La señora Cáceres entró en la habitación arrastrando los pies.
—¿Hay algo especial que quiere que le haga?
—¿Qué? Oh, no, gracias señora Cáceres.
— Parece un fantasma, ¿por qué no sale a tomar un poco de aire fresco? Vaya de compras —le aconsejó.
Recordó lo que Pedro le dijo antes y contestó:
— Sí, creo que lo haré —suspiró al pensar en el viaje a Londres. Raras veces se sentía con ganas de hacer tal esfuerzo. Trató de recordar cuando fue la última vez que viajó a la ciudad y no supo decirlo. Los últimos seis meses pasaron por su mente con rapidez. Los recuerdos eran un torbellino en su cabeza atormentada.
—Creo que iré a la ciudad.
La señora Cáceres se sorprendió y luego pareció complacida.
—Me parece lo mejor. Salga de aquí y así se librará de sí misma.
«Librarme de mí misma», pensó Paula, cuando iba sentada en el tren a Londres y oía el golpeteo de las ruedas y el sonido de las puertas cada vez que se detenía. ¡Qué frases tan raras usa la gente! A menudo se encontraba examinando las banalidades que la gente decía en estos días, las pequeñas frases hechas que en los cócteles se expresaban como si fueran nuevas, con aire de sabiduría. ¿No sería maravilloso que uno pudiera salirse de sí misma? Recordó lo divertido que era tomar durante un rato otra identidad en la escuela de arte dramático y comportarse y hablar como otra persona, probando emociones y ambientes como si fueran sombreros.
Hizo un gesto. Si comenzaba a hacer eso ahora, la gente pensaría que estaba loca, se dijo a sí misma. Notó un movimiento en el lado opuesto y al volverse, encontró a un hombre joven mirándola con nerviosismo. Se dió cuenta de que la había visto haciendo gestos y especulaba acerca de su cordura. Se sintió tentada de aterrorizarlo con la imitación de un gorila que le salía muy bien, pero en vez de eso, sacó una libreta y añadió algunas cosas más a la lista de lo que quería comprar.
Sólo dos paradas después, cuando el joven bajó, se dió cuenta que hacía años que no había hecho la imitación del gorila. Imitar animales era uno de los ejercicios habituales en la escuela dramática. Podía ser muy divertido y una buena práctica. La representación del gorila la hizo popular entre los otros estudiantes.
—Cuidado o te quedarás así -le decía David.
—Lo que pasa es que estás celoso, Donald -se burlaba ella. Le llamaban así porque la habilidad de David estribaba en imitar al pato Donald. El maestro dijo una vez que esto no era muy original.
Sin embargo, fue David quien se convirtió en estrella internacional, mientras que Paula abandonaba el escenario después de dos años de representaciones y un breve año de gloria en Londres. David no fue a la boda. Le mandó un telegrama y un regalo. El telegrama hizo fruncir las cejas a Pedro y no lo puso con los otros que se leyeron a los invitados a la ceremonia.
A ella le causó risa, pero no a Pedro. «Nunca te perdonaré, punto. Te amo. Punto. David». Pedro hizo con él una pelota y lo arrojó al cesto de los papeles. Paula pensó rescatarlo más tarde, pero con la prisa y la excitación, lo olvidó.
Cuando llegó a la calle Oxford, se le ocurrió que no había pensado ni una sola vez en David en los últimos seis meses. Era curiosa la gran distancia que podía haber entre e! pasado y el presente.
¿Cuál es tu historia? —se preguntó a sí misma en voz alta—. No tengo historia -se contestó.
Observó la rápida mirada que le dirigió otro comprador y procuró poner una expresión de inocencia. Decididamente tenía que dejar de hablarse a sí misma. En los últimos meses la costumbre había aumentado. Pasaba mucho tiempo sola en la casa, salía raras veces, porque se negaba a acompañar a Pedro a los muchos actos sociales a los que asistía y aunque al principio él trató de persuadirla, dejó de hacerlo poco a poco. Ahora, él seguía su camino y dejaba que ella siguiera el suyo. De pronto se estremeció al pensar en ello porque se dio cuenta de que su matrimonio se estaba deshaciendo. Centró sus pensamientos en el tema de la ropa y comenzó a mirar los escaparates maquinalmente.
Como una criatura subió y bajó por las escaleras eléctricas de los grandes almacenes de Londres y encontró estimulante el ruido y el ajetreo. Llevaba ya varias bolsas que contenían vestidos y tenía que hacer malabarismos para no tirarlas, pero al llegar al piso superior se tropezó con alguien y todo se le cayo.
— ¡Oh, cuidado! —dijo la otra mujer y su voz hizo dar un salto a Paula.
Se reconocieron simultáneamente con alegría.
— ¡Paula!
-¡Florencia!
Por un momento se quedaron allí, riéndose, pero luego, Florencia dejó de hacerlo y se quedó mirando fijamente a Paula y un gesto de disgusto se dibujó en su rostro.
— ¡Dios mío! ¿Qué te ha pasado? Si estos son los efectos que el matrimonio produce en una chica, doy gracias a Dios de estar soltera.
Por un momento Paula trató de mirarse en los ojos de Florencia.
—Ya lo sé —dijo estremeciéndose—. Tengo mal aspecto.
—Te quedas corta, querida. Estás demacrada y triste y muy enferma —le pasó una mano por el brazo--. Ven y cuéntame todo mientras tomamos algo.
Paula se encontró de pronto riendo de nuevo. Pensó que ése era el tipo de lenguaje que Pedro detestaba y que hizo a Florencia persona no grata en su hogar.
Hacía dos años que Pedro le había prohibido ver a su amiga y sólo en ese momento se dió cuenta de cuanto la había extrañado.
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