Pedro estaba furioso. Con la prensa, con Paula, consigo mismo. Por primera vez en su vida no podía culpar a alguien más. Él solito había cumplido con su reputación de bestia en el momento en que empujó a ese fotógrafo contra la pared. Eran sus acciones y su pérdida de control lo que había alimentado la obscena atención de los titulares. Antes de la gala, había ajustado el móvil para recibir cualquier publicación de las redes sociales relacionada con él o con Paula. Y el teléfono que ella sostenía entre las manos temblorosas seguía emitiendo sonidos. Porque había perdido el control. Porque el maldito fotógrafo le había pillado con las defensas bajas y él había permitido que saliera toda la rabia y la violencia. Cerró los ojos, pero tenía grabado en la memoria el retrato familiar que su padre había encargado meses antes del incendio. Tenía que reconocer el gran talento artístico de la obra. Porque las horas que debió invertir el autor para crear semejante maravilla habían captado la verdad de su familia. La alegría y el amor que brillaban en sus ojos hacían que cobrara mucho más valor teniendo en cuenta los eventos siguientes. Apenas recordaba cómo ni cuándo se pintó, porque casi nunca permitía que los recuerdos del pasado atravesaran la puerta de acero que había cerrado tras ellos cuando salió del hospital. Porque si no lo hubiera hecho, no tenía muy claro que hubiera sobrevivido. Y ahora que lo había visto, ahora que los recuerdos empezaban a colarse a través del pequeño hueco que se había abierto hacía apenas unas horas, cerró la puerta de la bóveda con fuerza con la esperanza de que no volviera a abrirse.
–Pedro…
–Te lo advertí. ¡Te dije lo que pasaría, pero de todas formas fuiste! – no le gustaba estar gritando.
–Yo no… Lo siento.
–Tu disculpa no significa nada –le espetó con crueldad–. Necesito que lo entiendas. Que entiendas que así son las cosas para mí. Que esto es lo que significa estar casada conmigo, y así será para nuestro hijo también. Que siempre habrá periodistas acosándonos, siguiendo cada uno de nuestros movimientos. Siempre ha sido así desde…
Pedro se estremeció y ella le puso la mano en el brazo para intentar que se girara a mirarla. Él tuvo que hacer un esfuerzo para no quitársela. Porque necesitaba que lo entendiera.
–Tras el funeral, me perdí la mayor parte del furor de la prensa. Sergio y la dirección del hospital consiguieron mantenerla alejada de mí entonces. Así que no estaba preparado para lo que sucedió. Pero necesito que tú sí lo estés.
–¿Qué ocurrió, Pedro?
Pedro dejó escapar un suspiro.
–¿Sabes cuándo fue la primera vez que me llamaron bestia? Una cosa eran las cicatrices, pero tenía diecisiete años cuando acuñaron esa expresión –se giró entonces, porque necesitaba que Paula lo viera.
Ella lo miraba atentamente, tan menuda, tan perfecta y frágil.
–Sergio quería que yo llevara una vida normal –comenzó a decir–. A los diecisiete años ya me encontraba lo bastante bien como para ir al colegio, pero fue difícil. Para aquel entonces me había pasado seis años entre adultos, enfermeras, médicos y profesores particulares. Tenía muy poca experiencia con gente de mi edad. Así que me encerré en mí mismo. Mantuve la cabeza gacha y estudié. Me esforcé mucho y me fue bien. En cuanto a las cicatrices… Resultó que despertaron una gran curiosidad entre los alumnos. Cuando una de las chicas más guapas del colegio me pidió que la ayudara con los deberes, yo…
Pedro dejó escapar un suspiro al recordar lo ingenuo que fue de joven.
–Cuando me dí cuenta de que estaba coqueteando conmigo, estaba asombrado, ansioso… Desesperado, diría yo.
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