—Estás preciosa, Paula. Seré la envidia de todos los hombres del restaurante — Pedro tomó el chal de cachemira que llevaba en las manos y se lo puso sobre los hombros—. ¿Nos vamos?
Desde luego, no sería esfuerzo alguno acostarse con Paula Chaves; los detalles de cuándo y cómo eran lo único que tenía que decidir, pensó mientras intentaba controlar su libido.
Gonzalo Chaves, a pesar de su agradable disposición, lo había llevado aparte cuando había llegado para decirle que esperaba que se comportase como un caballero y volviese a casa a una hora razonable. Y Pedro, a quien nadie se atrevía a dar consejos, se había sorprendido demasiado como para contestar cuando Paula había entrado en el salón.
Podía entender la preocupación de Gonzalo, claro, pero eso le recordó que él no pudo cuidar de su hermana y el recuerdo lo enfureció.
Pedro le abrió la puerta de un Bentley plateado antes de sentarse frente al volante.
—¿Dónde me llevas? —preguntó Paula, intentando disimular los nervios.
—A cenar —contestó él, acariciando su pelo y, a la vez, empujando su cabeza sutilmente hacia delante—. Pero después a mi cama.
La provocativa respuesta hizo que Paula se quedase boquiabierta y Pedro aprovechó la oportunidad para besarla; un beso cálido, apasionado y tierno a la vez.
Le temblaban los labios mientras él sujetaba su barbilla con dedos firmes, la punta de su lengua buscando la suya en un gesto tan erótico que despertó un incendio en su interior. Sin darse cuenta de lo que hacía, levantó los brazos para ponerlos alrededor de su cuello…
—Paula—dijo él entonces—. Paula, tenernos que irnos.
Ella estaba atónita. ¿De verdad le había echado los brazos al cuello? De repente, el calor que sentía se convirtió en rubor.
—¿Por qué has hecho eso?
—Creo que el primer beso hay que darlo de inmediato en lugar de esperar toda la noche. Y tú me has hecho esperar una semana.
—Me sorprende que hayas seguido llamando —sonrió Paula, sintiéndose de repente increíblemente felíz. Todas las dudas y miedos sobre Pedro fueron disipadas por aquel beso.
—Yo también estoy sorprendido. Normalmente si una mujer no se muestra interesada no vuelvo a molestarme. Pero en tu caso he hecho una excepción. Deberías sentirte halagada.
Paula soltó una carcajada.
—Eres increíblemente arrogante.
—Sí, pero te gusto —sonrió Pedro, mientras arrancaba el coche.
La llevó a un exclusivo restaurante en la mejor zona de Londres donde la cocina era soberbia y Pedro el perfecto compañero. Tenía una conversación interesante, ingeniosa y, poco a poco, Paula fue relajándose. Le contó que pasaba mucho tiempo viajando porque su trabajo lo llevaba a Nueva York, Sidney, Londres y Grecia, donde poseía una isla a la que sólo se podía llegar en helicóptero. Pero intentaba pasar los meses de invierno en su finca de Perú.
Sin darse cuenta, Paual estaba ya casi enamorada de él para cuando la llevó de vuelta a casa.
—Admítelo, Paula, lo has pasado bien —Pedro sonreía mientras detenía el coche en la puerta de su casa—. No soy el ogro que pensabas que era, ¿no?
—Es verdad que eres más civilizado de lo que yo esperaba y sí, lo he pasado bien —admitió ella. Quizá porque el champán que había bebido la hacía sentir un poquito demasiado alegre—. Pero sigues siendo demasiado arrogante.
—Es posible, pero… ¿podemos cenar juntos mañana?
—Sí, podemos.
Paula cerró los ojos cuando él inclinó la cabeza para buscar sus labios.
El segundo beso fue mejor que el primero y, esa vez, cuando le echó los brazos al cuello sabía lo que estaba haciendo. Pero cuando sintió el roce de su mano acariciando sus pechos por encima del vestido empezó a temblar.
Respiraba su aroma masculino, medio mareada, el beso tan apasionado, tan ardiente que no quería parar. Cuando Pedro deslizó los tirantes del vestido sobre sus hombros se estremeció, pero no puso ninguna objeción mientras los bajaba para revelar sus pechos desnudos.
Mientras los acariciaba, sus largos dedos rozando la punta de los pezones, una fiera sensación viajó desde sus pechos hasta su vientre, creando un río de lava entre sus muslos. Paula dejó escapar un gemido cuando se metió uno en la boca y empezó a tirar de él con los labios hasta dejarla convertida en una masa temblorosa de sensaciones que nunca había experimentado antes, que nunca había sabido que existieran.
A la vez que ella enterraba los dedos en su pelo para sujetarlo allí, para que no se apartase, sintió que metía las manos bajo la falda del vestido, sus largos dedos trazando la delgada tira de encaje entre sus piernas. Involuntariamente, Paula las abrió y él apartó a un lado las braguitas…
—¡Dios mío! —exclamó Pedro, apartándose—. ¿Qué estoy haciendo?
Ella lo miró, tumbada sobre el asiento, totalmente abandonada, los ojos azules brillando de auténtico deseo carnal por primera vez en sus veinticuatro años de vida.
Rápidamente, él estiró su falda, colocando luego los tirantes del vestido sobre sus hombros.
—Así está mejor —murmuró con los ojos oscurecidos.
Paula seguía temblando, pero se dió cuenta de que Pedro no parecía tan afectado como ella.
—Lo siento, no quería llegar tan lejos… en el coche, además. Le prometí a tu hermano que cuidaría de tí.
—Le prometiste a mi hermano… ¿quieres decir que Gonzalo ha tenido valor para…? ¡Lo mato! Por lo visto se le ha olvidado que soy una adulta y perfectamente capaz de cuidar de mí misma.
— Yo no estoy tan seguro —murmuró él entonces—. Pero será mejor que entres en casa… antes de que pierda el control por completo —añadió, saliendo del coche para abrirle la puerta—. No voy a entrar, no me atrevo —dijo luego, depositando un beso en su frente—. Te llamaré mañana.
Luego esperó mientras Paula, nerviosa y, sobre todo, frustrada, buscaba la llave en el bolso y desaparecía en el interior.
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