Y Paula sintió de pronto un gran enfado porque Pedro creía que ella no querría asistir a una gala benéfica a la que habían sido invitados. Enfadada porque insistía en dejarla sola en aquella enorme y lujosa finca. Porque sentía que tenía que explicar o justificar sus movimientos. Se suponía que no estaba atrapada allí y podría entrar y salir cuando quisiera.
–No vamos a asistir –afirmó entonces él con tono decidido–. Tengo asuntos de los que ocuparme.
–Bueno, pues yo no –la idea de pasar otra noche sola se le hizo de pronto insoportable.
Pedro la miró entonces como si sus deseos y necesidades no importaran. Como si Paula fuera un bicho raro al que de pronto le hubieran salido dos cabezas y cuatro brazos. Se había cansado de tratar al padre de su hijo con paños calientes.
–Así que yo voy a ir –aseguró mirando el rostro repentinamente pétreo de su marido–. Tú no tienes por qué venir. De hecho, preferiría que no lo hicieras. No quiero que me estropees la noche, como has hecho con todos los días desde nuestra boda.
Paula sintió la fuerza de una nueva determinación surgir en ella.
–Me niego a vivir así, Pedro. Sí, me has ofrecido todas las comodidades materiales, pero las personas no pueden vivir tan aisladas, y eso me está volviendo loca. Creo que no he tenido una conversación más larga con nadie más allá del «Hola, ¿Cómo estás? Bien, gracias, y tú?» desde hace tres semanas y media. Sé más sobre Adrián, tu chófer, que tiene tres hijos, por cierto, no sé si lo sabes… Y le gusta el café con un toque de caramelo. Dime, Pedro, ¿A ti cómo te gusta el café?
Era como si la presa se hubiera roto dentro de ella tras aquel silencio interminable de las últimas semanas, y las palabras sin sentido salieran a borbotones como una inundación. Paula estaba casi sin aliento por la velocidad a la que había pronunciado su pequeño discurso, y ahora lo contuvo esperando a ver cómo respondería Matthieu.
–Cómo me gusta mi café es irrelevante, Paula. Ni nosotros, ni tú, ni yo ni cualquiera combinación posible vamos a ir a la gala. Si quieres salir, Adrián te llevará donde quieras. Pero solo si se trata de un lugar con muy pocas posibilidades de que te descubra la prensa. Y como ese no es el caso de la gala de esta noche, no vas a asistir.
No debería haberse sorprendido. Pedro se marchó con paso firme de la estancia sin decir una palabra más, y ella se sintió más furiosa todavía que antes. Con prensa o sin ella, no seguiría prisionera en aquel lugar por más tiempo.
Paula se sentó en la parte trasera de la limusina. Había ido hablando de banalidades con Adrián durante gran parte del camino desde que salieron de casa de Pedro en Lucerna, y lo agradecía, porque si no hubiera tenido mucho tiempo para pensar durante las dos horas y media de trayecto. Para preguntarse qué estaba haciendo y cómo reaccionaría Pedro cuando se diera cuenta de que había desafiado su mandato y se había escabullido de sus dominios como una fugitiva. Aquella había sido la primera vez que se enfrentó a él, pero Pedro no lo había entendido. Ella necesitaba esto. La señora Alfonso. ¿Se podía decir que lo era, teniendo en cuenta que no habían consumado su matrimonio? Y aunque fuera así, ¿quién era aquella desconocida señora Alfonso? Había sido muchas cosas: La hija de un duque exiliado, la hermana de un playboy internacional, estudiante de arte, empleada de una cafetería, joyera… Pero ahora era esposa y pronto sería madre. Y sintió una punzada de miedo en el vientre, porque no sabía cómo ser aquello. Había pensado ponerse en contacto con su hermano, pero Gonzalo había estado inusualmente ocupado recientemente, y había aceptado sin más su explicación de que había ido a pasar una temporada en Suiza con una amiga en lugar de interrogarla para sonsacarle hasta el último detalle, como solía hacer. En cuanto a su padre… Podían pasar meses sin que hablara con él. Había pensado ponerse en contacto con Fernanda y Ezequiel, pero, ¿Qué les iba a decir? «Eh, busqué al padre de mi hijo y resulta que es multimillonario, me he casado por el bien del niño y me he ido a vivir a sus aislados dominios».
–Ya hemos llegado, señora Alfonso –dijo entonces Adrián.
Fue entonces cuando Paula se dió cuenta de que no había pensado bien lo que iba a hacer. No esperaba encontrarse una alfombra roja, ni un enjambre de paparazis rodeando la entrada del lujoso edificio donde se estaba celebrando la gala. Salió de la limusina como un autómata. ¿En qué estaba pensando para ir allí? ¿Sabrían quién era, o pensarían que se trataba de una impostora tratando de colarse en la gala? Por lo que ella sabía, nadie la conocía, nadie sabía que era la señora Alfonso.
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