–Pero, ¿Cómo nos vamos a casar? No sé nada de tí –afirmó tratando de contener la oleada de pánico que le surgió en el pecho.
–Sabes cuál es mi color favorito y la fecha de mi cumpleaños. Ya sabes más que la mayoría.
–Tú no sabes nada de mí –murmuró Paula sintiendo cómo todas sus defensas se derrumbaban.
Pedro esperó a que lo mirara a los ojos, y sus palabras fueron el golpe final.
–Sé que haces joyas a pesar de las objeciones de tu madrastra. Sé que eres amable y respetuosa, en caso contrario no te habría alterado tanto la idea de romper el compromiso de alguien, independientemente de sus sentimientos hacia el novio. Sé que no vas tras el dinero, o esta conversación habría sido muy diferente. Sé que eres fuerte y decidida. Y sé que harás lo que sea necesario para proteger a nuestro hijo.
«También sé cómo es la sensación de tu piel bajo la mía, el sonrojo que te nace en las mejillas cuando no puedes luchar contra tus deseos, y sé cómo suenan tus gemidos de placer cuando alcanzas el clímax», concluyó Pedro para sus adentros.
Observó cómo los ojos de Paula se abrían de par en par sorprendidos y un leve sonrojo se le asomó a las mejillas, como si le hubiera leído el pensamiento.
–Si nos casamos –murmuró–. ¿Cómo… Cómo sería?
Términos. Eso se le daba bien. Asegurar contratos y rematar los detalles prácticos. Ya tendría tiempo para considerar las implicaciones de su inminente paternidad. Los sentimientos no tenían cabida en aquel momento.
–Tendrás que vivir aquí conmigo en Suiza. Me aseguraré de que tengas todo lo que necesites. Como ya habrás imaginado, casarse conmigo te proporcionará ciertos beneficios. Sobre todo para tu negocio.
–No. Eso no es negociable. Mi negocio es mío y no quiero que tengas ninguna participación.
Pedro frunció el ceño. La mayoría de la gente estaría encantada con aquella posibilidad.
–Tengo contactos por todo el mundo y los recursos para darte acceso a los mejores materiales…
–He dicho que no. Puedo conseguir mis propios materiales, y cualquier logro que consiga profesionalmente será solo mío.
Las palabras de Paula fueron duras, nunca le había escuchado hablar con un tono tan seco. Estaba claro que la independencia era importante para ella, y no podía por menos que respetarla por ello.
–¿Tienes alguna estipulación en mente? –le preguntó.
–Seguiremos casados hasta que nuestro hijo tenga al menos veinte años.
Pedro casi se rió ante su ingenuidad.
–Escúchame bien, Paula. Mis padres no vivieron mucho tiempo, pero me inculcaron la santidad del matrimonio. No soy un hombre religioso, pero no creo en el divorcio.
Como si se negara a aceptar su declaración, Paula se miró las manos.
–No estoy segura de ser capaz de recoger mis cosas si más y mudarme contigo.
–¿De veras? Tengo la impresión de que tú eres más que capaz de hacer cualquier cosa que se te meta en la cabeza, Paula.
Ella alzó la vista para mirarlo, y su expresivo rostro reflejó sorpresa… Y algo más. Algo cálido que le calentó la sangre por dentro. Pedro apartó bruscamente aquella sensación. Era absolutamente vital que consiguiera el consentimiento de Paula para aquello. Hablaba en serio. Protegería a su hijo, y por extensión a ella también. Pero no mentiría. Le había preguntado por sus expectativas, y era importante que dejara las cosas claras ahora.
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