Al instante se vió arrojada de nuevo a las sensaciones que había despertado aquella noche en su cuerpo. El deseo, la pasión…
–Deja de pensar en lo único…
–Mis hormonas tienen mucho que decir al respecto.
–Y te prometo que cuando hayamos terminado con este tema, tus hormonas podrán darse un festín con mi cuerpo hasta que queden saciadas –gruñó Pedro con una oscura promesa en la mirada.
–¿De veras? –preguntó Paula insegura–. Porque tú no has… No hemos… Desde aquella noche.
Pedro suspiró y dejó la cuchara sobre el mostrador, y ella la agarró a toda prisa. Se pasó las manos por el pelo y finalmente se apoyó en un codo con la mandíbula en la palma de la mano, mirándola como si estuviera librando algún tipo de lucha interna.
–Sinceramente, no tenía muy claro que fuera lo que desearas. No quería que sintieras que debido a lo de la otra noche, yo iba a dar automáticamente por hecho que…
–¿Mi marido podía reclamar sus derechos conyugales? –terminó ella con una sonrisa triste.
¿Cuándo se habían vuelto las cosas tan complicadas cuando podían actuar simplemente por el deseo y los sentimientos? Tal vez desde el momento en que se casaron porque esperaban un hijo.
–Pedro, nadie tiene ningún derecho sobre mi cuerpo excepto yo. Pero yo elijo de buena gana compartir mi cuerpo contigo.
–Tu cuerpo sí. Pero, ¿Compartir algo más…?
Paula se mordió el carrillo por dentro y asintió. Pedro quería saber por qué estaba tan nerviosa por ver a Gonzalo. La última vez que vió a su hermano fue en la boda de Sofía e Ignacio. En el corto espacio de tiempo desde la noche de la gala benéfica en Andorra y la boda entre la princesa Sofia e Ignacio, se había dado cuenta de varias cosas respecto a ella, algunas difíciles de aceptar, otras más… Empoderadoras. La decisión de centrarse en sí misma había resultado en cierto sentido maravillosa y liberadora. Hasta que descubrió que estaba embarazada, y la idea de enfrentarse a Gonzalo y a las consecuencias de sus imprudentes actos le habían parecido una traición.
–Mi hermano siempre ha cuidado de mí. Estuvo ahí para mí cuando mi padre claramente no estaba – Paula suspiró al sentir un nudo de emoción en la garganta–. Cuando mi madre murió, mi padre renunció básicamente a todo. Siguió funcionando en automático durante unos años, se casó con Valeria, iba de fracaso empresarial en fracaso empresarial… Pero a medida que yo me hacía mayor me miraba de una forma diferente. No solo me veía a mí, sino también a mi madre. Me daba cuenta de lo doloroso que era para él. No sé quién de los dos empezó primero, pero cada uno a nuestra manera empezó a evitar al otro para calmar el constante dolor que se cernía sobre nosotros cada vez que nos encontrábamos.
Paula se estremeció al recordar su infancia, cuando se escondía en alguna habitación de la casa al saber que llegaba su padre. Gonzalo la encontraba siempre, se la llevaba al jardín e intentaba distraerla.
–Cuando mi padre lo perdió prácticamente todo en una última inversión, yo tenía unos ocho años. Gonzalo apenas dieciocho, y se vió obligado a actuar para evitar que nos declaráramos en bancarrota. Se hizo con las riendas de todo, encontró la manera de salvar lo poco que quedaba de las finanzas familiares. Todo se vendió. Nuestra casa, las fincas, todas las pertenencias, cuadros, antigüedades… Y llegó justo para pagar los millones que se debían por culpa de la negligencia y la estupidez de mi padre. La vergüenza que mi padre hizo descender sobre el apellido Chaves nos obligó a abandonar el país y enfrentarnos al exilio.
Paula había escuchado durante años las amargas peleas, las fuertes acusaciones, las lágrimas y las recriminaciones de Valeria. Y en medio de todo aquello estaba la determinación de su hermano, que estaba decidido a ser el hombre que su padre no podía ser el protector, quien tomaba las decisiones.
–Lo que Gonzalo hizo a los dieciocho años fue algo increíble. Nos llevó a vivir a Italia, encontró un colegio para mí, empezó un negocio hotelero con la única propiedad que nos quedaba en Europa y con eso consiguió que mi padre y Valeria llevaran una vida parecida a lo que estaban acostumbrados. Pero ellos vivían en otro lado, así que estábamos los dos solos. Un chico de dieciocho años cuidando de una niña de ocho.
Y ahora que estaba embarazada, Paula se daba cuenta realmente del sacrificio que había hecho su hermano, a todo lo que había renunciado por ella. Y nunca se había sentido digna de ello, sino más bien una carga.
–Entonces, ¿Tu padre no estaba realmente presente?
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