jueves, 18 de mayo de 2023

Heridas Del Pasado: Capítulo 31

 –Si no hubiera sido por mí, estaría viva. Gonzalo habría tenido una madre y mi padre no hubiera escondido su dolor en la apatía, en una segunda esposa que prefería gastarse su dinero que estar con nosotros y unos acuerdos empresariales que casi nos destruyen –le puso una mano en el brazo–. No me culpo. No puedo. Sé que no es culpa mía, que no hay nada que yo hubiera podido hacer, no era más que un bebé. Pero sé algo sobre las pérdidas, Pedro.


Pedro guardó silencio un instante antes de hablar.


–Me alegra que tengas este collar contigo. Lo único que me queda a mí… –hizo una pausa al sentir aquella punzada familiar–. Lo único que tengo que perteneció a mis padres es el regalo que mi madre le hizo a mi padre la noche que murieron. Era su duodécimo aniversario de boda, y le había dado el regalo justo antes de acostarme a mí.


La respiración de Pedro se hizo más jadeante al recodar lo que había pasado después, pero hizo un esfuerzo por volver al presente.


–Está quemado, casi derretido y muy dañado por el fuego.


Paula frunció el ceño.


–¿Dónde está?


–En la cómoda de al lado de mi cama –respondió él encogiéndose de hombros.


Pedro la miró y vió lo que se había temido desde el momento en que la vió. En cierto sentido había sabido incluso entonces que Paula sería capaz de desenterrar su dolor, su tristeza… Entenderlas, incluso. Que ella sería quien derribara los muros que le rodeaban el corazón. Muros en los que él se había apoyado durante los últimos veinte años. Muros sin los que no sabría vivir. Porque eso significaría abrirse, sentir su vulnerabilidad y el mismo tipo de sensación de pérdida que estuvo a punto de destruirlo una vez. Paula lo besó entonces con compasión, como si entendiera su dolor. Y cobarde como era, él se perdió en aquellos besos, alimentando deliberadamente el fuego, despertando la pasión entre ellos.


–Pedro… –sus palabras se convirtieron en un grito cuando él la sacó en brazos de la ducha.


Los gritos de Paula se convirtieron en risas cuando la dejó en el suelo y la secó con la toalla más suave y esponjosa que había tocado en su vida. 


–Paula Alfonso, esto no es cosa de risa. Me tomo mis deberes muy en serio.


Aunque era una broma, ella no pudo evitar que se le cortara la risa.


–Lo sé –aseguró. Y no pudo evitar la vena de tristeza que acentuó sus palabras.


Sabía que era por cómo era Pedro, por lo que le había pasado, porque así era el hombre en el que se había convertido. Pero quizá… No por ella. Apartó de sí aquellos pensamientos y le acarició la mandíbula. Aquel hombre que le había ofrecido su compasión y su comprensión ante su propia pérdida, cuando parecía querer ocultarse de la suya. Le gustó la sensación de la firmeza de sus líneas y la suave barba corta que llevaba. El corazón le latió con fuerza cuando él le depositó un beso en la palma de la mano, luego en la muñeca y después en la cara interior del antebrazo. Sin duda no estaba bien desear tanto a alguien inmediatamente después de… A ella se le hizo un cortocircuito en el cerebro cuando le trazó con el pulgar la curva de un seno. Su cuerpo estaba extremadamente sensible desde el embarazo. Cuando le deslizó el pulgar por el pezón ya tirante, contuvo el gemido de placer que surgió en su interior.


–Cama. Ahora –exigió preguntándose desde cuándo se había vuelto tan empoderada.


–Como tú quieras –respondió Pedro levantándola del suelo y llevándola a la cama. La depositó suavemente sobre el colchón y se sentó a su lado.


Paula recordaría aquella noche durante el resto de su vida. Su acto amoroso fue exactamente eso, amoroso, dando y recibiendo un placer casi indescriptible mientras alcanzaban las cimas de un éxtasis imposible. Ninguno de los dos se contuvo por las dudas, ni por el temor a lo que pudiera suceder. Ambos se perdieron en una felicidad pura, sin adulterar e interminable. 

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