Pedro sólo quería sexo y, si era sincera consigo misma, debía admitir por fin que no tenía voluntad para luchar contra la atracción que sentía por él. Ni siquiera tenía sentido fingir que aquello era amor…
Paula enredó los brazos en su cuello y, al notar que se estremecía, pensó que de verdad había estado preocupado por ella. Y, aunque no quería admitirlo, eso despertó de nuevo la esperanza de que hubiese un futuro para su matrimonio.
Más tarde, en la cama, después de dos noches de abstinencia tardaron mucho tiempo en satisfacerse el uno al otro.
Pero a la mañana siguiente Hernán estaba esperándola en la cocina con cara de pocos amigos.
—Buenos días. Espero que no estés enfadado conmigo.
—Supongo que sabrás que no fue tu habilidad sino pura suerte que perdieras al hombre que te seguía. Y mucha más suerte que no te pasara nada…
—Eres tan exagerado como Pedro—sonrió Paula.
—¿Esto te hace gracia? Pues deja que te diga una cosa: en esta ciudad hay cientos de asesinatos todos los días…
—Lo sé, lo sé —Paula se puso seria.
Seguramente el hombre no sabía que Pedro la había llevado allí contra su voluntad y ella no tenía intención de contárselo.
—¿Qué intentas hacerle a Pedro? —Le preguntó Hernán entonces—. Cuando se casó contigo, pensé que era lo mejor que podía pasarle. Al menos había amor en su vida por primera vez, algo que no ha tenido nunca. Pero ahora no estoy tan seguro. Nunca lo había visto tan preocupado. Es un hombre rico y poderoso y tiene muchos enemigos, Paula. Tú eres su mujer, deberías ser consciente del peligro. Ayer casi le da un infarto al saber que habías desaparecido. Es un hombre solitario por naturaleza, por no decir un adicto al trabajo, pero ayer lo dejó todo para ir a buscarte. Ese hombre te adora y tú le pagas portándote como una niña rebelde… Quiero que me des tu palabra de que no volverás a hacerlo. Si no me das tu palabra, iré pegado a tí como una sombra.
Atónita por el tono y asombrada de que Hernán pensase que Pedro la quería, Paula se limitó a asentir con la cabeza.
Mercedes, su nueva escolta, llegó unos minutos después. Era un poco mayor que ella y, tras media hora de conversación, Paula decidió que le gustaba. La chica conocía bien la ciudad, lo bueno y lo malo, y tenía un gran sentido del humor. A partir de aquel día la acompañó a museos, tiendas y galerías de arte, de modo que su estancia en Nueva York empezó a ser más agradable. Pero Paula estaba deseando volver a Londres.
Dos semanas después Paula estaba frente al espejo, pero casi no se reconocía.
Su pelo rubio sujeto en un elaborado moño, el vestido negro con escote palabra de honor que se pegaba a sus curvas… todo regalo de Pedro, como el collar de diamantes que llevaba al cuello, el que le había ofrecido por primera vez en el yate y que había insistido se pusiera esa noche.
Su relación había cambiado de forma perceptible desde que se perdió. El sexo era fabuloso y, aunque a veces deseaba oír palabras de amor, se decía a sí misma que uno no podía tenerlo todo.
Aunque lo que tenía con Pedro se parecía cada vez más a lo que había soñado.
Cuando no estaba paseando por Nueva York con Mercedes, estaba frente a su ordenador, trabajando. Afortunadamente, porque aparte de algunas cenas de trabajo a las que tenía que acudir con Pedro, apenas se veían.
Hernán tenía razón sobre él: era un adicto al trabajo.
Se iba a la oficina a las seis de la mañana y casi nunca volvía hasta las nueve. Y entonces sólo tenían tiempo de cenar e irse a la cama… para hacer el amor con la misma pasión que el primer día.
Aquella tarde había vuelto a las siete porque tenían que ir a una exposición de arte en la embajada de Perú.
Mientras iban en el coche hacia la embajada, con Pedro callado, Paula empezó a darse cuenta de que Hernán lo conocía muy bien, seguramente mejor que nadie. Era un solitario. El verdadero Pedro no era el hombre al que había visto en el gran Premio de Mónaco, sino el serio magnate de las finanzas ocupado veinticuatro horas al día. El trabajo era su vida, todo lo demás tenía poca importancia.
Pedro Alfonso era un hombre poco dado a las emociones. Incluso su venganza había perdido intensidad al revelársela. Según él, la discusión en el yate no había tenido importancia porque las dos personas de las que hablaban estaban muertas.
Debería haberse dado cuenta entonces… la muerte de su madre y su hermana era seguramente lo único que había tocado el corazón de aquel hombre. Todo lo demás era trabajo.
—Estás muy callada —le dijo mientras entraban en el elegante salón de la embajada.
—No, estoy bien —murmuró ella, mirando alrededor.
Camareros con bandejas llenas de copas de champán y sofisticados canapés se movían entre los integrantes de la élite de Nueva York por la vasta sala repleta de cuadros y esculturas.
Cuando el embajador y su esposa, Lucía, se acercaron para saludarlos, Paula creyó detectar cierta tensión.
—Nos quedamos muy sorprendidos al saber que te habías casado —dijo la esposa del embajador—. ¿Hacía mucho tiempo que se conocían?
—El tiempo suficiente para saber que Paula era la mujer de mi vida.
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