martes, 30 de mayo de 2023

Heridas Del Pasado: Capítulo 43

Pedro estaba sentado en su butaca de cuero mirando por la ventana desde su oficina de Zúrich contando casi obsesivamente los minutos que habían pasado desde la hora en que había quedado con Paula en el restaurante. Porque no podía moverse. En los últimos días, la naturalidad con la que ella había aceptado su retirada había sido peor que cualquier tipo de pelea o exigencia. La bestia dentro de él anhelaba rugir, quería rechinar los dientes. Aunque no quería desatar todo aquello con Paula, el hecho de que ella hubiera aceptado su actitud no hacía más que acrecentarla. La combinación de la falta de sueño, las pesadillas y su mujer era demasiado. A pesar de todas sus garantías de que no la trataría como su padre, de que estaría allí para ella, ya no sabía que pensar. Porque en los últimos días, su pesadilla se había transformado en algo nuevo, algo todavía más aterrador. Ya no era un niño pequeño mirando a su padre en la ventana. Ahora había asumido el papel del padre, y miraba a su hijo sin poder decidirse si salvar a su mujer o a su hijo. A veces iba a por el niño, a veces a por Paula… Pero en cada ocasión le dolía, le partía el corazón en dos porque siempre tenía que elegir entre ellos. Se pasó la mano por la cara y miró el reloj. Sabía el dolor que le estaba causando a ella, pero no podía moverse. El instinto le decía que si no aparecía aquella noche forzaría la mano de su mujer, le haría tanto daño que Paula tendría que marcharse. Se odiaba a sí mismo por ello, pero sabía que era la única opción que tenía. Por su propia cordura, y más importante, por ella. Porque no podía atarla a su vida, a él sin destruir lo que más amaba de ella. 


Paula estaba sentada en el restaurante de Lucerna con la espalda recta y la cabeza alta. Sentía las miradas de reojo que le dirigían los demás comensales del restaurante. El camarero se acercó y le preguntó si quería tomar algo. Ella sonrió, negó con la cabeza y agarró con dedos temblorosos el vaso de agua. Cuando lo dejó sobre la mesa después de beber, centró la mirada en la cajita negra que había dejado sobre el plato que tenía enfrente. Quería que fuera la primera cosa que Pedro viera. Deseaba ver cómo la curiosidad de su rostro se transformaba en alegría y luego en reconocimiento por lo que había hecho por él. Que supiera que había entendido su dolor y lo había transformado en algo nuevo. Pero en el espacio de su ausencia, el miedo a una reacción diferente había empezado a invadirle la imaginación. Una reacción de rabia y de horror por cómo se había atrevido a hacer algo semejante, a adentrarse en un dolor que ella no tenía modo alguno de entender.  A medida que transcurrían los minutos, sus pensamientos  volvieron a centrarse en el momento presente. Solo cinco minutos más… Uno más. A lo mejor estaba atrapado en un atasco. En una reunión. En un accidente. Algo que excusara las cuatro llamadas sin contestar al móvil de Pedro. Aunque él no supiera que era su cumpleaños, no podía ser tan ingenuo como para pensar que dejarla allí, en un restaurante, con el vestido que había comprado para él, no le haría muchísimo daño. Así que lo sabía. Y de todas maneras había elegido hacerlo.


–Señora Alfonso –un camarero se acercó discretamente a su mesa–, su esposo ha llamado para avisar de que lo lamenta mucho, pero no puede venir…


Paula no escuchó el resto de la frase por el rugido que sintió en los oídos. No era posible que Pedro le hiciera aquello.


–Gracias –murmuró al camarero, que se marchó discretamente entre las mesas que la miraban como si fuera un programa de televisión.


Paula se llevó la mano al vientre. El bebé había dado una patadita, no supo si por simpatía hacia ella o en gesto de desafío. Lo que sí sabía era que no volvería a pasar por aquello. Ni por ella ni por su hijo. Se levantó muy despacio frente a todas las miradas, agarró la cajita negra que estaba en el plato de enfrente, y con más elegancia y dignidad que una reina, salió del restaurante con las lágrimas resbalándole por las mejillas.

 

Cuando Pedro llegó finalmente a casa aquella noche, estaba agotado. Por la falta de sueño, por la guerra emocional que había estado peleando entre su deseo de acudir a ella en el restaurante, y la desesperación de mantenerse alejado. En un momento de lucidez de último minuto, corrió al restaurante… Se había dado cuenta de que estaba equivocado, que no debía, no podía apartarla de sí. Pero Paula ya se había marchado. Dejó las llaves en la mesita de la entrada y entró en casa, desesperado por encontrarla y suplicar su perdón. La culpa, la angustia y la devastación se habían apoderado de él. Cuando entró en la amplia zona de estar, se quedó mirando las tres maletas que había al lado de la puerta de entrada. Las miró como si no pudiera distinguir si eran reales o parte de su imaginación. Ni si lo que sintió fue alivio o la mayor desesperación de su vida. 

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