Paula se miró al espejo, maravillada de que le hubiera resultado más fácil hacer el equipaje con toda su vida en Camberwell que encontrar un vestido que sirviera para la ceremonia civil y al mismo tiempo no le marcara demasiado el incipiente vientre. Dos días atrás había ido el equipo de mudanza a llevarse sus escasas pertenencias a Suiza. Se despidió llorosa de Ezequiel y Fernanda, consciente de que ahora su futuro estaba irrevocablemente unido al padre de su hijo. Se preguntó qué esperaría Pedro de ella. ¿Querría llevarla del brazo a sus eventos de empresa, que hiciera el papel de la esposa perfecta? ¿O se cansaría de ella en cuanto naciera el bebé y la enviaría a algún sitio lejano? No sabía cómo sería la casa, si encontraría un espacio para crear las piezas que tan importantes eran para ella. Ni una sola vez en los dos últimos meses había sido capaz de encontrar aquella embriagadora sensación de creatividad que en el pasado la consumía y calmaba a partes iguales. Llamaron a la puerta, arrancándola de sus ensoñaciones. Cuando la abrió se encontró con un hombre rubio y algo robusto que sonrió al ver su expresión confundida.
–¿Paula? Soy David Antoinelli.
–¿El testigo? –Paula recordaba su nombre de uno de los correos de Matthieu.
–Sí –David se rió con naturalidad–. Confiaba en que recordaras mi nombre. Pensé que te gustaría que alguien te acompañara al registro, dado que…
No dijo nada más, estaba claro que no quería señalar que estaba sola. Paula le hizo un gesto para que entrara y sonrió a su vez.
–Debo decir que estás preciosa –afirmó David mirándola con detenimiento.
–Gracias –Paula exhaló un suspiro de alivio.
El vestido, sencillo y a la altura de la rodilla, tenía una cintura de corte imperio y un precioso escote en forma de corazón. La seda color crema estaba cubierta por un precioso ribete de encaje. Y lo mejor de todo era que había podido comprárselo con sus escasos ahorros. Se había hecho dos trenzas que luego había recogido en lo alto de la cabeza, dejando solo unos mechones de cabello oscuro que le enmarcaban el rostro. David le ofreció el brazo y ella alzó una mano para pedirle un instante y recoger las cosas que necesitaría. El resto, sus pocas pertenencias, serían enviadas a casa de Pedro antes de que llegaran aquella noche. Paula sintió cómo se sonrojaba al pensar en cómo pasarían aquella noche. Tal vez fuera una de las pocas cosas que no habían negociado. Agarró su chal y el modesto ramo de flores que había comprado aquella mañana. Miró el arreglo de peonías blancas, salvia y romero. Sabía que un ramo de plantas aromáticas resultaría poco ortodoxo, pero no había sido capaz de resistirse. Se miró una última vez al espejo, la última vez que se miraría como una mujer soltera, tomó el brazo de David y cerró la puerta a su antigua vida, dispuesta a asumir el papel de señora Alfonso.
Pedro esperaba junto a Sergio en los escalones del registro civil que le había parecido perfectamente adecuado para sus necesidades hasta que vió a Paula. Sintió la mirada de desaprobación de Sergio a su lado cuando su mejor amigo miró a Paula, luego a Pedro y después al edificio que tenían detrás. Sintió al instante la frase de negación en los labios. «Yo no lo sabía». Porque era cierto. No sabía que Paula iba a estar tan bella, casi etérea. No esperaba ver la pequeña y perfecta forma de la promesa de su hijo bajo el vestido. No contaba con verla y darse cuenta de que se había equivocado completamente. Tendrían que haberse casado en una iglesia, la más grande que hubiera podido encontrar, llena de gente para que pudiera presumir de su espectacular novia con orgullo y adoración en la mirada. Pero no había imaginado que se fuera a sentir así. Cuando se acercaron del todo, David dijo con su habitual entusiasmo:
–Si no fuera un hombre felizmente casado ya, me sentiría tentado a fugarme con la novia.
–Y ahora que puedo ver por mí mismo lo encantadora que eres, yo también me siento tentado, Paula – respondió Sergio inclinándose para darle un beso en la mejilla.
Paula sonrió radiante por los cumplidos y luego pareció quedarse algo perpleja ante el contraste de las expresiones abiertas de sus amigos y el silencio absoluto de Pedro. Porque no era capaz de hablar, sencillamente. La visión de ella le había dejado sin palabras.
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