-Quizá -admitió él franco-. No soy ningún ángel, pero al menos soy sincero... No como otros.
Yo nunca fingí ser lo que no era.
Paula comprendió que aquello era una acusación y lo miró con dureza.
-Supongo que ahora volverás a hablar de Tamara Torres.
Pedro le devolvió aquella mirada con otra aún más dura.
-No, estaba pensando en esa huida tan mal aconsejada, mi querida niña. Recordaba la conversación que tuvimos cuando nos conocimos por primera vez -Paula se puso pálida, pero Pedro continuó hablando en voz baja-. Fue hace sólo unas pocas semanas, Paula. No puedes haber olvidado cómo empezó todo, ni las mentiras que me contaste.
Paula se puso tensa en la silla. Era consciente de las miradas de la gente, pero no le importaban.
-¡Es la tercera vez que me acusas de mentirosa hoy! Y me molesta mucho. O te disculpas ahora mismo o te... te...
-¿Me qué? -preguntó elevando una ceja desafiante.
Paula se quedó mirándolo por un momento, echó la silla hacia atrás, se puso en pie y salió echa una furia por la puerta.
Pedro la alcanzó en el vestíbulo y, agarrándola con fuerza por el brazo, tiró de ella hacia la salida principal y entró en la terraza. Una vez allí, la hizo detenerse y la miró a la cara. Estaba enfadada y ruborizada.
-Está bien, cálmate, pequeña impetuosa. Me disculpo. En lugar de decir que me mentiste debí decir que me dejaste llegar a conclusiones erróneas. ¿Te hace eso sentirte mejor?
-¡No, por supuesto que no!
-Entonces esto quizá sí.
Pedro tiró de ella y la besó con furia. La besó con tal brusquedad que Paula permaneció inmóvil y atónita. Luego recobró el sentido y trató de apartarse, pero no tenía fuerza en comparación con él, así que dejó de luchar. Decidida a no responderle mantuvo el cuerpo tenso y los labios rígidos, pero al continuar el asalto comenzó a derretirse al calor de aquella excitación apasionada. Sus piernas empezaban a fallar.
Al fin él la soltó, la miró a los ojos y, para su propia mortificación, le dijo cínico:
-No sabes qué hacer, si dejarte consumir por la ira o por el deseo. ¿No es cierto? Tu cabello rojizo debería haberme servido de advertencia. Ahora ya sé cómo enfrentarme a tus rabietas. Creo que voy a divertirme enseñándote a comportarte.
-Eres despreciable -replicó ella una vez que hubo recuperado el aliento.
-Y tú eres toda una belleza -contestó él solemne-, sobre todo cuando te excitas -añadió elevando su rostro del mentón y obligándola a mirarlo-. Tu piel se ruboriza con un tenue color rosado y tus ojos azules brillan con fuego. Eres una mujer muy hermosa, Paula -continuó en voz baja y casi ronca-. Nunca había visto unos labios tan deseables y tentadores como los tuyos.
De pronto, Paula recordó. Fue como si una alarma sonara en su cabeza. Se apartó y dijo despectiva:
-Esa debe de ser una de tus frases favoritas, ¿no? Ya la usaste conmigo en Londres. Supongo que un libertino como tú, con tantas mujeres, a veces tiene fallos de memoria.
-No... sólo estaba intentando descubrir hasta qué punto recordabas aquella noche en Londres -explicó descarado tomando su brazo y añadiendo-: Y ahora vamos a dar un paseo por el río y a averiguar qué otras cosas recuerdas.
Paula se alegró de poder salir de la terraza. Había demasiados curiosos que miraban en su dirección.
-Puedes soltarme el brazo, no creo que haya muchos sitios a los que huir.
Aunque el sol había descendido en el cielo, la tarde resultaba agradablemente cálida. El aire estaba perfumado de la fragancia típica de Western Highlands. El río, ancho y rápido, corríapor su curso lleno de recodos descansando aquí y allá, ocasionalmente, en profundos y oscuros remansos. La hierba estaba suave y fresca bajo sus pies. Caminaron despacio corriente arriba. Paula se mantenía a distancia. Intentaba evitar que él quisiera tomarla de improviso, allí mismo.
Caminaron en silencio y, de pronto, bajo la copa de un enorme pino escocés, él se detuvo y se quedó observando el paisaje. Paula dio un paso atrás y lo miró con precaución. Lo sabía, se dijo. Sus hormonas estaban listas y no podía esperar a la noche. Al fin él la miró con aquellos ojos grises y ella tomó aliento.
-¿Por qué me miras de esa forma? -exigió saber delatándose con el temblor de su voz.
-¿De qué forma?
La expresión de confusión de Pedro no iba a engañarla ni por un segundo. Era un truco. -Ya sabes a qué me refiero. Es en lo único en lo que piensas, ¿verdad? En tu cerebro sólo cabe una idea.
Sus ojos brillaron divertidos y su ceño pasó de la confusión a la ironía sonriendo al comprender.
-A mí me parece que la única persona aquí que sólo es capaz de pensar en una cosa eres tú. Primero me tientas en la ducha, y ahora aquí, en el campo y a la vista de todo el mundo. Eres una mujer muy promiscua, Paula Chaves. Estoy seguro de que tu madre se quedaría de piedra si lo supiera -dijo sacudiendo la cabeza y suspirando-. Pero una vez más tengo que renunciar al placer. Es una cuestión de seguridad. Si nos dejamos llevar por nuestros deseos, me pasaré la noche quitándote los pinchos de pino de tu preciosa y delicada espalda.
Paula abrió la boca atónita. ¿Por qué no se abría la tierra allí mismo y se la tragaba?, se preguntó. Si su intención era burlarse, ella misma se lo estaba poniendo fácil. Lo miró a la cara con la poca dignidad que le quedaba y dijo con calma:
-Si he malinterpretado las razones por las que te has detenido justo aquí, la culpa es tuya. No creo que haya ninguna mujer en el mundo que pueda sentirse a salvo contigo.
-Pues a algunas mujeres les gusta -comentó-. De hecho a la mayor parte. Les hace sentir que tienen poder para atraer a un hombre. ¿Por qué otra razón iban a usar si no perfume, maquillaje o vestidos bonitos?
Sabía que había un argumento en contra de ese comentario tan típicamente machista pero, por desgracia, no podía recordarlo en ese momento. En lugar de ello tuvo que contentarse con responder con dureza:
-Bueno, pues yo no soy una de ellas.
-¿No? -rió ásperamente-. ¿Y qué me dices de cuando viniste a nuestra primera cita vestida como si hubieras salido de las páginas de una revista de moda?
-¿Y cómo se supone que debía haberme vestido? -frunció el ceño-. Era una cita en un restaurante de West End, ¿no es así? Habría dado la nota si me hubiera puesto unos vaqueros y un jersey. Y no me digas que a ti no te hubiera importado -añadió retirándose el pelo de la cara-. Tú me invitaste a cenar y yo simplemente correspondí a esa invitación vistiéndome tal y como requería la ocasión.
Los ojos de Pedro de pronto adquirieron una expresión dura. Gruñó escéptico y desdeñoso y siguió caminando.
Paula se quedó mirándolo indignada. Luego se apresuró a caminar tras él y a bloquearle el paso. Con las piernas separadas y las manos sobre las caderas elevó el mentón y exigió saber enfadada:
-Si tienes alguna acusación que hacer, hazla. No te des la vuelta. No puedo adivinar lo que estás pensando.
Pedro la miró de arriba abajo, lo cual la enfureció aún más, y luego frunció el ceño.
-¿Otra rabieta? Ya sabes lo que ocurrió la última vez.
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