–Mi casa está a las orillas del lago Lucerna, en el corazón del país. Es sin duda lo bastante grande para nosotros dos y nuestro hijo.
Sabía que estaba siendo modesto. La enorme mansión era una maravilla arquitectónica y tuvo que hacer un esfuerzo para contener la incomodidad que le suponía la idea de abrirla para otra persona, para Paula. Pero lo haría. Tenía que hacerlo.
–Tendrás acceso a todos lo que quieras. Pero necesito que entiendas algo.
La mirada de Paula se volvió más analítica, como si se hubiera dado cuenta de que aquello era lo más importante de todo.
–No te hagas ilusiones respecto a mí. Te prometo ahora que querré a nuestro hijo, me ocuparé de él y cubriré todas las necesidades que tenga. Pero no puedo ofrecer nada más.
Le estaba diciendo que no podía amarla, que no lo haría. Le estaba negando lo único que en realidad Paula había deseado siempre. Una oleada de tristeza se apoderó de ella, pero hizo un esfuerzo por centrarse en lo que le estaba ofreciendo. A su hijo no le faltaría nada, crecería con la seguridad que ella pensó que tenía hasta que la perdió. Su hijo no pasaría por la devastación que le tocó a ella.
–Una condición.
–Lo que sea –se apresuró a afirmar Pedro.
–Será una boda íntima. Sin invitados –no quería que aquel día fuera un espectáculo público.
No quería que su familia estuviera allí, que su madrastra transformara aquello en una farsa. Ya podía ver el brillo malicioso en los ojos de Valeria, la imagen de su madre en los de su padre, y la decepción en los de su hermano.
–¿Solo nosotros y dos testigos?
–Sí.
–Así será.
Pedro le tomó la mano por encima de la mesa y sintió el calor de sus dedos cuando le envolvió la piel. Un apretón de manos, como si aquello no fuera más que un contrato que acabaran de cerrar. Sintió que se le llenaban los ojos de lágrimas, pero se contuvo.
Pedro quería una boda rápida, pero ni siquiera él, con todo su poder y su dinero, podía forzar la maquinaria de la burocracia suiza. Cuando su solicitud de matrimonio pasó por el filtro del papeleo, todavía tuvieron que esperar diez días antes de la ceremonia. Y utilizó bien el tiempo. Iba a ser padre. No le había quedado más remedio que asimilar la noticia en cuestión de horas. Pero la fuerza de la conexión que sentía con su hijo le impresionaba. Su determinación por protegerlo. Había vivido tanto tiempo evitando cualquier tipo de compromiso o de conexión con los demás que pensó que se resentiría, pero estaba equivocado. El compás de su vida había cambiado en un instante, y ahora señalaba únicamente a su hijo y a Paula. Y cuando se miró en el espejo, con el traje azul oscuro y la camisa azul pálido casi blanca, se preguntó por primera vez desde hacía muchísimos años qué pensaría su padre. Se centró en sus facciones en busca de alguna señal del padre al que tanto había querido y que había entrado en la casa en llamas para sacar a su hijo, sin pensar en su propio riesgo. A continuación entró de nuevo para intentar sacar a su esposa. Una dolorosa cuchillada le atravesó el pecho antes de cerrar la puerta a aquellos pensamientos.
–Ah, Pedro.
Se giró y se encontró con Sergio en el umbral vestido también de traje. El hombre asintió con la cabeza en señal de aprobación.
–Estarían muy orgullosos de tí.
Pedro apretó los dientes para contener aquella sensación. Dudaba mucho que sus padres estuvieran orgullosos de que forzara a una chica inocente a formar parte de un matrimonio que no deseaba.
–¿Dónde está David? –preguntó.
Después de casi once años juntos, Sergio y David se habían casado finalmente cuando se aprobó en California la ley que permitía el matrimonio de las personas del mismo sexo.
–Ha ido a recoger a Paula al hotel. Quería acompañarla a la oficina del registro para que no fuera sola.
Pedro soltó una palabrota entre dientes. ¿Cómo no había pensado en aquello? ¿De verdad era tan malnacido como para no ver el principal deseo emocional que Paula seguramente necesitaba satisfacer el día de su boda? Podría hacerlo mejor. Y lo haría.
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