Paula Chaves era suya. Su esposa, la señora Alfonso. El Alfonso era lo único importante. Había solicitado un pasaporte con ese apellido semanas antes y tuvo que mover algunas cuerdas para conseguirlo sin tener todavía el certificado de matrimonio. Pero, naturalmente, el pasaporte les fue entregado cuando subían al avión con destino a Montecarlo.
Pedro sacudió la cabeza, entristecido por los recuerdos. Tenía derecho a hacerle el mismo daño a su familia, pensó. Paula Chaves era ahora Paula Alfonso, una venganza muy adecuada.
Pedro volvió a mirarla. Era exquisita, pensó.
No se habría casado con ella de no ser por lo que había jurado sobre la tumba de su madre, pero desde luego se la habría llevado a la cama. Sin embargo, mirándola ahora, con el cabello rubio extendido sobre la almohada, los labios rojos ligeramente hinchados por el sueño… se alegraba de haberlo hecho.
Paula era inteligente, bien educada y con una carrera, de modo que no se metería en su vida. Desde luego, no lo haría cuando le dijera por qué se había casado con ella. Pedro frunció el ceño, pensativo. No sabía por qué, pero aquella venganza no le complacía como había esperado. La amargura que le consumía desde la muerte de su madre empezaba a desaparecer. Probablemente por Paula…
Sus constantes declaraciones de amor en lugar de enojarle le parecían adictivas.Aunque él pensaba que el amor era una excusa que usaban las mujeres, Paula incluida, para justificar el sexo con un hombre. Con la excepción de las tres mujeres de su familia, que se habían creído enamoradas y habían sufrido por ello.
Su abuela era hija de un rico ganadero peruano, pero su padre la desheredó cuando quedó embarazada de uno de los peones. Nunca se casaron y él la abandonó cuando su hija tenía un año. Su propia madre había repetido ese error dos veces, primero enamorándose de un francés, el padre de Sonia, y luego de un millonario griego, el padre de él. Aunque no era exactamente una tragedia griega, su madre no había elegido bien. En cuanto a su hermana… matarse por amor era algo que a él no le entraba en la cabeza.
No, si el amor existía, era una emoción destructiva. Él deseaba a Paula, pero no se hacía ilusiones. Sabía que su dinero y su poder eran un afrodisíaco para ella como lo había sido para incontables mujeres en el pasado.
La boda había sido perfecta y ahora estaban en su avión privado con dirección al sur de Francia, donde los esperaba su yate, anclado en el puerto de Montecarlo.
Una pena que no hubiese podido quitarle él mismo el vestido de novia, pensó, mirando el traje azul que se había puesto después de la boda. La imagen de Paula caminando por el pasillo de la pequeña iglesia se quedaría grabada en su mente para siempre. Estaba más que preciosa. Cuando lo miró a los ojos, por un momento se quedó sin respiración. Incluso ahora, recordándolo, su pulso se aceleraba como el de un adolescente, tentándolo a despertarla con un beso.
Pero no lo haría. Había esperado mucho tiempo y podía esperar unas horas más. No quería apresurar lo que se había prometido a sí mismo sería una larga noche de pasión.
Paula era una mujer muy apasionada y él, un hombre con experiencia, lo había visto inmediatamente. Por eso había decidido que lo mejor sería darle a probar algo de lo que tanto deseaba… y nada más. Aumentar su frustración hasta que estuviera tan desesperada que aceptase su proposición de matrimonio sin pensarlo dos veces.
Pedro se movió, incómodo. El problema era que él se había sentido igualmente frustrado durante esas semanas, como demos traba el dolor que sentía en la entrepierna. Nunca había estado tanto tiempo sin acostarse con una mujer desde que era adolescente pero, afortunadamente, la espera había terminado.
Sin embargo, ahora que lo pensaba… Paula nunca había intentado seducirlo y ésa no era la reacción de una mujer sofisticada. En su experiencia, las mujeres normalmente dejaban su deseo bien claro. Quizá Paula había estado jugando al mismo juego que él, pensó entonces, para asegurarse de que ponía un anillo en su dedo…
—Pedro—lo llamó ella entonces.
—Ah, estás despierta. Me alegro —musitó él, tomando sus manos—. En media hora estaremos en el yate.
—Estoy deseándolo —Paula sonrió, sus ojos azules casi mareándolo con su brillo—. Mi amor, mi marido.
—Estoy de acuerdo, esposa mía.
Sí, era su esposa. Había conseguido lo que quería, pensó mientras el avión aterrizaba.
Su madre debía sonreírle desde el cielo mientras Miguel Chaves se removía en su tumba… o se quemaba en el infierno. Le daba igual. Porque su hija era ahora una Alfonso, el apellido que él había despreciado.
En realidad, pensó entonces, no había ninguna necesidad de decirle a Paula la verdad por el momento.
Para él era suficiente con saber que había cumplido la promesa que hizo sobre la tumba de su madre.
Paula saltó del helicóptero para caer en los brazos de su marido que, inclinando la cabeza para evitar las aspas del aparato, atravesó el helipuerto del yate. Y no la dejó en el suelo hasta que llegaron a un enorme salón con las paredes forradas de madera brillante.
—Bienvenida a bordo —murmuró, antes de besarla. Paula sintió que la tierra se movía bajo sus pies.
O quizá era el yate, pero en cualquier caso le echó los brazos al cuello.
—Quiero que, por lo menos, lleguemos a la cama —musitó Pedro, deslizando las manos por su espalda.
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