba sólo conseguía darle a él más argumentos para disparar.
Abandonaron el bar y volvieron a recepción. Él hizo un gesto hacia las tiendas y dijo:
-Echa un vistazo y cómprate lo que necesites. Yo iré por la maleta y a hacer la reserva. Pedro se marchó resuelto, como si todo estuviera decidido. Por un momento Paula se quedó mirándolo impotente. Luego, recordándose a sí misma que había tomado una decisión, se encaminó hacia la tienda. En la primera se compró un peine, un cepillo de dientes, pasta y algunas otras cosas de tocador. Pero fue en la boutique donde verdaderamente comenzó a gastar dinero. Después de todo, él pagaba, se dijo, y si quería que ella interpretase a Tamara Torres empezaría a hacerlo desde ese mismo momento.
Cuando Pedro volvió, la dependienta estaba guardando sus compras en bolsas.
-¿Has encontrado todo lo que necesitabas, cariño? -preguntó él amable echando un ojo benevolente al montón de paquetes alineados sobre el mostrador.
-Sí, querido -contestó ella sonriente-, creo que sí. Pero si necesito algo más, siempre puedo ordenar que me lo suban, ¿no te parece?
-Por supuesto, amor mío.
Paula tomó el ticket que le ofrecía la envidiosa dependienta y se lo tendió a Pedro con una sonrisa inocente.
-Pagarás esto, ¿verdad, querido?
-Por supuesto, preciosidad. Me alegro de ver que por fin el tratamiento está empezando a funcionar -contestó mirando apenas la cuenta y sacando el talonario de cheques para luego comentar divertido-. Era adicta a las compras. Supongo que es el resultado de una infancia llena de carencias. No podía dejarla salir sola de casa -añadió inclinándose sobre el mostrador y hablando al oído de la dependienta en voz tan alta que era audible en todo el local.
Paula lo miró con frialdad, luego agarró las bolsas y se encaminó hacia el vestíbulo. Un botones los guió en el ascensor y les mostró la habitación. Al llegar Pedro le dio una generosa propina y luego cerró la puerta.
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