Abrió la puerta de su habitación, la que nunca había visto. Por un instante se sintió transportada a la noche que habían pasado en Andorra. Su habitación era igual de grande, lo bastante para contener el apartamento entero que Paula compartía con Ezequiel y Fernanda en Camberwell. Y era muy bonita. La cama sobresalía, como si estuviera flotando unos centímetros por encima del suelo. El cabecero estaba hecho en roble y ofrecía calidez a la pared lateral con inmensos ventanales que daban a la impresionante vista del lago Lucerna. Paula pensó que debía ser increíble por la mañana. En una esquina del dormitorio había un corredor que debía llevar al cuarto de baño, porque escuchaba el agua de la ducha. Se quitó los zapatos y se dirigió a la ducha. Cuando dobló la esquina, la visión que obtuvo la dejó sin aliento. Tras el cristal de la enorme mampara de la ducha estaba Pedro con la cabeza inclinada bajo los poderosos chorros de agua, los brazos estirados contra la pared como si estuviera conteniendo las emociones de aquella noche. Durante un instante se permitió mirar cómo el agua caía en cascada por la impresionante anchura de sus hombros, deslizándose por sus músculos. Sus dedos sintieron el deseo de seguir el trazado de aquel camino por su piel, bajar por las piernas y pantorrillas. Nunca se había sentido tan hipnotizada por un hombre. Su ingenuo enamoramiento hacia Ignacio no había sido ni por asomo tan poderoso. Sin pensar en lo que hacía, puso la mano en el picaporte de la puerta de la ducha y la abrió. Captó su reflejo en el espejo interior, y vió que la única reacción de Pedro fue levantar una ceja, nada más. Ni siquiera giró la cabeza. Solo le dirigió una mirada interrogante que apenas reconocía su presencia. Pero se negaba a ser ignorada. No quería serlo ni en aquel momento ni nunca más. Se agarró la falda del vestido, atravesó el umbral de la ducha completamente vestida y se colocó bajo su poderoso brazo, mirándolo de frente. Pedro echó la cabeza hacia atrás incapaz por fin de escapar de ella.
–¿Qué estás haciendo? –preguntó.
Pero mantuvo los brazos donde los tenía, apoyados contra el muro, encajándola, como si estuviera poniéndose a sí mismo a prueba. El agua le empapó el vestido, haciéndolo tremendamente pesado, pero no le importó. Se quitó las horquillas que le mantenían el cabello sujeto y lo dejó caer por los hombros y la espalda. Pero lo único que quería, en lo único en que podía pensar, era en sentir las manos de Pedro en la piel, saborearlo con la boca y acariciarlo. Alzó las manos y le tomó con ellas la mandíbula, deslizando el pulgar por la barba oscura y suave. Paula lo miró a través de los ríos de agua que caían sobre ambos, ambos respiraban como si hubieran echado una carrera.
–Necesitas esto. Y yo también –dijo antes de rodearle el cuello con los brazos y atraerlo hacia sí para encontrarse con sus labios.
En cuanto sus labios rozaron los suyos, el corazón y la mente de Pedro se consumieron de deseo. Paula era irresistible. Su piel suave y húmeda, los labios carnosos… Lo quería todo. Se apoyó contra el frío cubículo de la ducha y la devoró, hundiendo la lengua y los dientes en ella. Durante un mes había evitado aquello, la había evitado a ella. No porque no la deseara, sino porque la deseaba mucho. La deseaba tan desesperadamente que apenas podía controlarlo. Pero tras aquella noche, tras todas las emociones que habían escapado del lugar donde las tenía bien encerradas, no era lo bastante fuerte para resistirse. Y que lo asparan si no agarraba todo lo que ella tenía que darle.
–¿Y el bebé? –preguntó. Aquella era la última barrera que le impedía dar rienda suelta a su deseo.
–Estará perfectamente –le aseguró besándolo de nuevo.
Pedro se apoyó en la pared y la rodeó para atraerla más hacia sí, apretándose contra ella.
–Todavía llevas el vestido puesto.
–¿Qué vas a hacer al respecto? –inquirió Paula con coquetería.
Pedro sintió el deseo de gruñir y golpearse el pecho como un animal. Quería arrancárselo del cuerpo. Mientras el agua caía en cascada desde arriba, se apartó de la pared y agarró la primera capa de tela del muslo de Paula. El manojo de tela empapado soltó más agua, que le resbaló por el brazo. Él soltó la tela.
–Date la vuelta –le ordenó.
Y tras dirigirle una mirada de absoluta confianza, Paula obedeció, girando la cabeza hacia un lado para dejar al descubierto la larga columna del cuello al agua caliente. El cabello le cayó por un hombro. Entre los hombros tenía la parte superior de la cremallera. Los dedos de Pedro la deslizaron lentamente, muy lentamente, y el peso del agua ayudó a que descendiera más deprisa, dejando al descubierto la longitud de su espina dorsal, la curva bajo las yemas de sus dedos que no podía dejar de recorrer con el pulgar. Ella se estremeció bajo su contacto, y Pedro quiso más. Así que le cubrió con besos la piel de la espalda, devorando cada centímetro que quedaba expuesto ante él. Con un brazo rodeándola y cubriéndole los senos, y con el otro bajándole la cremallera a la base de la columna, sintió como si estuviera sosteniendo la joya más preciosa del mundo entre sus brazos, y que ni era ni sería nunca digno de algo así.
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