-Serías capaz de hacerlo, ¿verdad? -preguntó con voz cansada y amarga.
-Bueno, ¿y qué esperabas de un hombre tan despreciable como yo? Yo también tengo una reputación que mantener, ¿no crees?
-Así que... o accedo a acostarme contigo cada vez que te apetezca o irás por ahí contando todas esas mentiras.
-Eso es. Ni yo mismo lo habría resumido mejor.
-Eso se llama chantaje -añadió mirándolo despreciativa de arriba abajo-. Eres aún más vil de lo que creía.
-Siempre puedes acudir a la policía -contestó él encogiéndose de hombros-. Sin embargo estoy seguro de que no vas a hacerlo -añadió mirando a las gaviotas que volaban en círculo-. Bueno, sobre eso de acostarte conmigo... hablaremos más tarde. Por el momento lo único que quiero es que sonrías de vez en cuando y que cumplas con tu promesa de enseñarme los alrededores. Estoy convencido de que lo que necesita este lugar es que alguien como yo lo devuelva a la vida. Tienes carnet de conducir, ¿verdad?
-Sí -asintió Paula mirándolo cauta.
-Bien -dijo sacando unas llaves de su bolsillo y tirándoselas-. Mi coche sigue estacionado a las puertas de tu casa. Llévamelo mañana por la mañana al hotel.
Pedro se alejó a grandes pasos caminando a lo largo del muelle. Paula se quedó mirándolo llena de frustración y de rabia.
Dos minutos más tarde, Pedro entró en el bar del hotel, se sentó en una banqueta y pidió un whisky. La vida estaba llena de sorpresas, se dijo irónico sí mismo. Había decidido marcharse a Kindarroch en un arranque de ira, dejándose llevar por la rabia. El sentido común le aconsejaba olvidar el asunto, dormir y volver a Londres a la mañana siguiente. Pero por primera vez en su vida no sentía deseos de ser razonable.
Aquella Paula Chaves con la que se había encontrado en el pueblo era una persona por completo distinta de la que había conocido en Londres. Era una mujer fogosa que necesitaba que alguien le diera una lección. Y aquellos enormes ojos azules eran todo un enigma. No podía resistirse a ellos.
Paula yació despierta dando vueltas la mayor parte de la noche, arrastrándose fuera de la cama a duras penas por la mañana. No recordaba haber dormido bien ni un solo día desde que había conocido a Pedro. Le pesaban la cabeza y los miembros, pero la ducha caliente y luego helada consiguió revivirla en parte. Miró por la ventana. Parecía que aquél iba a ser otro de esos días calurosos, así que se puso una falda ligera y una blusa sin mangas. Se cepilló el pelo y luego fue a la cocina.
-Iba a hacer el desayuno, mamá. No sabía que estabas despierta. ¿Por qué no te sientas y me dejas que lo haga yo?
Su madre siguió dándole vueltas a las gachas y la miró con desaprobación.
-Son casi las siete. Se ve que vivir en Londres te ha convertido en una perezosa. Cuando vivías aquí, te levantabas a las seis, como todo el mundo. Tu padre lleva ahí fuera una hora -añadió señalando hacia la puerta-, arreglando las redes de pescar langostas.
Paula se sirvió una taza de té y se sentó a la mesa. Si le hubiera contado a su madre que alguna gente en Londres se levantaba a las cinco y media sólo para llegar a tiempo al trabajo no la hubiera creído.
-Espero que esta mañana estés de mejor humor. Anoche apenas dijiste palabra y tenías una cara que bastaba para agriar la leche. -Lo... lo siento, mamá. Me dolía la cabeza.
-Hmmm... Todo el mundo tiene dolores de cabeza, pero eso no es excusa para comportarte como lo hiciste. Tú padre y yo estuvimos dándole conversación a Pedro. Es normal que nos interesemos por tus amigos y por la gente que has conocido en Londres. Después de todo, somos tus padres.
-Ya te he dicho que lo siento -suspiró-. ¿Podemos dejar ese tema, por favor?
-Cualquiera con dos dedos de frente se daría cuenta de que Pedro está interesado en tí-continuó su madre sin prestarle atención-. Podrías haber sido más amable.
Paula intentó ignorar las palabras de su madre, que seguía elogiando a Pedro, pero era como intentar ignorar un dolor de muelas. En el fondo no podía culparla. Pedro Alfonso siempre causaba ese efecto en la gente, especialmente en las mujeres. Tenía el aspecto de un héroe romántico: moreno, encantador, educado, considerado... todo lo que cualquier mujer hubiera podido desear en un hombre. Y también a ella la había engañado.
Si tuviera el coraje de contarle a su madre la verdad, se lamentó. Pero eso implicaba delatarse a sí misma causándoles una inmensa desolación a sus padres. Estaba atrapada en un callejón sin salida. No había escape posible.
Quizá si Magda estuviera con ella, reflexionó. Ella sabría cómo enfrentarse al chantaje, o conocería a alguien que pudiera ayudarla. ¿Pero qué pensaría su madre de Magda, que se pasaba el día fumando, bebiendo, e incluso jurando de vez en cuando? Desde luego podía imaginarse lo que pensaría el reverendo McPhee. La miraría, sacudiría la cabeza con tristeza y murmuraría: “Es el rostro de una pecadora, sin duda”.
Por suerte su madre no había hecho demasiadas preguntas sobre Magda. Sólo sabía era una buena mujer, propietaria de una tienda y con buen corazón. Bueno, se dijo, siempre podía llamarla por teléfono, contarle lo sucedido y pedirle consejo. Paula estuvo pensando en esa posibilidad un largo rato, pero por fin la desechó.
No le gustaba abusar de los amigos. Magda había hecho ya demasiadas cosas por ella. Tenía que solucionar ella misma sus problemas. Era una adulta.
-¡Paula!
-Lo siento, mamá... estaba... estaba soñando despierta.
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