martes, 9 de mayo de 2023

Heridas Del Pasado: Capítulo 17

El anillo de plata mostraba un círculo de pequeños diamantes engarzados en una pieza de azabache bellamente cortada.


–Así es como nos veo, Paula –le susurró Pedro–. Unidos. Rodeando a nuestro hijo con amor, seguridad y protección.


La sinceridad y la seguridad con las que pronunció aquellas palabras llegaron a Paula, que sintió cómo se le henchía el corazón con el deseo de amor, un deseo que quedaba apaciguado por la promesa que le estaba ofreciendo. Nada de cuentos de hadas con final feliz, nada de mentir con sentimientos que no tenía. Únicamente la promesa de todo lo que podría hacer y haría por ella y por su hijo.


–Yo los declaro marido y mujer.



Paula aspiró el fresco aroma del agua y los bosques. Llevaba veinte minutos caminando hacia el lago Lucerna, maravillada una vez más ante la amplitud de la propiedad de Pedro. Sacudió la cabeza ante la belleza de la imagen que tenía ante ella. El agua plateada reflejaba el azul de un cielo sin nubes y el impresionante verde esmeralda de los árboles que rodeaban las orillas del lago. Se frotó los dedos, suavizando el ligero mordisco de frío que sintió en la piel y acariciándose suavemente el anillo de plata, diamantes y azabache que llevaba desde hacía casi un mes. Nada había sucedido como imaginó. No había sucedido nada de lo que esperaba o soñaba en el momento que Pedro le deslizó el anillo en el dedo. Tras la ceremonia de boda, David y Sergio se los llevaron a uno de los restaurantes con más fama de Berna para un exquisito desayuno nupcial, aunque Paula apenas probó bocado. Si la jovial pareja notó algo peculiar en el silencio entre los recién casados, ninguno dijo nada. Su conversación alegre y animada había sido un alivio para ella antes de que llegara la limusina que los llevaría a Pedro y a ella a su casa, situada a orilla del lago Lucerna. Recordaba haber ido sentada al lado de él en la lujosa oscuridad del vehículo que los conducía hacia su noche de bodas. La tensión era palpable a pesar de que Paula estaba completamente inmóvil. Pedro le habló con pocas y secas palabras sobre la casa, el equipo de trabajadores domésticos que limpiaban y cocinaban para ellos, el gimnasio completamente equipado, incluida una piscina infinita que daba al famoso lago suizo.


Mientras la limusina recorría kilómetros de suave pavimento, acercándose más a su destino, Paula se preguntó por qué diablos Pedro hablaba de la casa, el arquitecto y cómo sería la vida, cuando en lo único que ella podía pensar era en qué iba a suceder aquella noche. Las semanas anteriores habían estado completamente ocupadas por temas prácticos, haciendo el equipaje, acudiendo a la oficina de registro… Pero en cuanto todo sucedió, en el momento en que fueron declarados marido y mujer, en lo único que podía pensar era en pasar la noche con su marido. Quería compartir su cama, experimentar por un instante la misma sensación que vivió la noche que concibieron a su hijo. Sentir aquella embriagadora oleada de deseo, el modo en que sus cuerpos se habían comunicado más allá de las palabras con una pasión intensa. Y cuando finalmente se detuvieron frente a la entrada que se abría más allá de las impresionantes puertas de hierro, se giró hacia él, incapaz de abarcar la grandiosidad de la construcción. Pedro abrió la puerta de madera de la casa, le explicó dónde estaba su habitación y se fue a su despacho. La dejó sola en el vestíbulo de una casa desconocida, vestida de novia, sin tocarla y sin desearla.


Paula se retiró a su dormitorio antes de que cayera la primera lágrima. Se quitó los zapatos antes de que salieran la segunda y la tercera, se dejó caer sobre la cama y apretó la cara contra la almohada para que no se escucharan sus sollozos. Porque fue entonces cuando se dio cuenta de lo que había hecho. Había buscado el amor toda su vida, y ahora se había hecho prisionera de un hombre que nunca la amaría. Mientras le daba la espalda al precioso lago y regresaba a la finca, se dió cuenta de que no tenía ante sí el futuro que había imaginado antes de la boda. No era la esposa perfecta de Pedro, ni tampoco la descartada. Él la había situado en un extraño punto medio, y temía que aquello la estuviera asfixiando lentamente. 


Hiciera lo que hiciera, Pedro no podía liberarse de aquel peso que se le había instalado en el pecho. No podía escapar de la pura e impactante certeza de que había hecho las cosas muy mal. Todo había empezado la noche en que llegaron. Antes incluso, en la limusina que los llevaba a su hogar. Hogar. Nunca antes había considerado así aquel lugar. Era su santuario, sí, el sitio en el que se escondía del mundo exterior. Pero ¿Un hogar? En la limusina había sentido la sensual corriente subterránea que fluía entre ellos. Como había sucedido aquella primera noche en Andorra, se sintió atraído por sus rasgos expresivos, su cuerpo. Todo su cuerpo rugía de excitación y de deseo por tomarla, por hacerla suya. Pero quiso ser fiel a la promesa que se había hecho a sí mismo y a Paula en silencio el día de su boda. Su intención era protegerla Lo que significaba que necesitaba asegurarse de que comenzaran su matrimonio como continuaría. Satisfaría todas sus necesidades y sus deseos materiales. Pero él no se entregaría. Porque si aflojaba el fuerte control que tenía sobre su vida, si hacía lo que desesperadamente deseaba, hundirse en su calor suave y cálido, ceder al exquisito placer que ella le proporcionaba, no sería capaz de contenerse y no podía arrancar de sí el convencimiento de que al hacerlo desataría los pensamientos y los recuerdos que todavía le mordisqueaban los bordes de la conciencia.

No hay comentarios:

Publicar un comentario