martes, 8 de marzo de 2016

Recuerdo Perdurable: Capítulo 31

Los ojos de Paula  escrutaron desesperados su rostro. Tenía el corazón en un puño. -Si... si eso es verdad... ¿por qué no me lo dijiste en ese momento en lugar de... de atormentarme como lo hiciste?

Pedro suspiró con disgusto y luego asintió.

-Sí... eso lo hice mal. Pero tú estabas tan en contra de mí desde el principio, en casa de tus padres, que decidí jugar a ser el villano que creías que era. Pensé que al final te darías cuenta de la verdad y que los dos nos reiríamos. No supe ver la intensidad de tu ira hacia mí. Luego las cosas comenzaron a complicarse, se me fueron de las manos. Y cada vez que intentaba arreglarlas y contarte la verdad, tú te revolvías contra mí con esa lengua viperina. Debería haberte tapado esa linda boquita y haberte gritado la verdad al oído.

-Pedro... -dijo Paula sintiendo que sus piernas comenzaban a temblar-. ¿De verdad quieres casarte conmigo?

Una vez más, él la besó en la boca, luego mordisqueó su oreja y susurró:

-Más que cualquier otra cosa en este mundo o en el otro, cariño. No me había dado cuenta de lo vacía que estaba mi vida hasta este momento. Te lo he dicho, cariño. Comenzaremos los preparativos para la boda en cuanto volvamos.

Paula se puso tensa al notar que Pedro deslizaba las manos por dentro de su blusa. Quería creerlo, pero no sabía si atreverse. ¿En cuántos oídos más habría él susurrado esas mismas palabras?, se preguntó. Sus manos se deslizaron hasta envolver y acariciar sus pechos. Tenía que tomar una decisión antes de qué fuera demasiado tarde. Él estaba comenzando a derribar sus defensas.

Hizo un esfuerzo por protestar, pero los labios de Pedro se inclinaron sobre los de ella una vez más y Paula abrió la boca para recibirlos. La sangre se agolpaba caliente en sus oídos. Pedro le desabrochó el sujetador y ella tembló de placer mientras sus manos se curvaban siguiendo el contorno de la silueta. Podía sentir los fuertes latidos de su corazón contra ella, su fragancia limpia y masculina le embotaba los sentidos. Desabrochó la blusa a toda prisa y la abrió inclinándose sobre sus pechos para besar uno de los pezones.

Paula  se arqueó, dejando que un gemido escapara de su garganta ante el placer insoportable de sentir aquellos dientes mordisqueándola con suavidad. Elevó los brazos para tocar su cabeza, enredando los dedos en el cabello oscuro y masculino. Apenas se dio cuenta de que él desabrochaba la cremallera de su pantalón y lo deslizaba por las caderas. Luego, su mano le quemó la piel mientras le acariciaba el vientre y se introducía por dentro de sus bragas.

-¡Dios! Eres preciosa, cariño -susurró en su oído-. Ninguna mujer me había hecho sentirme así.
Aquellas palabras interrumpieron el hechizo y la hicieron recordar. Sin embargo trató de olvidarlas. Nada iba a echar a perder aquel momento, se dijo. Pero la memoria era tenaz, y de pronto no pudo pensar en otra cosa. Aquellas habían sido exactamente las mismas palabras que le había dicho en Londres.

De repente las dudas sobre él volvieron a su mente haciéndola enfermar. En Londres esas palabras habían estado vacías. ,¿Cómo podía saber que no lo estaban también en ese momento?, se .preguntó. ¿Es que se estaba mostrando excesivamente cauta, o estaba a punto de cometer por segunda vez el mayor error de su vida? Su mente enfebrecida daba vueltas mientras él seguía explorándola. Paula se mordió el labio con fuerza. Había una forma deaveriguar la verdad. Le iba a costar un enorme esfuerzo de voluntad, pero tenía que saber la verdad. Si él volvía a engañarla, nunca conseguiría sobreponerse.

Suavemente se soltó y dio un paso atrás. Consciente y cohibida ante su estado de semidesnudez, volvió a ponerse las bragas y se sentó al borde de la cama.

-Lo... lo siento, Pedro. No quiero ir más allá. Esta noche no.

Su voz había sonado lastimera. Los ojos de Pedro brillaban de deseo. Frunció el ceño y preguntó con voz espesa:

-¿Qué ocurre? Sé que tú me deseas tanto como yo.

-No ocurre nada -tragó-. Es sólo que... que -le falló la voz-. Tienes razón. Lo deseo. Créeme, cariño, es cierto que te deseo. Pero no puedo ...no puedo. Aún no.

Pedro se arrodilló a su lado, tomó su mano y escrutó su rostro con verdadera preocupación.

-No te sentirás mal, ¿verdad?

-No -sacudió la cabeza-, no es nada de eso.

-Entonces cuéntame -dijo Pedro apretando su mano.

-No... no lo entenderías. Sólo pensarías que soy una infantil.

-¿Y por qué no dejas que sea yo quien lo decida? -frunció el ceño.

Paula volvió a morderse el labio y luego respiró hondo.

-Cuando hicimos el amor en Londres... fue la primera vez para mí. Yo... yo siempre me he sentido culpable por ello. Me había prometido a mí misma que... No, no te disculpes, cariño. Siempre me juré a mí misma que me conservaría virgen para mi marido, hasta la noche de bodas -lo miró con ojos implorantes-. Sé que es una locura pero creo que... que me sentiría mejor si al menos esta vez pudiera esperar hasta... hasta nuestra noche de bodas.

Paula bajó la vista con solemnidad. Por un momento, Pedro se quedó en silencio, luego se levantó y ella lo miró despacio para ver su reacción. La frustración se reflejaba en las líneas tensas de su rostro, pero eso era de esperar, se dijo. No era el único que se sentía así, aunque en su caso era ella misma quien se infligía aquel castigo. Sin embargo no estaba enfadado, no había en él el menor atisbo de que fuera a atacarla para derribar sus defensas.

-Lo... lo siento, cariño -murmuró-. ¿Crees que soy una estúpida?

Pedro parecía una torre delante de ella, y por un momento la expresión de sus ojos fue de verdadera decepción. Luego, increíblemente, sonrió.

-Creo que eres tú misma, Paula. La chica más maravillosa que nunca haya creado Dios -contestó ofreciéndole la mano para que se pusiera en pie-. Y ahora ve a lavarte los dientes mientras yo te robo una manta de la cama.

La habitación brillaba a la luz de la luna. Paula  llevaba sin dormir un par de horas y, a juzgar por los ruidos que provenían del sofá, a Pedro le ocurría lo mismo. Había estado pensando una y otra vez en la historia que le había contado, buscando algo incoherente... cualquier pista que pudiera hacerle sospechar que todo aquello no era más que un engaño... Pero todo parecía encajar.

Yació tumbada durante otra media hora más. Al día siguiente, se dijo, conocería con seguridad la verdad. Cerró los ojos. Era inútil. No, se dijo. Sabía la verdad, estaba segura. Se levantó apoyándose en un codo y lo llamó en voz baja.

-Pedro... ¿estás despierto?
Tras un breve silencio, él contestó.
-Sí.

Paula se mordió el labio, luego volvió a recostarse y se quedó mirando al techo.

-Siento mucho lo de... lo de aquella noche en Cardini.

Por un momento no hubo respuesta. Luego lo oyó reír suavemente y por fin contestó:

-Olvídalo.

-No... no puedo. Tu reputación, los negocios... no tenía derecho a... a arruinarla de la forma en que lo hice.

-No lo hiciste. Llamé al periódico al día siguiente. Les expliqué que Tamara Torres era una empleada a la que tuve que echar por deshonesta y que evidentemente quería arreglar cuentas conmigo. Por supuesto les dije que era un caballero y que no quería desvelar nombres. El editor fue tan amable que se comprometió a publicarlo al día siguiente.

La primera reacción de Paula ante aquella confesión fue la de enfadarse. Había mentido para justificarse. Luego se quedó pensando en ello y decidió no decir nada. Después de todo, se dijo, si el periódico no publicaba aquella excusa, podría haberle causado graves contratiempos.

Entonces se le ocurrió otra idea.

-Pero entonces, si tu reputación está intacta, no hay impedimento alguno para que vuelvas a Londres y continúes con tu vida de antes, ¿no?

-Ninguno, Paula. Excepto que preferiría pasar el resto de mi vida contigo.

Paula permaneció tendida en la oscuridad durante unos cuantos minutos más. Luego volvió a murmurar:

-Pedro...

-Todavía estoy despierto.

-Tengo frío, cariño, y tú también debes tenerlo. Creo que sería mejor que te trajeras tu manta aquí, así podríamos darnos calor el uno al otro.

Al principio creyó que Pedro no iba a responder y contuvo el aliento. Si la rechazaba, no se sentiría capaz de mirarlo a los ojos a la mañana siguiente. ¿Acaso había cometido otro de sus tremendos errores?, se preguntó.

Al fin oyó el crujido del sofá y lo vio levantarse y caminar hacia ella. Desnudo, a la luz de la luna, su figura era esplendorosa. Paula  apartó la sábana a un lado y abrió los brazos para recibirlo.

Pedro se tumbó a su lado y sus cuerpos se enlazaron mientras él le susurraba en el oído:

-Nunca más volverás a sentir frío, cariño. Es una promesa.

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