Riendo, ella miró alrededor.
—¡Esto es enorme! He hecho expediciones por alta mar en barcos mucho más pequeños que éste.
—Paula, deja de hablar —le ordenó él, su ego ligeramente desinflado. Buscó sus labios de nuevo y ella cerró los ojos en dulce rendición mientras su lengua se abría paso entre sus labios abiertos.
Por fin, cuando estaba sin aliento, Pedro levantó la cabeza.
—He esperado mucho tiempo para esto —murmuró, mientras la llevaba caminando hacia atrás hasta lo que ella esperaba fuese el camarote.
Sintió que sus pechos se hinchaban cuando Pedro empezó a acariciarlos por encima del sujetador, el pulgar rozando la punta del pezón bajo el fino encaje…
Volvió a besarla y, momentos más tarde, abrió una puerta con el hombro. Ella apenas miró el dormitorio, sólo tenía ojos para Pedro.
—Paula… —musitó, clavando en ella sus ardientes ojos negros mientras desabrochaba el sujetador. Se quedó mirándola, en silencio, y esa mirada oscura sobre sus pechos desnudos la hizo temblar.
Cuando rozó uno de los pezones con la lengua, éste se levantó, desafiante. Paula se arqueó en espontánea respuesta ante el increíble deseo que sólo Pedro podía provocar.
Sintió que su falda caía al suelo sin saber cómo y, de repente, él la tomó en brazos para llevarla a la cama.
—No sabes cuánto te deseo —murmuró, sus ojos negros como carbones encendidos mientras se quitaba la ropa.
Ella observó los anchos hombros, el torso cubierto de un fino vello oscuro, las caderas, los poderosos muslos y largas piernas. Totalmente desnudo y excitado era casi aterrador en su masculina belleza y, nerviosa, cruzó los brazos sobre su pecho.
—Deja que te mire —dijo Antonio, tirando de las braguitas—. Toda.
Acarició sus piernas desde el tobillo hasta el muslo, deteniéndose en la curva de sus caderas. Y Paula tembló de arriba abajo cuando la obligó a abrir los brazos.
—No hace falta que finjas timidez. Eres exquisita, más de lo que había imaginado.
El roce de su cuerpo desnudo despertó una descarga eléctrica, sus ojos azules brillante como zafiros mientras él la miraba descarnadamente de arriba abajo. Había pensado que sentiría vergüenza al verse desnuda con Pedro pero, en lugar de eso, se sentía salvajemente excitada.
—No puedo dejar de mirarte, esposa mía. Y pronto serás mi esposa en todos los sentidos.
Sacando un paquetito de unos de los cajones de la mesilla, Pedro se enfundó un preservativo antes de colocarse sobre ella.
Lo que siguió fue tan diferente a lo que Paula había pensado que casi resultaba irreal. Cuando se imaginaba a sí misma haciendo el amor creía que sería un encuentro mágico de cuerpo y alma, dulce, tierno. Pero las violentas emociones que la sacudían no eran nada parecido a eso.
—Puedes tocarme —le dijo él.
Paula lo buscó con una prisa desesperada; su aroma masculino, el roce de su piel, la pasión devoradora que había en sus ojos, en su boca, haciendo estallar un incendio en su interior.
Con manos temblorosas exploró la anchura de sus hombros, la fuerte columna vertebral. Tembló cuando él inclinó la oscura cabeza para buscar sus pechos de nuevo con la boca. La sensualidad de esas caricias hizo que le diese vueltas la cabeza.
Y cuando por fin sus largos dedos encontraron su húmedo centro, dejó escapar un gemido. Pero quería más, mucho más, pensó levantando las caderas. Estaba atónita por su reacción, por esa pasión masculina que parecía contagiársele.
Salvaje y abandonada, estaba jadeando, con un increíble deseo de sentir su cuerpo sobre ella, dentro de ella. La sensual presión de sus labios, el roce de su lengua imitando los movimientos del acto sexual hacían que estuviese a punto de explotar. Cuando Pedro se colocó entre sus piernas, murmuró su nombre mientras se arqueaba para recibirlo.
Cuando, sin poder evitarlo, hizo una mueca de dolor, vió un brillo de sorpresa en sus ojos y notó que empezaba a apartarse, pero lo retuvo enredando las piernas en su cintura. No podía dejarlo ir ahora que estaba dentro de ella por fin.
—Te deseo… te deseo tanto… te quiero.
Notó que contenía el aliento y sintió los fuertes latidos de su corazón, la tensión en cada músculo de su cuerpo. Luego empezó a moverse, despacio primero, apartándose para volver a entrar después.
Milagrosamente, su sedosa cavidad se ensanchaba para acomodarlo. Paula estaba perdida para todo lo que no fuera el disfrute de esa posesión. Las indescriptibles sensaciones, la fricción de sus cuerpos, las palabras susurradas, los jadeos… la llevaron a un sitio desconocido al que, sin embargo, estaba deseando llegar.
Clavó las uñas en su espalda mientras Pedro empujaba cada vez con más fuerza y gritó al sentir algo que sólo podía ser descrito como convulsiones internas.
Oyó que él dejaba escapar un gemido ronco y, obligándose a abrir los ojos, vió cómo se estremecía con la fuerza del orgasmo.
Paula dejó que se apoyase en ella. Su peso, un recordatorio del poder y la pasión, del amor que le había dado. Pedro era su marido, pensó, con una sonrisa en los labios.
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