martes, 1 de marzo de 2016

Recuerdo perdurable: Capítulo 18

-Ya, ya veo. Te he dicho que vayas a avisar a tu padre de que el desayuno está listo. Asegúrate de que se quita las botas antes de entrar en la cocina.

Después del desayuno, Paula fregó los platos y recogió la cocina. Intentaba evitar el momento de volver a ver a Pedro. Hacia las diez, cuando todo estuvo terminado, se dio cuenta de que no podía prolongarlo más. Recogió las llaves del coche y salió. Se sentó al volante y lo ajustó a sus medidas. Entonces se quedó un momento estudiando el salpicadero. No tenía ni idea de para qué servían ni la mitad de los relojes. Hubiera necesitado ser piloto de carreras para conducir aquello, pensó. Era un coche masculino, caro, y olía a piel nueva. Arrancó, contuvo el aliento, seleccionó la primera marcha y soltó el freno.

Asombrosamente, aquel coche era más fácil de conducir que uno pequeño. Iba solo. Cuando llegó al muelle le rondó una idea por la cabeza. Podía dejar caer el coche por la cuesta hasta que se precipitara en el agua y saltar en el último momento. Eso le demostraría a Pedro lo que sentía por él. Sin embargo, aparcó delante del hotel y entró en el bar.

-Buenos días, Pablo. ¿Querrías decirle al señor Alfonso que he venido a recogerlo?

Pablo, el barman, sonrió.

-Sube y díselo tú misma. Está en la habitación grande, todo de frente.

No iba a quedarle más remedio que hacerlo. Llamó a la puerta.

-Entra -dijo una voz profunda y sonora.

Paula se encogió de hombros y contuvo el aliento.

Abrió la puerta. Pedro estaba de pie, frente al espejo del armario, poniéndose una corbata. Se volvió, la miró igual que si fuera un comprador en una tienda de coches valorando la mercancía, y sonrió satisfecho.

-Buenos días, Paula. Estás muy guapa con esa blusa. Bueno, no te quedes ahí. Entra y cierra la puerta.

-Ni por un millón. Te esperaré abajo, en el coche -contestó dándose la vuelta.

Cinco minutos más tarde, él bajó. Volvió a mirarla de arriba abajo y luego dio unos golpecitos sobre el capó.

-¿Te gusta conducir mi coche?

Paula se encogió de hombros indiferente. Estaba apoyada contra la puerta con los brazos caídos.

-No es difícil. Te lo he traído entero, ¿no?

-Ya veo. Bien. En ese caso, me servirás de chófer.

-Yo no voy a servirte de nada -le informó molesta-. Tú puedes conducir solito.

Pedro  conservó en los labios la sonrisa amable con la que había aparecido al salir del hotel, pero en sus ojos relampagueó un destello estremecedor.

-Según parece, hay una lamentable falta de entendimiento entre tú y yo, Paula. Pensé que ayer había expuesto claramente cuál era tu situación, pero como parece que lo has olvidado aprovecharé esta oportunidad para recordártelo. Mientras yo esté aquí el único propósito de tu vida es complacerme... cumplir todos mis deseos... y mostrarte contenta. Si no puedes, prepárate para afrontar las consecuencias. Y ahora... ¿ha entrado bien eso en tu preciosa cabecita?

Paula se quedó mirándolo con ojos rebeldes. Luego se tragó su propia ira y murmuró:

-Está bien... maldito seas.

-Esa contestación no ha sido muy amable -sacudió la cabeza como lamentándose-. La respuesta correcta es: “Por supuesto, Pedro. Lo que tú digas, Pedro”.

Los ojos azules de Paula brillaban de rabia.

-No tientes a la suerte. Puede que al final decida que no merece la pena.

Pedro la escrutó por un momento calibrando la situación, y luego asintió.

-Eres fogosa, pero ten cuidado no vayas a quemarte -abrió la puerta y le hizo un gesto para que subiera al asiento del conductor-. Quiero que conduzcas tú porque conoces las carreteras de aquí mejor que yo, eso es todo.

Paula vió a Pablo observándolos por la ventana y pensó que podía ser peligroso prolongar aquella discusión. Si Pablo llegaba a sospechar algo, todo el mundo en el pueblo lo sabría en cuestión de horas. Por fin entraron en el coche y Pedro sacó un mapa.

-¿A dónde quieres ir exactamente? Aquí no hay nada más que montañas y lagos, y me cuesta creer que seas capaz de apreciarlos.

-Eso sólo demuestra lo poco que me conoces -murmuró él, absorto en el mapa.

-Con ese poco me basta, gracias. ¿No crees que estamos perdiendo de tiempo? Viniste aquí por una razón muy concreta, y no tiene relación alguna con las propiedades inmobiliarias. Eso sólo fue una excusa ante mis padres. Conmigo no necesitas mantener las apariencias.

-Perfecto -contestó Pedro resuelto, dejando a un lado el mapa-. Entonces iremos a mi habitación -Paula abrió la boca atónita, pero entonces vio la burla reflejada en su rostro y la cerró enojada. Pedro rió y continuó con naturalidad-: Tienes razón, hasta cierto punto. Vine aquí con un sólo propósito, pero luego mi instinto para los negocios despertó al enterarme de que iban a vender el hotel. No tiene nada que ver con tus encantos. Siempre separo los negocios del placer.

-Los McLean han llevado el hotel durante generaciones. Si ellos no consiguen que el negocio funcione, no sé por qué crees que un extraño podría hacerlo.

-¿Quizá porque tengo ideas nuevas? ¿Porque el mundo cambia y sé adaptarme a él?

-Nada hay tan agradable como la modestia, al menos eso es lo que dicen.

Pedro  ignoró el comentario sarcástico y señaló una cabaña en lo alto de la montaña.

-¿De quién es esa casa? ¿Sabes quién vive allí?

Paula siguió con la mirada la dirección en que él apuntaba.

-¿Por qué lo preguntas?

-Porque debe ser la casa con las mejores vistas de todo Kindarroch. Me interesa.

-Bueno, pues ya puedes irte olvidando de ella. Es la casa de María, y será mejor que no te acerques a ella. Es bruja, y quizá decida transformarte en un gusano. Sería una mejora. Pedro siguió mirando hacia la cima de la montaña como si aquella vista lo fascinara. Luego sonrió.

-Soy agente inmobiliario, ¿recuerdas? Ese lugar es una mina como casa de verano. ¿Crees que ella estaría interesada en venderlo?

-No, nunca. Puedes olvidarlo -sonrió satisfecha.

-Todo el mundo tiene un precio -le susurró entonces al oído-. No creo que tenga mucho dinero, así que si le hago una buena oferta...

-¡Qué forma tan típica de pensar! «Todo el mundo tiene un precio» -lo imitó-. Bueno, pues para tu información te diré que aquí hay gente que no se vende. Hay personas a las que no les interesa tu dinero.

-Parece que sabes mucho sobre ella -contestó Pedro burlón-. Puede que te equivoques. Escucha -sacudió la cabeza y suspiró-. Podría decirte que adelante, podría dejarte hacer el ridículo, pero no quiero que importunes a María. Es una mujer mayor y... vivirá el resto de su vida en esa casa. Es una historia muy larga, pero a un bruto como tú no le interesa.

-Prueba a ver. ¿Por qué no me la cuentas y dejas que yo mismo lo decida?

Bueno, se dijo Paula, quizá mereciera la pena el intento. Por muy canalla que fuera aquel hombre quizá quedara en él un mínimo de decencia. Miró hacia la casa y comenzó a contarle la historia de cómo María había llegado desde las islas, cómo se enamoró de un pescador que murió- en una tormenta, y cómo se sentaba siempre mirando por la ventana esperando a que Seumus volviera.

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