Y Pedro tuvo que dejarla ir.
Lucecitas de colores colgaban desde la proa a la popa del yate. La cena era un bufé, ya que tenían más de cuarenta invitados. Aparentemente, otra tradición de su marido. Paula miró hacia donde estaba rodeado de mujeres. Llevaba una camisa blanca abierta en el cuello y pantalones oscuros y estaba, como siempre, increíblemente atractivo.
Pedro siempre sería el centro de atención, el macho dominante en cualquier grupo. ¿Y por qué no? Mónaco era el patio de juegos de los ricos y famosos.
—Hola, Paula—la saludó Lucas—. Estás fabulosa con ese vestido.
—Gracias.
—¿Sabes una cosa? Yo creo que no tienes nada que ver con esta gente. ¿Qué te parece si vamos al yate de mi amigo?
Pero antes de que ella pudiera responder, Pablo apareció a su lado.
—Maldita Camila. Esa mujer podría comprar todo Montecarlo. Ha llegado hace diez minutos… el helicóptero tuvo que ir a buscarla y ha dicho que no tardaría nada en cambiarse —el hombre suspiró, tomando una copa de champán de la bandeja de un camarero—. Lo creeré cuando lo vea.
—Aquí viene, papá —dijo Lucas.
Paula se quedó boquiabierta. La mujer llevaba un vestido blanco tan escotado que casi podían verse sus pezones… aunque el escote daba igual porque la tela era prácticamente transparente. Y estaba claro que debajo sólo llevaba un tanga.
Luego miró a Lucas y al ver que apartaba la mirada, avergonzado, sintió pena por él.
—¿Un vestido nuevo? —preguntó Pablo.
Se le salían los ojos de las órbitas y Paula tuvo que disimular una sonrisa. La palabra «escandaloso» no describía adecuadamente aquel trapo.
—No, cariño. Dijiste que me diera prisa, así que me puse lo primero que encontré en el armario —contestó ella.
—Ah, claro, y lo primero que encontró fue un paño de la cocina —dijo Paula en voz baja mientras la pareja se alejaba.
Lucas soltó una carcajada.
—Desde luego —asintió, pasándole un brazo por los hombros—. No creo que haya un vestido tan pequeño en ninguna boutique… por escandalosa que sea. Pedro dejó a un banquero con la palabra en la boca y giró la cabeza al oír la risa de Paula. Con la cabeza echada hacia atrás, revelando la larga línea de su cuello, el pelo rubio cayendo por su espalda como una cortina de oro, reía alegremente con Lucas. El vestido rojo que llevaba, con escote palabra de honor, le quedaba de maravilla. Estaba guapísima, provocativa… tanto que un par de zancadas llegó a su lado.
—Me parece muy bien que disfrutes de la fiesta, Lucas, pero no con mi mujer —dijo, apartando el brazo del joven.
La risa de Paula se cortó en seco y el chico dio un paso atrás, azorado.
—Disculpame…
—He dicho que fueras amable con los invitados —dijo Pedro luego—. No que coqueteases con ellos. ¿De qué te estabas riendo?
Estaba celoso y ésa no era una emoción que hubiera sufrido antes.
—Tendrías que haber estado aquí para entender la broma —contestó Paula—. Pero no te preocupes, seguiré siendo la perfecta anfitriona —añadió luego con una sonrisa que no llegaba hasta sus ojos.
Pedro la mantuvo a su lado durante el resto de la fiesta y, más tarde, en la cama, usó toda su experiencia para conseguir las respuestas que quería de su delicioso cuerpo. Sólo cuando Paula cerró los ojos, agotada y saciada entre sus brazos, se sintió satisfecho.
Era suya… tenía exactamente lo que quería. Antonio arrugó el ceño, indeciso.
Entonces, ¿qué era aquello que no lo dejaba dormir? No podía ser su conciencia. No, era otra cosa. Lo descubriría tarde o temprano, se dijo a sí mismo antes de que el sueño lo venciera.
Al día siguiente, Paula estaba frente al espejo de cuerpo entero del camarote, con el único vestido largo que había llevado en la maleta. Azul, con filigrana de plata, el cuello halter mostraba sus hombros y su espalda desnuda hasta la cintura, el resto se ajustaba a su cuerpo como una segunda piel. Una abertura a un lado le permitía caminar.
Cuando compró el vestido lo había hecho teniendo en mente su luna de miel.
Sólo para Pedro. Porque estaba enamorada de él. Y, a pesar de la discusión, aún había tenido la remota esperanza de convencerlo de que estaba equivocado sobre su padre. Y de que, en el fondo, sentía algo por ella. Pero ya no. Una vez que la confianza era destruida no había vuelta atrás.
Paula ya no se hacía ilusiones con respecto a su arrogante marido. La noche anterior él la había llevado hasta los límites del placer y más allá. Era un magnífico amante, sí.
Y aquel día su opinión, relativamente inexperta, se había visto confirmada.
Habían ido a casa de un amigo de Pedro para ver la carrera. Sentados en una terraza sobre el circuito, con sus invitados y otros amigos, Pedro le había preguntado si le importaba que bajara a la calle y ella, naturalmente, había dicho que no.
Aburrida de ver pasar coches a toda velocidad, Paula tomó un par de copas de champán y luego entró en el salón para estirar las piernas. Estaba detrás de una columna, admirando una escultura, cuando oyó el repiqueteo de unos tacones sobre el suelo de mármol y a alguien mencionando su nombre.
—Paula Alfonso cuenta con toda mi simpatía. Pedro es increíblemente rico y estupendo en la cama, algo que yo sé por experiencia personal. Pero, la verdad, no creo que sea buen marido. Traerla a Mónaco durante su luna de miel, con doce invitados en el barco… Por supuesto, no le había dicho a nadie que se había casado.
Pobre chica, no sabe dónde se ha metido. Parece una buena persona. Seguro que no sabe que Pedro se ha acostado con al menos dos de sus invitadas… probablemente más.
Paula reconoció la voz. Era Sabrina, la mujer de Juan Harding. Y así su humillación fue completa. Sabía lo de Camila, pero descubrir que otra de sus ex amantes estaba a bordo del yate fue doloroso.
Que un hombre pudiera ser tan insensible, tan cruel...
Había aceptado, más o menos, su versión de por qué Pablo y Camila eran sus invitados, pero ya no. La última revelación era la gota que colmaba el vaso.
En ese momento, algo por fin murió dentro de ella.
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