El ama de llaves sirvió el café en un patio de estilo español y los dejó solos enseguida.
—No sabía que tu casa fuera tan antigua —murmuró ella, mirando alrededor.
La casa de Pedro, a doscientos kilómetros de Lima, era una finca de estilo español, llena de cuadros, tapices y obras de arte originales que debían costar una fortuna.
—La familia Alfonso ha vivido aquí desde que mi antepasado, Sebastián Alfonso, llegó a Sudamérica con los conquistadores —respondió él, levantándose.
—Pero me contaste que tu bisabuelo había desheredado a tu abuela. ¿Cómo has recuperado la casa? Ah, espera, no me lo digas: le hiciste al propietario una oferta que no pudo rechazar —dijo Paula, sarcástica.
—No, no fue así. Mi bisabuelo la echó de aquí, pero años más tarde su hermano mayor, que lo había heredado todo, se arruinó y mi abuela le compró la casa.
Durante los últimos diez años de su vida, mi madre y yo vivimos aquí con ella.
—Ah, ya veo. Tu abuela debió ser una mujer asombrosa —murmuró Paula. Hija desheredada de un rico hacendado, propietaria de un burdel para volver luego a la casa de su infancia… esa sí que era una jornada extraordinaria.
—Sí, lo era —asintió Pedro—. Una Alfonso con el coraje necesario para hacerle frente a todo. Desgraciadamente, mi madre y mi hermana no heredaron esa fuerza de carácter —dijo luego, tomándola del brazo—. Ven, creo que ha llegado el momento de la gran revelación.
La llevó a un estudio con paredes forradas de madera y, después de indicarle que se sentara en un sillón de cuero, abrió un cajón del que sacó un sobre.
—Lee la carta —le dijo—. Y luego llámame mentiroso si te atreves.
Con desgana, Paula tomó el sobre. El remite era la dirección de su casa en Kensington. No, no podía ser...
Luego empezó a leer.
Dos minutos después, doblaba cuidadosamente el papel y volvía a guardarlo en el sobre.
—Muy interesante —dijo, levantándose—. Pero, ¿te importaría que la estudiase en mi habitación? Estoy agotada del viaje. Podemos hablar de ello durante la cena.
—Sigues sin creerlo —murmuró Pedro, perplejo—. Nunca deja de asombrarme lo que es capaz de hacer una mujer para negar una verdad desagradable. Pero como tú quieras… cenaremos temprano, a las siete, para que puedas irte pronto a dormir.
Pedro no sabía qué pensar. Creyó que se pondría a llorar al leer la carta y comprobar que todo lo que había dicho de su padre era cierto, pero Paula no había mostrado emoción alguna. Claro que no debería sorprenderlo. Una vez lamentó haberle contado la verdad sobre su padre, pero ya no. Una vez había pensado que ése sería el único obstáculo en su matrimonio, pero fue antes de descubrir que Paula no tenía intención de ser la madre de sus hijos. Habría sido felíz como su amante, pero en cuanto a ser su esposa… era tan clasista como su padre.
Llevaba toda la vida soportando comentarios o rumores despectivos sobre su familia y ya no le molestaban. Pero había esperado que su mujer lo respetase. Sí, se alegraría de librarse de ella, pensó. Entonces se le ocurrió algo…
¿Por qué no mantenerla como amante hasta que se cansara de ese delicioso cuerpo suyo? Al fin y al cabo, eso era lo que Paula parecía querer.
No, inmediatamente decidió que su orgullo no se lo permitiría. Paula lo había utilizado como un semental. Y nadie usaba a Pedro Alfonso.
Airado, salió del estudio para echarles un vistazo a sus caballos… al menos, ellos eran leales.
Un par de horas después Paula salía de su habitación. Aquélla sería su última cena con Pedro, pensó, mientras bajaba al comedor donde, según le había informado una criada, la esperaba «el señor».
Pero durante la cena se mantuvo en silencio.
—Parece que no te gusta la comida —comentó él cuando estaban terminando— ¿O es otra cosa lo que no te permite probar bocado?
Había lanzado el guante, pero Paula estaba dispuesta para la pelea.
—Si te refieres a la carta, estoy de acuerdo en que los sentimientos que se expresan en ella son inaceptables. Te aseguro que lamento mucho lo que le pasó a tu hermana. La pobrecita debió sufrir mucho…
—¿Eso es todo lo que tienes que decir?
—No —Paula había pensado mucho en la gente y las circunstancias que rodeaban a la carta—. Dime una cosa, Pedro, ¿tú veías mucho a tu padre?
—¿Qué tiene que ver eso?
—¿Tu padre trataba a tu hermana como si fuera una hija? ¿Era mucho mayor que tu madre?
—No trataba a Sonia como si fuera una hija y tenía casi treinta años más que mi
madre…
—Eso podría explicarlo todo —le interrumpió Paula.
—¿Explicar qué, que tu padre sedujo a mi hermana? No intentes inventar excusas.
—Muy bien, no lo haré —Paula se irguió en la silla—. Mi padre nunca escribió esa carta, Pedro. La letra es de mi abuelo, Miguel Chaves, que debía tener más de cincuenta años cuando mantuvo una aventura con tu hermana. Lo cual, supongo, es aún peor.
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