martes, 29 de marzo de 2016

El Negocio: Capítulo 34

—Aún no —murmuró, deslizando la lengua por su torso y su cuello, sin dejar de acariciar provocativamente su miembro con la mano.

Pero entonces, lanzando un rugido, Pedro la levantó para penetrarla con su erecto miembro.

Salvaje y abandonada, Paula lo montó, arqueándose mientras él la llenaba hasta el fondo con potentes embestidas. La agarró por la cintura, haciendo que se moviese, girándola hacia delante y atrás en algo que parecía una lucha por la supremacía sexual. Paula sucumbió primero, apretándolo más con cada espasmo, y le oyó rugir su nombre mientras los dos se estremecían en un orgasmo que los dejó sin aliento.

Poco después abrió los ojos y encontró a Pedro mirándola fijamente.

—Ésta sí que ha sido una bienvenida —murmuró, apartando el pelo de su cara.

—Sí, en fin… estar dos semanas sin sexo no es bueno para nadie.

—Cuéntamelo a mí. Pero debe de ser más difícil para Agus... creo que durante unas semanas después del parto no se pueden tener relaciones.

—Sí, bueno, no creo que le importe porque ahora tiene un niño precioso.

—Eso es verdad. ¿A tí te importaría estar embarazada? Podrías estarlo.

No, no podía estarlo, pero ver a Agus con su hijo durante la última semana le había hecho recordar cuánto le habría gustado tener un hijo con Pedro… si él la amase. Pero era absurdo pensar eso. Pedro no creía en el amor y, por lo tanto, era  incapaz de amar a nadie.

—No tengo prisa por descubrirlo —mintió, apartándose un poco.

—Viéndote con el niño me he dado cuenta de que serías una madre estupenda.

Un Pedro tierno era lo último que necesitaba.

Paula se sentía culpable, aunque no tenía por qué. Pedro la había engañado al casarse con ella y, en comparación, su engaño no era nada.

—Es posible —dijo, saltando de la cama—. Pero sólo llevamos unos meses casados y no somos precisamente el mejor matrimonio del mundo. Necesitamos tiempo para acostumbrarnos el uno al otro…

Paula no terminó la frase y, a toda prisa, entró en el cuarto de baño. Acababa de recordar que había dormido en casa de su hermano las dos últimas noches y se le había olvidado tomar la píldora.

Sacó la cajita del armario y miró las pastillas. ¿Sería peligroso tomar dos a la vez? Tenía la impresión de que sí pero había tirado el prospecto, de modo que no podía leer las indicaciones. Nerviosa, llenó un vaso de agua y tomó una píldora.

—¿Te duele la cabeza? —preguntó Pedro desde la puerta.

—¿Cómo? Pues… sí, algo así.

Sin decir nada, él abrió el armario donde había guardado las pastillas.

—Una píldora anticonceptiva que cura el dolor de cabeza… qué curioso.

Un hombre desnudo no debería parecer amenazador, pero Pedro lo parecía.

—¿No dices nada, Paula?

—¿Qué quieres que diga? —le espetó ella, negándose a ser intimidada—. No necesito excusa alguna. Estoy tomando la píldora, ¿y qué? Mi cuerpo es mío y yo decido lo que hago con él... tú lo tomas prestado para el sexo, nada más. Además, todo esto ha sido idea tuya, el amor no tiene nada que ver con nuestro matrimonio — por fin, Paula parecía haber recuperado la voluntad y no pensaba callar—. ¿De verdad crees que traería al mundo un hijo sin amor, sólo para que tú tengas un heredero? No puedes hablar en serio.

Durante tres meses había intentado controlar sus emociones con Pedro, pero eso se había terminado. Estaban hablando de algo demasiado importante.

—¿Ahora eres tú quien no tiene nada que decir? La verdad, me sorprende. Estás tan seguro de ti mismo, con tu dinero, tu poder y tu arrogancia… probablemente es la primera vez que has encontrado algo que no puedes comprar.

Paula sacudió la cabeza. ¿Era posible amar y odiar a alguien al mismo tiempo?

Porque se le encogía el corazón al mirarlo y, sin embargo, lo odiaba.

—¿Cuánto tiempo llevas tomando la píldora?

—Desde que nos conocimos —contestó ella—. Cuando fui tan tonta como para creer que tú y yo podríamos tener una aventura. Después de todo, eras famoso por tus amantes. Imagina mi sorpresa cuando me pediste en matrimonio. Y yo acepté como una boba, pensando que te quería y que tú me querías a mí. Claro que enseguida me di cuenta de que tú no podías querer a nadie. Afortunadamente, ya estaba tomando la píldora.

Pedro, desde su altura, la fulminó con la mirada.

—¿Cuánto tiempo pensabas ocultarme que estabas tomándola?

—No creo que hubiera sido mucho tiempo. Tú mismo dijiste que el deseo se acaba y, siendo un hombre con tal apetito sexual, no habría tenido que esperar demasiado hasta que me hubieras sido infiel... y entonces me habría divorciado de tí sin que pudieras hacer nada —Paula lo miraba a los ojos, sin amilanarse—. Tu único error fue no pedir una separación de bienes. De modo que pensaba divorciarme y exigirte la cantidad de dinero que necesita mi familia para librarse de tí. Deberías estar orgulloso de ti mismo, Pedro, me has enseñado bien —terminó, furiosa.

—Demasiado bien, parece —murmuró él, dando un paso atrás—. Acabas de demostrarme que eres una verdadera Chaves, como tu padre. Y ahora que lo sé, no querría que fueras la madre de mi hijo aunque me pagases por ello. Pero te advierto que no voy a darte el divorcio. Nunca, Paula.

Ella lo miró, sorprendida e indignada.

—Cuando volvamos de Perú, podrás hacer lo que quieras con tu vida —añadió él.


Para Paula, el vuelo a Perú fue terrible. Doce horas soportando el amargo silencio de Pedro. Lo amaba, seguramente lo amaría siempre, pero no había ningún futuro para ellos. Su matrimonio había terminado el día de la boda.

Incluso ahora, Pedro seguía insistiendo en esa ridícula historia sobre su padre... Sin embargo, en otro momento le había dicho que debía olvidarlo porque tanto su hermana como él estaban muertos.

Paula lo miró. Tenía la cabeza inclinada, concentrado mientras leía una revista económica. Se había quitado la chaqueta y el jersey negro se ajustaba a sus anchos hombros. Mientas leía, levantó una mano para apartarse el pelo de la cara, un gesto que le había visto hacer en innumerables ocasiones y que le parecía extrañamente enternecedor.

No, enternecedor no, no debía pensar eso. Aquella pantomima de matrimonio estaba a punto de terminar y aquél era el último acto. Sólo quedaban por delante las formalidades del divorcio. No se hacía ilusiones y seguramente era lo mejor.

Pedro le había dicho una vez que dejase de portarse como una cría… muy bien, eso era lo que iba a hacer.

Una mano en su hombro la despertó. Cuando abrió los ojos, Pedro estaba a su lado en la cama, con una camisa negra y una chaqueta de cuero del mismo color.

—Puedes desayunar en el avión. Nos vamos dentro de una hora.

—¿Nos vamos? ¿Dónde?

—A Perú.

—Pero después de lo de anoche…

—¿Pensabas que te dejaría? No, Paula. Vienes a Perú conmigo. Prometo demostrar lo degenerado que era tu padre enseñándote la carta. Al contrario que tú, yo cumplo mis promesas.

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