La habitación estaba cómodamente amueblada y tenía unas magníficas vistas sobre el valle. Paula examinó el baño, que estaba perfectamente limpio y reluciente. De puntillas, pasó un dedo por encima de la parte superior de lámpara sobre el lavabo. Luego, en la habitación, hizo lo mismo en los bordes superiores del marco de la ventana y en los respaldos de las sillas. Una vez que terminó el examen Pedro comentó:
-¿Y qué me dices del marco de ese cuadro? Si quieres, puedo auparte.
-Odio los lugares descuidados -contestó ella con calma-. Tú, como vives en hoteles, estarás acostumbrado, pero yo soy muy escrupulosa.
Paula fue hacia la cama, con dosel, naturalmente, y tiró de la colcha. Las sábanas estaban impecablemente blancas y crujían.
-¿Y bien? -inquirió él-. ¿Te parece lo suficientemente limpio, o quieres que lo probemos antes para hacerte a la idea?
Ignorando aquel comentario, Paula echó un vistazo final a su alrededor y luego dijo:
-Voy a ducharme y a cambiarme de ropa. Te sugiero que busques algo que hacer durante una media hora, más o menos. Puedes ir al bar o a pasear -Pedro se quedó donde estaba, así que ella volvió a repetir molesta-: ¡Vamos, venga! No te quedes ahí parado.
Tenía estilo, pensó Pedro. Era de admirar. Mirando aquellos pequeños labios resueltos y aquella cabecita desafiante Pedro decidió más firmemente que nunca atravesar aquel caparazón duro para penetrar en la suave y femenina criatura que había debajo.
-No hay ninguna prisa -contestó con naturalidad-. Creo que este momento es tan bueno como cualquier otro para sentarse un rato y charlar sobre nuestros asuntos. -¿Sobre qué asuntos? -preguntó ella suspicaz, tal y como Pedro esperaba.
-Bueno, sobre cosas -comentó encogiéndose de hombros con naturalidad y sonriendo abiertamente para relajar la tensión-. Podemos intercambiar opiniones como dos personas civilizadas, ¿no crees?
-Conozco tus opiniones, en particular en lo que respecta a las mujeres. Y no son ideas en absoluto civilizadas.
Pedro comprendió que no podía prolongar esa situación un minuto más. Iba a tener que poner las cosas en claro allí mismo. En el fondo, se dijo, no podía culparla, aunque hubiera sido ella misma quien, en parte, había hecho las cosas más difíciles. Él había intentado aclararlo todo, pero ella no le había dado ocasión. Era impulsiva y fogosa, y creía firmemente en el poder ofensivo de las palabras. De todos modos, se dijo, tendría que volver a intentarlo.
-Escucha... -dijo paciente-. No estés tan enfadada y tan... -de pronto se interrumpió, dándose cuenta por la actitud de Paula de que había vuelto a tomar el camino equivocado.
Ella comenzó una retahíla de reproches y Pedro la escuchó.
-¿Te extraña que esté enfadada? Para empezar te... y luego te...
Sólo escuchó la mitad de aquella parrafada, en la que lo comparó con Calígula y con Vlad el Empalador. La observaba fascinado. Era realmente un espectáculo digno de ver, pensó.
Tenía... chispa, esa era la palabra. ¿Por qué diablos no la habría conocido años atrás ?, se preguntó mientras seguía increpándolo.
-... no significa nada para tí. Sólo piensas en una cosa. Tú lo sabes y yo lo sé. Primero me amenazas con el chantaje... y ahora quieres que me siente aquí a escuchar tus mentiras, esperando que sea lo suficientemente estúpida como para... para... -respiró hondo y luego sacó un dedo indicando hacia la puerta-. Y ahora, por favor, vete.
Pedro volvió a sonreír. Había más de un modo de llevarse el gato al agua, pensó. O de demostrarle algo a alguien que no estaba dispuesto a escuchar. Y la señorita Paula Chaves necesitaba que alguien le cortara esas uñas afiladas. Se quitó la chaqueta despacio y se soltó el nudo de la corbata.
-¿Qué crees que estás haciendo? -preguntó ella insegura.
-Me desvisto, por supuesto -contestó desabrochándose la camisa-. Podemos tomar la ducha juntos.
Paula abrió los ojos atónita.
-¡Ducharnos juntos! -tragó-. ¡Por supuesto que no! Es... es...
-Es práctico -la interrumpió Pedro-, así podremos enjabonarnos la espalda el uno al otro -añadió acercándose lentamente y mirándola a los ojos-. Estoy seguro de que esa experiencia te va a gustar.
Sus labios estaban cerca, demasiado cerca, pensó Paula mientras sus rodillas comenzaban a flaquear. Lo maldijo en silencio y luego, en un susurro apenas audible, dijo:
-La... la ducha es muy pequeña para dos, cualquiera se daría cuenta.
-Eso lo hará aún más íntimo -contestó Pedro con un tono ronco.
Entonces él comenzó a desabrocharle la blusa lentamente, y cuando estuvo abierta, alcanzó el broche del sujetador. Paula apenas tuvo tiempo de rechistar antes de que sus labios se posaran sobre los de ella, y luego sintió que su mano abrazaba uno de sus pechos. Su cuerpo tembló de excitación ante la intimidad de sus caricias.
-Eso está mejor -murmuró Pedro apartando los labios de los de ella y mirándola con aquellos ojos grises oscuros. Comenzó entonces a besar su pezón, erecto ante la primera de sus caricias, y sonrió al verlo-. La lengua puede mentir, Paula, pero el cuerpo no. Está deseoso de amor, ¿no es cierto? Sólo hay una forma de satisfacer ese deseo que ambos compartimos el uno por el otro.
Paula miró a Pedro en silencio, desesperada, sintiendo que su corazón latía veloz. Algo muy dentro de ella, más allá del caos de las sensaciones, le advertía de que, si se rendía sin luchar, nunca más en la vida, nunca, podría volver a mirarse al espejo sin sentir desprecio por sí misma. ¿Merecía la pena a cambio de unos instantes de placer?, se preguntó. No sabía la respuesta, como tampoco la había sabido media hora antes, pero la tentación era demasiado fuerte como para resistirse.
-¿Se te ha comido la lengua el gato? -preguntó él en un susurro-. A pesar de todo, me doy cuenta de que ni siquiera eres capaz de negar lo que digo con un movimiento de cabeza. La falda cayó al suelo alrededor de sus tobillos al desabrochar él la cremallera. Pedro comenzó a besarla en la nuca y ella sintió que su corazón le martilleaba los oídos. Sus brazos, que hasta ese momento habían permanecido inertes a los costados, intentaron apartarlo nerviosos, pero luego, como tomando una vida propia, se deslizaron por su cintura. Al sentir el calor y la firmeza de su cuerpo bajo la fina camisa de algodón Paula no pudo seguir luchando. Sus dedos comenzaron a jugar con los músculos de su espalda.
Entonces Pedro, al comprobar su rendición inminente, exhaló un grito de placer desde lo más profundo de la garganta. Le quitó las braguitas y dejó que se deslizaran por debajo de las caderas para que ella las apartara. La voz de su mente había cesado, sólo sentía un deseo irrefrenable. Él era un mentiroso, un mujeriego y un tramposo, pero no le importaba. Su corazón retumbaba y la sangre corría loca por sus venas. Lo deseaba, y lo deseaba en ese momento.
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