Después de todas sus protestas y sus buenas intenciones al final no era mejor que cualquiera de las otras mujeres sobre las que Magda le había advertido. No era mejor que cualquiera de esas mujeres que se sentían atraídas por demonios sin escrúpulos como él.
Pero no le importaba. Aquel deseo ardiente era más fuerte de lo que podía soportar. Buscó sus labios con avidez y se estrechó contra él. Temblaba de excitación mientras él acariciaba y presionaba firmemente su trasero. Sus besos estaban llenos de hambrienta pasión, eran salvajes. Entonces Paula deslizó los dedos entumecidos por el cinturón intentando desabrochárselo.
-Me deseas, ¿no es verdad, Paula? -preguntó con voz ronca-. Quiero oírtelo decir.
¿Es que se había vuelto loco?, se preguntó. Por supuesto que lo deseaba. ¿Acaso no lo estaba viendo?
-Sí... sí, Pedro, te deseo -gimió.
-Bien... -contestó él-. Entonces no puedes acusarme de forzarte, ¿no? Tienes tantas ganas de hacer el amor conmigo como aquella primera noche -algo en su voz barrió la neblina de deseo por él. Paula se quedó mirándolo sin comprender-. Tienes razón, por supuesto -continuó-. La ducha es demasiado estrecha para los dos. Podrías resbalarte con el jabón y romperte una pierna. Por eso creo que será mejor que esperemos hasta esta noche. La cama parece un lugar mucho más adecuado.
Aquellas palabras le sentaron como un jarro de agua fría. Quiso taparse, pero era inútil. Estaba horrorizada. Por un momento, intentó protestar, pero no le salían las palabras.
Finalmente habló:
-Eres un... ¡un cerdo! ¡Un maldito... bastardo insensible! Te... te...
Pedro detuvo aquella explosión de rabia con un beso, luego se dio la vuelta y le dio una palmadita en el trasero.
-Ese no es el lenguaje que debería usar una dama. Ahora ve a ducharte. Volveré dentro de media hora.
La empujó en dirección a la ducha y abandonó la habitación. Paula se quedó inmóvil mirando la puerta, llena de rabia y golpeándose la frente con los puños. Él era un monstruo... manipulador y falso. Le había tendido una trampa para demostrar la superficialidad de su actitud, y ella había caído con la mayor facilidad. Si lo que pretendía era destruir deliberadamente su confianza en sí misma lo había conseguido.
La ducha templó sus nervios, llegando incluso a olvidar en parte su enfado mientras se vestía. Quitó con cuidado las etiquetas de la ropa interior nueva. Tenía ya puestos las bragas y el sujetador cuando él volvió a entrar en la habitación con paso lento. Se quedó admirándola descaradamente y dijo:
-¿Es de seda pura? Muy sexy, Paula. Es una pena que tengas que ponerte algo encima. Ahí abajo causarías tanta sensación como en Cardini.
Paula lo ignoró y comenzó a ponerse unos pantalones, pero no era fácil hacerlo durante mucho tiempo. Lo veía desnudarse por el rabillo del ojo. Primero se quitó los zapatos, los calcetines y la camisa. Luego los pantalones, que dobló cuidadosamente dejándolos en el respaldo de una silla. Era su forma despreocupada y natural de hacerlo lo que la preocupaba. O bien no sentía ninguna vergüenza o bien estaba simplemente demostrándole su falta de respeto por ella. Cuando por fin se quitó los calzoncillos con naturalidad Paula se puso colorada. Le había pillado mirándolo, pero se dio la vuelta aprisa y se puso una blusa. Pedro rió burlón para sí mismo y se dirigió a la ducha.
Cinco minutos más tarde Paula estaba mirando por la ventana con los brazos apoyados sobre el marco cuando él salió. Al menos había tenido la decencia de ponerse una toalla, pensó.
-Puedes darte la vuelta y dejar de ruborizarte. Estoy vestido.
Paula se dió la vuelta con un gesto de desdén, pero parpadeó sorprendida intentando ahogar la risa al verlo con los calzoncillos que ella le había arrojado.
-Veo que los reconoces -sonrió-. Rojos con ositos amarillos. Son los que me arrojaste a la cara en Cardini. Desde luego no son de mi estilo, pero he pensado guardarlos como recuerdo.
-Dijiste que estabas vestido -contestó ella enfadada notando que él disfrutaba de su malestar-. Ponte los malditos pantalones. Te esperaré en el vestíbulo -añadió pasando por delante.
Una vez abajo, se sentó en un sofá, tomó un revista que había sobre una mesa y comenzó a hojearla. Era incapaz de interesarse por ella, así que volvió a dejarla. Entonces, se fijó en un teléfono público y se preguntó si debería avisar a su madre de que no volvería aquella noche. ¿Pero qué excusa le pondría?
Aún seguía lamentándose por la humillación que acababa sufrir en la habitación. En realidad, se dijo, la había humillado en más de una forma. La había rechazado. ¿Pero por qué?, se preguntó. Aquello la hacía pensar que, o bien Pedro sabía mantener un control férreo sobre su propio cuerpo, o bien el sexo no era para él más que un juego. Un juego al que jugaba según su propia conveniencia. Simplemente tenía la mala suerte de ser uno de sus juguetes. Estaba mirando al suelo mientras reflexionaba, y justo levantó la vista cuando él llegó.
Se paró y la miró de arriba abajo con aprobación mientras ella se levantaba del asiento, pero antes de que pudiera decir nada, ella sacó una mano y dijo:
-Tienes que prestarme unas monedas para llamar por teléfono. Mi madre se preocupará si no vuelvo esta noche a casa.
-¿Quieres que sea yo quien le explique la situación? -preguntó Pedro con inocencia escarbando en el bolsillo.
-No, no quiero -contestó ella tomando las monedas.
Mientras se encaminaba hacia el teléfono fue pensando en una excusa. Le diría a su madre que el coche había fallado en Inverness y que no habría piezas de recambio disponibles hasta el día siguiente. Una vez que hubo hecho la desagradable llamada, se dio la vuelta y encontró a Pedro esperándola en la terraza.
-Ya está... -dijo fría-. ¿Qué vamos a hacer ahora? ¿Pasar una agradable tarde en el río?
Pedro le ofreció las llaves del coche y le dio las órdenes:
-Quiero ver todo lo que pueda de los alrededores, y quiero que tú conduzcas.
Paula se encogió de hombros con indiferencia y lo siguió hasta el aparcamiento. Hubiera deseado saber qué era lo que él encontraba tan fascinante de aquel lugar remoto, pero se hubiera mordido la lengua antes de preguntar. Si quería perder el tiempo, era asunto suyo, pensó. Ella no iba a detenerlo. Al menos mientras conducía no jugaba con sus sentimientos. Paula siguió las indicaciones de Pedro torciendo a la derecha en una pequeña carretera a una distancia de kilómetro y medio desde el hotel y reduciendo considerablemente la velocidad para evitar los baches del camino.
-¿Estás seguro de que es por aquí por donde quieres ir? No creo que esta carretera lleve a ninguna parte, parece abandonada.
-Sigue conduciendo -contestó levantando apenas la vista del mapa que iba consultando-. Ya te diré cuándo debes parar.
Era un patán maleducado, pensó Paula. Le estaría bien empleado que el coche acabara con la suspensión destrozada o con una rueda pinchada. No había nada que ver por aquellos alrededores, excepto alguna que otra pobre granja aislada sobre la falda de las montañas. Estaban cerca de una de esas granjas cuando Pedro le pidió que parase el coche para salir a estirar las piernas. Paula miró a su alrededor y dijo en voz baja:
-No se parece mucho a King's Road en la noche del sábado, ¿no crees? Te dije que esta carretera no nos llevaría a ninguna parte. Podemos dar la vuelta.
Pedro respiraba profundamente. Sus ojos grises escrutaban los alrededores al detalle.
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