Fue su madre quien, cuando estaba ya muy enferma, le había dicho que abrazase la vida, que fuera felíz y no perdiese el tiempo preocupándose por cosas que no tenían solución. Y su tío Carlos le había enseñado a ver que nunca sería una bailarina de ballet clásico. De modo que sabía aceptar la derrota. Un rasgo que Paula había heredado de los Schulz.
Entonces, ¿por qué no podía dejar de pensar en lo que Pedro acababa de contarle? No sabía de dónde había salido la idea de que su padre había mantenido una relación con su hermana, y le daba igual. En cuanto a su matrimonio, para ella había terminado.
Cinco minutos después, con unos pantalones de lino y un top a juego, Paula sacó su maleta del armario y empezó a guardar las cosas que había colocado unas horas antes.
Oyó un golpecito en la puerta, pero no hizo caso.
Nada la importaba salvo irse de allí cuanto antes.
—¿Se puede saber qué estás haciendo?
Pedro estaba en la puerta, echando humo por las orejas.
—¿Cómo te atreves a dejarme fuera de mi propia habitación? —Exclamó, tomándola por los hombros—. ¿A qué estás jugando?
—No estoy jugando a nada, me marcho. El juego ha terminado —contestó ella, sin dar un paso atrás.
Paula no sentía nada por aquel hombre. Era como si estuviera metida en un bloque de hielo.
Las manos sobre sus hombros, su proximidad, no la afectaban en absoluto.
Salvo para reforzar su determinación de marcharse. Había sido una tonta casándose con él, pero no iba a dejar que la maltratase.
Pedro estaba furioso. Había intentado concentrarse en el trabajo, pero no había sido capaz y, por fin, había decidido bajar a hacer las paces con Paula… para encontrar cerrada la puerta de su camarote. Aunque daba igual porque él tenía una llave maestra.
—Por encima de mi cadáver.
—No me importaría demasiado, te lo aseguro —replicó ella.
Pedro apartó las manos de sus hombros como si lo quemara. Por un segundo, Paula casi habría podido jurar que veía un brillo de dolor en sus ojos y sintió cierta vergüenza. Ella no deseaba ver a nadie muerto, pero su marido conseguía hacerle decir y hacer cosas que no quería.
—Bueno, creo que puedo decir que, a menos que ocurra un accidente, tu deseo no se hará realidad. Aunque es posible que tenga que vigilarte, querida esposa, porque no tengo intención de dejarte ir. Ni ahora ni nunca.
—No tienes elección —replicó ella—. Este matrimonio se ha roto.
Pedro la miró, perplejo. Su desafío lo enfurecía, pero intentó disimular.
Porque, en cierto modo, podía entender su disgusto, su deseo de devolverle el golpe… aunque no agradecía que desease verlo muerto.
—Siempre tenemos elección, Paula—murmuró, apretándola contra su poderoso torso—. Tu elección es muy sencilla: te quedarás conmigo porque soy tu marido. Te comportarás como la perfecta esposa y la perfecta anfitriona con mis invitados y podrás seguir con tu carrera hasta que te quedes embarazada de mi hijo.
Algo que estaba implícito en la promesa que hiciste ayer, creo recordar.
Ella lo miró, incrédula.
—Eso fue antes de saber la verdad. Y suéltame ahora mismo.
Estaba rígida, los ojos azules indescifrables. Y eso hizo que Pedro deseara destruir su helado control.
— Tienes dos opciones: una, quedarte conmigo. La otra es volver a casa de tu hermano y su embarazada esposa e informarles de que me has dejado —dijo, acariciando su cuello—. Y luego puedes explicarles que, naturalmente, yo estoy muy disgustado y he decidido cortar toda relación con tu familia. Lo cual, desgraciadamente para la empresa Chaves, significará un inmediato pago del préstamo que les he hecho para la ampliación de la compañía.
Luego, como los buenos predadores, se quedó observándola y esperando hasta que su víctima reconoció cuál iba a ser su destino.
Paula dió un paso atrás, temblando. La capa de hielo en la que se había envuelto cuando Pedro insultó a su padre se había derretido en cuanto la tomó entre sus brazos y estaba furiosa con él y consigo misma…
—¿Qué significaría eso para la empresa? —consiguió preguntar, después de tragar saliva.
—Que la ampliación no podrá realizarse y tendrán serios problemas económicos —contestó él—. Probablemente quedarán a merced de una opa hostil — añadió, con una sonrisa de triunfo—. Pero, como he dicho antes, tienes dos opciones. Tú eliges, Paula.
No tenía que añadir que sería él quien hiciera esa opa hostil para quedarse con la empresa. Era evidente.
—Y lo harías, claro.
—Haría lo que tuviese que hacer para retenerte a mi lado.
Un par de horas antes, se habría sentido halagada por esas palabras, pero ahora eran un insulto. Paula sacudió la cabeza mirando sus manos, la alianza de oro en su dedo. Menudo engaño…
Pobre Paula! Que manera horrible de decirle la verdad tuvo Pedro! Muy buenos capítulos!
ResponderEliminar