martes, 22 de marzo de 2016

El Negocio: Capítulo 23

—Estás increíble.

Paula no lo había oído entrar y se volvió para mirar a su marido.

—Gracias.

Pedro seguía llevando el pantalón corto y el polo que había llevado todo el día. El equipo que él patrocinaba había ganado y el piloto era ahora el líder de la clasificación, de modo que estaba de muy buen humor.

Claro que él ganaba en todo, siempre, pensó Paula. Pero al menos, mientras él celebraba la victoria, ella había podido escaparse un rato para estar sola.

—Pero te has vestido demasiado pronto. Yo esperaba que nos duchásemos juntos.

—Demasiado tarde —dijo ella—. Como ésta es la última noche, tengo que subir para organizar el cóctel antes de ir al puerto para la fiesta. Así que, si me perdonas…

Iba a pasar a su lado, pero Pedro la sujetó del brazo.

— Tienes razón. Eres la perfecta anfitriona. Puedo esperar, no te preocupes, no voy a estropearte el maquillaje. Pero tengo algo para tí.

Paula  lo observó mientras abría la caja fuerte escondida detrás de un cuadro y sacaba una cajita de terciopelo negro.

—Quería dártelo en nuestra noche de bodas, pero entonces estaba distraído — Pedro sonrió mientras abría la caja para sacar un collar de diamantes—. Podrías ponértelo esta noche.

—Gracias, es muy bonito —Paula apartó su mano cuando iba a ponérselo al cuello—. Pero, desgraciadamente, no va con este vestido. Me lo pondré en otro momento.

Era la primera vez que una mujer rechazaba un regalo, pensó Pedro. Y no cualquier mujer, su mujer. ¿Cómo se atrevía? La miró atentamente y se dió cuenta entonces de que, aunque pensaba que lo habían pasado bien aquel día, Paula no compartía su entusiasmo. Le había regalado una fortuna en diamantes y ella no parecía en absoluto impresionada. No conocía a ninguna otra mujer que hubiera hecho eso. Pero Paula le había devuelto el collar.

—Si tú lo dices… —Pedro guardó el collar y lo devolvió a la caja fuerte.

Cuando se volvió, Paula estaba poniéndose algo al cuello. Llevaba el pelo sujeto en un moño, la severidad del peinado destacaba la simetría de sus facciones. El vestido azul parecía acariciar su cuerpo como la mano de un amante, el escote dejaba los hombros y la espalda al descubierto. Pero fue la cadena de platino con un diamante en forma de corazón colgando entre sus pechos lo que capturó su atención.

—Bonito colgante —murmuró, alargando una mano para tocarlo.

¿Se lo habría regalado su prometido? No importaba, él no era celoso. Él nunca había sido celoso… sólo sentía curiosidad.

—Sí, a mí me gusta —Paula se apartó un poco.

—Nunca te lo habías puesto. ¿Quién te lo regaló?

No había querido preguntar, pero no pudo evitarlo.

—Me lo compraron mis padres cuando cumplí dieciocho años. Y hace juego con el anillo que tú me regalaste. Qué curioso, ¿verdad?

—Sí, mucho.

Paula se dió la vuelta, pero Pedro la tomó por la muñeca.

—Espera.

—¿Quieres algo?

—No… la verdad es que no.

Era tan exquisita como siempre, pero algo había cambiado en ella. No sabría decir qué. Sus ojos se habían endurecido… en ellos ya no podía leer sus pensamientos.

Pedro soltó su mano y Paula salió del camarote sin decir una palabra.

¿Era él responsable de ese cambio?, se preguntó. Pero decidió que no. En su opinión, las mujeres eran volátiles. Un mal momento, un mal día del mes, el vestido equivocado… cualquier cosa podía disgustarlas.

Problema resuelto, Pedro se dirigió a la ducha.

Paula  giró la cabeza para mirar alrededor. Eso no sólo hacía más fácil ignorar la mano de Pedro en su cintura, también le permitía estudiar a los invitados. O, si era sincera, a las invitadas.

Pedro estaba como pez en el agua entre esa gente. Le había presentado al ganador del Gran Premio de Mónaco, al propietario del equipo y a un montón de personas cuyo nombre no recordaba y ni siquiera intentaba recordar. Pero durante todo ese tiempo, Paula no podía dejar de preguntarse cuántas de aquellas mujeres se habrían acostado con él.

Según la propia admisión de Pedro, llevaba años acudiendo a Mónaco en esa época del año y ella no había olvidado lo que Hernán le había contado sobre las chicas que estaban alrededor de los boxes.

—¿Quieres volver al yate? —le preguntó su marido entonces.

—No —contestó ella—. En realidad, me gustaría ir al Casino. Pablo me ha dicho que suelen ir allí después de la fiesta. Otra tradición de las suyas, aparentemente.

Además de acostarse con todas las mujeres que iban por allí.

Pedro maldijo a Pablo mentalmente porque, aunque le gustaría volver al yate para acostarse con Paula, no podía decirle que no.

—Muy bien, de acuerdo.

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