jueves, 10 de marzo de 2016

El Negocio: Capítulo 2

No era convencionalmente guapo, sus facciones demasiado grandes y duramente cinceladas.

Brutalmente guapo… sí, ésa era una descripción mejor.

Había algo insultante en cómo sus ojos negros se clavaron en su escote, pero incluso reconociendo la insolencia masculina, Paula suspiró, aliviada, cuando se sentó a su lado.

Podría ser peor, se dijo a sí misma. Al menos teniéndolo a su lado no tenía que mirarlo a la cara.

Instintivamente reconoció que era un hombre totalmente seguro de sí mismo, conocedor del efecto que ejercía en las mujeres y, discretamente, cruzó los brazos sobre el pecho para disimular que sus pezones se marcaban bajo el traje de látex. Un seductor sofisticado con un aura de poder que intimidaría a cualquiera, hombre o mujer. No, no era su tipo en absoluto…

Aun así, debía reconocer que era un hombre tremendamente sexy, como indicaba la sorprendente respuesta de su cuerpo.

—Debería darte vergüenza ser tan sexista —dijo él entonces, con tono burlón.

—¿A qué se refiere, señor Alfonso? —preguntó Pedro con fría amabilidad.

—En un mundo de igualdad entre los sexos es inapropiado pensar que todas las mujeres deberían vestir de ángeles y los hombres de demonios, ¿no te parece? Y dado el fantástico traje que llevas, un poco hipócrita, además.

—En eso tiene razón —comentó Agustina y todos rieron.

Todos menos Paula.

—Este traje lo eligió mi cuñada, que tiene un sentido del humor muy retorcido.

Y veo que usted va vestido de demonio, lo cual demuestra mi teoría. Aunque parece haber olvidado los cuernos.

—No se me han olvidado. Yo no olvido nada —replicó él, mirándola a los ojos con un descaro que aceleró su pulso—. No soy un demonio. Soy más bien… un ángel caído.

Sí, era el disfraz perfecto para él. Negro y amenazador. Paula lo miró a los ojos y le pareció ver algo un brillo de… ¿ira? ¿Por qué? No tenía ni idea, pero decidió que debía controlar su loca imaginación. Ningún hombre la había afectado nunca de esa forma. Había conocido a muchos y se había sentido atraída por unos cuantos, pero nunca de esa forma.

Tenía veinticuatro años, era arqueóloga marina y había pasado los dos últimos, después de terminar la carrera, haciendo prácticas. Sus colegas eran en su mayoría hombres, exploradores, buceadores y compañeros arqueólogos, dedicados a localizar pecios y artefactos en el fondo del mar. Algunos de ellos le parecían atractivos, pero nunca había sentido aquel calor, aquella excitación que Pedro Alfonso despertaba con una sola mirada.

«Tranquilízate», se dijo. Había ido con una mujer guapísima que debía ser su novia y, mientras ella se consideraba pasablemente atractiva, no era competencia para la tal Camila.

¿Competencia? ¿En qué estaba pensando?

A los veintiún años, después de un desastroso compromiso que había terminado abruptamente cuando encontró a su prometido en la cama con su compañera de facultad, había decidido olvidarse de los hombres para siempre.

Facundo era contable en la empresa de su padre.

Un hombre del que se había enamorado a los dieciséis años; un hombre que la había besado el día que cumplió los dieciocho, diciendo sentir lo mismo por ella; un hombre que le había ofrecido consuelo y apoyo cuando su madre murió y cuya proposición de matrimonio había aceptado poco después. Un hombre que, cuando lo encontró en la cama con su compañera, admitió que llevaba un año engañándola. Su compañera, y supuesta amiga, clavó un poco más el cuchillo en su corazón diciéndole que era una tonta; Facundo sólo estaba interesado en ella por su dinero y sus contactos.

Lo cual era de risa. Sí, seguramente la casa de sus padres valía millones, pero ellos vivían allí, habían vivido allí durante generaciones. Y aunque el negocio familiar aportaba dividendos a los accionistas todos los años, no era una fortuna.

Pero en ese momento, sintiéndose traicionada, juró que jamás competiría por un hombre. Y, la verdad, durante los años siguientes nunca había sentido la necesidad de hacerlo. Quizá por eso no había vuelto a tener una relación importante, pensó,irónica.

—Sí, claro, ahora lo veo —respondió por fin—. Un ángel caído.

—Te perdono —dijo Pedro con una sonrisa que le robó el aliento.

—No recuerdo haberme disculpado —replicó ella cuando pudo hablar.

En ese momento llegaron los dos últimos invitados y Paula suspiró aliviada.

Eran su tía Mónica, la hermana mayor de su padre, y su marido, Jorge Browning, que además era el presidente del consejo de administración de Ingeniería Chaves desde la muerte de su padre.

Pero un comentario de Pedro Alfonso, hecho en voz baja, volvió a sorprenderla:

—Pero si te gusta más un demonio, seguro que se puede arreglar.

Paula lo miró, atónita. ¿Habría oído mal? ¿Estaba coqueteando descaradamente con ella sin conocerla de nada… y con su novia al lado?

Después de la cena, cuando la orquesta empezó a tocar y Pedro y Camila fueron a la pista de baile, Paula no podía dejar de mirarlos. Hacían una pareja fabulosa. Y por cómo se apoyaba Camila en él no había duda de que entre ellos había una relación íntima.

Paula se volvió hacia Jorge para preguntarle lo que llevaba casi una hora deseando preguntar: ¿Quién era Pedro Alfonso?

Según su tío, era el fundador de una empresa que conseguía enormes beneficios comprando, reestructurando y volviendo a vender empresas por todo el mundo. Por lo visto, era un hombre de gran influencia y poder. Y extremadamente rico. Era reverenciado en todo el mundo como un genio de las finanzas. Su nacionalidad no estaba muy clara; su nombre era hispano pero algunos lo consideraban griego porque hablaba el idioma como si hubiera nacido allí.

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