Al día siguiente, decidió salir sola por Nueva York y rechazó la limusina, insistiendo en que sólo iba a dar un paseo. Entró en la primera estación de metro que encontró y se coló de un salto en el último vagón de un tren que estaba a punto de salir. Pero, mientras se cerraban las puertas, en el andén vio a un hombre que sacaba un móvil del bolsillo, mirándola con gesto preocupado.
Paula se encogió de hombros.
No tenía ni idea de dónde iba y le daba igual.
Era libre…
Un par de estaciones después bajó del vagón y salió del metro. Las calles estaban tan llenas de gente que algunas personas chocaban con ella y, sin saber por qué, soltó una carcajada. Era estupendo formar parte de las masas de nuevo.
Pedro miró a los seis hombres reunidos en la sala de juntas. Había tardado meses en organizar aquella reunión y, si se ponían de acuerdo, sería la mayor transacción que había visto Wall Street. Echándose hacia atrás en la silla, dejó que el estadounidense tomase la palabra… el hombre había sido su invitado en el yate y ya habían acordado cómo presentar el proyecto para que fuera irresistible.
Entonces sintió una vibración en el pecho. Maldito teléfono móvil. Pero cuando miró la pantalla se levantó de un salto.
—Lo siento, señores, tengo que posponer la reunión.
Estaba furioso, más que eso, cuando todos salieron de la sala de juntas.
—¿Qué ha pasado, Nan? —Preguntó, poniéndose el móvil en la oreja—. ¿Cómo es posible que la hayas perdido?
Después de escuchar un momento, Pedro dió instrucciones estrictas para que la encontrasen inmediatamente.
Paula miró alrededor. Empezaba a anochecer y los rascacielos que seis horas antes le habían parecido fabulosos ahora le parecían amenazadores. Al sentarse en una terraza para comer algo comprobó que le habían robado el móvil, pero no se preocupó demasiado porque aún tenía el bolso y el dinero. Sin embargo, al subir a un taxi se dió cuenta de que no sabía la dirección de Pedro… sólo sabía que era un rascacielos sobre Central Park. Y todos los rascacielos le parecían iguales.
El taxista era extranjero y, por mucho que intentó explicárselo, no fueron capaces de entenderse. Suspirando, Paula bajó del taxi.
¿Qué podía hacer? Pensó en llamar a información, pero todas las cabinas que encontró a su paso estaban estropeadas. Como último recurso, decidió entrar en una comisaría.
El policía del mostrador la miró como si estuviera loca cuando le explicó que le habían robado el móvil con todos los números de contacto en Nueva York y que no sabía la dirección de su marido. El hombre le pidió que se sentara, ofreciéndole amablemente un café, y Paula suspiró, nerviosa. Pedro montaría en cólera, sin duda. Seguramente habría enviado a Hernán a buscarla y el pobre hombre estaría volviéndose loco por todo Nueva York.
La puerta de la comisaría se abrió poco después.
Paula levantó la cabeza y vio la silueta de un hombre recortada contra la luz de la calle. No podía ver su cara, pero daba igual. Era Pedro y la furia que emitía era evidente desde donde estaba sentada.
—Hola, Pedro, me han robado el móvil y…
—Vamos a casa —la interrumpió él, tomándola del brazo.
—Gracias, Germán.
Paula miró por encima del hombro para despedirse del policía mientras su marido la llevaba hacia la puerta.
—Gracias, Germán —repitió él, colérico, mientras entraban en un Ferrari negro.
No dijo una palabra más hasta que llegaron al apartamento.
—Siento que hayas tenido que ir a buscarme —se disculpó Paula.
— Tienes suerte de que sólo te hayan robado el móvil —replicó él, con una tranquilidad más aterradora que su furia—. ¿Por qué no entiendes de una vez que ésta es una ciudad peligrosa? Siendo mi mujer estás bajo mi protección y, sin embargo, te pones en peligro deliberadamente .
—Sólo había ido a dar un paseo.
—Dos hombres han perdido su empleo por tu culpa —siguió Pedro, como si no la hubiese oído—. Y yo he perdido el mejor acuerdo económico del año porque tuve que dejar una reunión para ir a buscarte. Espero que estés contenta.
—Yo no quería que nadie perdiese su empleo. No los despidas, por favor.
Pedro levantó una ceja.
—Si me das tu palabra de que dejarás de portarte como una niña pequeña y empezarás a portarte como debe hacerlo mi esposa.
—¿Quieres decir que te haga reverencias y obedezca tus órdenes? —replicó ella, irónica.
—No seas dramática. Tú sabes a qué me refiero. Si vuelves a hacerme pasar por lo que me has hecho pasar hoy, te encerraré y tiraré la llave… —Pedro no terminó la frase, buscando sus labios con una desesperación que casi la asustó.
Sabía que debería apartarse porque en ese beso no había amor... y por un millón de razones. Pero dos días sin tocarlo habían debilitado su resistencia. ¿Y por qué iba a negarle a su cuerpo lo que le pedía?
No hay comentarios:
Publicar un comentario