Paula se había enterado de que era uno de los cuatro hombres más ricos de Europa. Y aquello la había impresionado. Pero había tenido que pagar un precio muy alto por su riqueza. Contuvo el aliento al leer la descripción del incendio que no solo había engullido la hacienda en la que Pedro vivió de niño, sino también a toda su familia. El mismo incendio que había provocado las cicatrices que ella sintió bajo la palma de la mano, duras y nudosas, pero al mismo tiempo desafiantes y magníficas. Como resultado, el seguro de vida convirtió a aquel niño de once años en inmensamente rico independientemente del negocio familiar. A ella se le rompió el corazón al ver las imágenes de aquel niño pequeño acompañado por su tutor legal detrás de cinco ataúdes: Sus padres, dos tíos y una tía. No podía ni imaginar lo devastador que debió ser aquello. Mientras la mujer se dirigía a la salida acompañada de su drama y de los hombres de traje, volvió al presente. La recepcionista se aclaró la garganta y se puso de pie. Al parecer había llegado al límite de su paciencia.
–Señorita, me temo que voy a tener que pedirle que…
–¿Paula?
Ella giró la cabeza hacia la fila de ascensores situados a la derecha del mostrador de recepción y se encontró con un Pedro Alfonso tan asombrado como ella misma estaba tras volverlo a ver después de doce semanas. Pedro la vió levantarse del sofá en el que estaba sentada como movida por un resorte.
–¿Dónde hay un cuarto de baño? –preguntó casi sin aliento con tono desesperado–. Lo siento, no quería que esto fuera así, pero… Necesito de verdad un baño. No te vayas a ninguna parte, por favor. Tenemos que hablar. Pero necesito…
–Sí, un baño. Lo he entendido. Doblando la esquina a la izquierda – dijo señalando con el brazo.
Ella salió literalmente corriendo, y Pedro no pudo evitar sonreír. Sacudió la cabeza y trató de liberarse del efecto de su repentina e inesperada aparición. No es que no hubiera pensado en ella en aquellos tres meses. Había pensado buscarla, sus dedos intentaron varias veces teclear su nombre en el buscador de internet. Lo cierto era que no había pasado un día, ni una noche, en los que no recordara sus suaves suspiros, o la sensación de su piel. El desgarro que había sentido la mañana después, cuando se escabulló de la habitación dejándola allí dormida en la cama. Odiándose a sí mismo y consciente al mismo tiempo de que era lo que tenía que hacer. Pero, ¿Qué hacía Paula allí ahora? ¿Qué quería? Entonces un frío helado ahogó sus pensamientos. Sabía quién era él. Y como muchas mujeres antes que ella, Paula había ido a rentabilizar su notoriedad. Iba a jugar la carta de las vulnerabilidades que él había expuesto accidentalmente aquella noche, la única noche que le había ofrecido. Apretó las mandíbulas con rabia. Pensaba que ella era distinta. Le había dado la impresión de que había algo casi místico en su pureza. Una pureza que él le había arrebatado aquella noche. Tendría que haberlo pensado mejor. ¿Acaso no había aprendido a los diecisiete años lo que querían las mujeres de él? El sonido de sus tacones en el suelo de mármol lo sacó de sus pensamientos y se giró hacia ella. Paula lo miraba nerviosa, retorciéndose las manos. Estaba increíblemente bella. Pedro se había medio convencido a sí mismo de que había imaginado el tremendo impacto que causó en él aquella noche. El modo en que se le había acelerado el corazón solo por estar cerca de ella.
–Hola –dijo Paula–. ¿Podemos hablar?
Pedro asintió y durante un instante casi sintió lástima por ella. Porque estaba claro que Paula sabía quién era, pero no tenía ni idea de a quién se enfrentaba.
–Por aquí –afirmó con sequedad guiándola hacia los ascensores.
Pedro metió una llave de tarjeta y las puertas se abrieron, revelando un ascensor cubierto de espejos que llevaba únicamente a la última planta, donde estaban sus oficinas. Ella le siguió en silencio, y cuando estuvieron en el confinado espacio, inhaló su aroma y experimentó una oleada de deseo. La observó en los espejos. Paula miraba hacia delante con gesto decidido y no quería hacer contacto visual, lo que ofreció la oportunidad de fijarse en su aspecto. La noche que se conocieron llevaba un vestido de encaje blanco. Ahora tenía puestos unos vaqueros ajustados y una chaqueta de cuero negro que cubría una camiseta amplia de color rosa. El pelo suelto le caía sobre los hombros en suaves rizos oscuros con toques rojizos.
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