Escuchó por si oía a Paula en la casa, pero todo estaba en silencio. Las luces apagadas, todo oscuro y frío, como una premonición de su futuro sin ella. Sin su hijo. La idea despertó un grito primordial en su interior lleno de dolor y rabia. Una brisa llegó hasta él y miró hacia las ventanas que daban al porche. Se dió cuenta de que estaban abiertas y por fin atisbó a ver la figura de Paula bajo el cielo de la noche. La piel le brillaba bajo la luz de la luna, el glorioso cabello oscuro le caía por los hombros, y al instante regresó a aquella primera noche. El modo en que todo su ser lo había atraído como una sirena. Igual que estaba haciendo ahora. Y por un instante deseó poder volver atrás en el tiempo. Deseó que, en lugar de esconderse en su despacho como un cobarde, hubiera llegado al restaurante a tiempo. Haberse encontrado con ella, abrazarla, decirle lo mucho que significaba para él. Pero no pudo. En lugar de ir hacia atrás, fue hacia delante. Los pies lo llevaron a cruzar las puertas y salir al porche. Se colocó detrás de ella. La agitación de su respiración le hizo saber que Paula era consciente de que estaba allí. Ninguno de los dos dijo ni una palabra. El silencio vibraba entre ellos con dolores y deseos no hablados, como si solo las estrellas fueran los testigos de una gran tragedia.
–Paula, siento mucho que…
–No. No te atrevas a disculparte.
Ella se giró entonces y Pedro lamentó que lo hubiera hecho. Pudo ver los trazos de las lágrimas en su piel, la ligera rojez de sus mejillas. Paula no ocultaba su pena, como hacía él. No. Ella la reclamaba, la hacía suya y la lucía con orgullo.
–¿Sabes qué día es hoy? –le preguntó Paula.
Pedro sacudió la cabeza en señal de negación. Temía la respuesta tanto como necesitaba escucharla.
–Es mi cumpleaños.
En el cerebro de Pedro surgieron maldiciones tan fuertes que parecía que le estuvieran gritando. Si lo hubiera sabido… ¿Habría hecho las cosas de otra manera? Estaba tan agobiado, tan confundido, y con tanto dolor que no podía decir nada más. Durante todo aquel tiempo, sus pesadillas le habían mostrado que podía perderla de la forma más lenta y poderosa, y ahora él mismo estaba convirtiéndolo en realidad. Apartándola de sí para protegerse. Y sabía que aquello lo convertía en el peor tipo de bestia. Una triste sonrisa dibujó sus bellas facciones.
–A lo mejor era nuestro destino que nos conociéramos en el tuyo y nos separáramos en el mío.
–Paula…
–Y era yo la que tenía un regalo para tí –dijo medio riéndose, llena de tristeza.
Fue entonces cuando Pedro vió la cajita en sus manos. Frunció el ceño, tratando de darle sentido al escalofrío de aprensión que le recorrió el cuerpo. Pero lo único que quería, en lo único que podía pensar era en intentar convencerla para que se quedara
–Estaba equivocado, Paula. Nunca debí dejarte esperando en ese restaurante.
–Sí, te equivocaste. Y no deberías haberlo hecho. Sabías lo que eso supondría para mí y lo hiciste de todas formas. Por primera vez desde que te conozco, has estado a la altura de tu reputación.
Aquel cuchillo le atravesó el corazón mientras Paula estiraba las manos para ofrecerle el regalo que no se merecía. Sin apartar los ojos de ella, Pedro agarró la cajita.
–Paula, por favor…
–Ábrela.
–¿No crees que tenemos cosas más importantes de las que hablar ahora mismo?
–No –aseguró ella sacudiendo la cabeza–. Porque creo que en este regalo está el núcleo de lo que está pasando ahora mismo.
Pedro frunció el ceño, levantó la tapa de la cajita y todo en su ser se detuvo. Era como si la visión de lo que había allí dentro no solo le hubiera cortado la respiración, sino también los pensamientos y la sangre en las venas. Tardó un instante en registrar lo que estaba viendo… Lo que sabía que debería estar viendo en lugar de lo que había realmente allí. Las tres hebras moldeadas a mano se habían entretejido en una trenza que no parecía tener principio ni fin, y aunque trató desesperadamente de esconderse de lo que Paula había creado, podía sentir lo que había querido hacer. Cada hebra representaba a su padre, a su madre y a sí mismo, y luego se transformaban en ella, en él, en su hijo. Pero para Pedro también representaba algo oscuro y peligroso.
–No tenías que haber hecho esto –Pedro apenas reconocía su propia voz, no era capaz de atreverse a mirarla.
–Quería… Quería hacer algo bonito para tí. Una manera de conservar algo de tu familia que pudieras tener siempre.
Pedro escuchó la confusión y el dolor de su voz. Tal vez incluso un rastro de miedo.
–Tú no tienes ni idea de…
–Claro que no, Pedro. ¡Porque no hablas conmigo! No me cuentas lo que piensas ni lo que sientes.
–No quieres saber lo que estoy sintiendo ahora mismo –la advirtió él.
–Claro que sí, Pedro. No quiero solo las migajas que te parece conveniente que conozca. Lo quiero todo. No a la bestia ni al marido cuidadosamente contenido. Te quiero a tí.
–¿Quieres conocerme? ¿Quieres saber lo que estoy sintiendo ahora mismo? Horror. Horror absoluto de que hayas tomado algo tan personal para mí y lo hayas convertido en algo completamente distinto. Que hayas agarrado la razón por la que mis padres están muertos…
Se detuvo a media frase, luchando consigo mismo porque no sabía si agarrar las finas hebras de plata con más fuerza o arrojar la pieza lo más lejos que pudiera. Todo era culpa de Paula. Pedro nunca se habría visto allí, compartiendo aquello con ella, si no le hubiera presionado.
–Pedro, yo…
–El modo en que mi padre miró a mi madre aquella noche cuando le dió su regalo… Tan lleno de amor, tan lleno de vida. Me enviaron a la cama antes de que tuviera oportunidad de verlo bien, y me prometieron que lo vería por la mañana. Pero… –sacudió la cabeza al recordar–. Fui demasiado impaciente. Salí a hurtadillas de mi habitación y lo encontré abajo, en el comedor.
-Mis padres perdieron un tiempo precioso buscando en mi cuarto, en toda la planta de abajo. Un tiempo que podrían haber utilizado para salir de la casa en llamas si no hubiera sido por mí. Si no hubiera sido por esto.
Pedro alzó el brazalete para enfatizar su razonamiento.
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