El hombre la rodeó con sus brazos, poniéndola sobre su cuerpo y besándola desesperadamente. «Cielos, es el primer beso que me dan en la vida…» pensó Pau. Acto seguido, abandonó sus pensamientos y se dejó llevar por las sensaciones…
Pedro reposaba tranquilamente, escuchando la rítmica respiración de Paula, cuidándola como si se tratase de un bebé. Sus miembros descansaban relajadamente y sus cabellos se le metían en la boca de modo inapropiado. Se sentía extraño. Con ella en sus brazos, todas las sofisticadas mujeres que habían pasado por su vida no tenían nada que hacer. Se emocionó de nuevo al borde de las lágrimas, pensando que había estado a punto de perderla para siempre… La apretó más en un abrazo interminable, despertándola.
—¿Pedro…? —murmuró medio dormida.
Acto seguido, rodeó con sus brazos el cuello del hombre y lo atrajo hacia sí con más intensidad. Él se dejó hacer deseándola de nuevo, con la perspectiva de volver a vibrar tiernamente a su lado.
Paula se despertó con la luz que se filtraba a través de las cortinas. Podía oír el rumor del agua del manantial. Mientras se desperezaba acariciando a Pedro, fue comprendiendo lo que significaban esos ruidos. En vez de disfrutar de los últimos momentos íntimos, deberían haberse levantado mucho antes para ocuparse del ganado. La tarea de anoche quedó interrumpida a causa de su accidente…
—¡Eso es!
—¿Qué ocurre, Pau?
—Ya tenemos electricidad. La bomba del agua funciona y el tanque se está llenando solo. ¡Se acabaron los cubos de agua!
Por lo tanto, el hombre ya no tenía excusas para quedarse más tiempo en la granja… Pedro la atrajo hacia sí y a continuación se puso sobre ella. Los labios masculinos se unieron tiernamente a los de Paula en un beso interminable. La joven sabía que él iba a partir hacia Londres, por lo que su entrega fue total. Le dió todo lo que podía tener en su pequeño cuerpo de mujer. En esos momentos, él le pidió más que anoche. Su pasión mostró cierta desesperación, hasta el punto de que, cuando acabaron de hacer el amor, él se vistió y bajó a la cocina. Jemima oyó cómo sacaba a los perros y cómo salía al patio para observar el funcionamiento de la bomba de agua. Tras el encuentro amoroso, la joven no se sintió usada, sino más bien abandonada. Se vistió rápidamente, pensando en el baño que iba a darse al finalizar las tareas matinales. Cuando descendía hacia el piso de abajo, entró Pedro.
—Todo está en orden. He apagado las luces del patio —dijo el joven.
—Muchas gracias, Pedro.
—¿Te apetece una taza de té?
—Sí, ya he puesto agua a calentar.
¡Qué conversación más ridícula! Después de haber compartido momentos tan intensos, ahora se comportaban como si estuvieran de visita.
—Pedro…
—Paula…
Ambos rieron por haber hablado al mismo tiempo.
—Tú primero —le ofreció la palabra el hombre.
—Quería agradecerte todo lo que has hecho por mí —dijo Paula con una sonrisa en los labios—. No sólo por haberme salvado la vida, sino por hacerme entrar en calor y todo lo demás… Por cuidarme, mimarme… y por hacerme el amor.
Pedro extendió los brazos y Paula lo abrazó desesperadamente. Sabía que esta vez, el joven se marcharía de verdad.
—Me voy, Pau. Tengo que volver a Londres.
La joven asintió y Pedro empezó a reunir sus cosas, mientras que la granjera le servía una taza de té. El hombre se lo bebió apresuradamente.
—Te vas a abrasar —le advirtió Paula, sin encontrar respuesta.
Pedro puso su equipaje en la parte trasera del coche. Parecía como si fuese a marcharse sin despedirse. Pero, en el último momento, la tomó en sus brazos y le dijo:
—Detesto las despedidas. Cuídate y aléjate del río. Estaré en contacto contigo.
Dió media vuelta y se metió en el coche que se alejó por la carretera, soltando una nubécula de vapor.
Paula se puso a trabajar. Comprobó que las cañerías estaban en perfecto estado, ordeñó a las vacas, dió de comer a los perros y los sacó a pasear, tomó un baño reparador e intentó ir al pueblo a hacer la compra. Pero el maldito coche no arrancaba. La joven no pudo más y se puso a llorar.
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