jueves, 30 de marzo de 2023

Refugio: Capítulo 31

 —Voy a llamar a una ambulancia.


—No, déjalo… Abrázame, Pedro.


El joven dudó, pero finalmente accedió a desnudarse para pegarse al cuerpo de la mujer. Ambos se abrazaron sobre el edredón tendido en el suelo, pegados a la estufa. Paula estaba fría como el hielo. Tenía la carne dura y Pedro podía sentir los escalofríos de su pequeño cuerpo. La granjera murmuró unas palabras y se juntó un poco más a la figura de él que intentó envolverla. Al cabo de mucho rato, Paula se pudo relajar, aunque de vez en cuando notaba todavía algún escalofrío. Pedro tomó uno de los almohadones de los asientos y lo puso bajo la cabeza de ella, para que estuviera más cómoda.


—No te vayas, Pedro —susurró la joven.


—No me voy a ir, no te preocupes.


La granjera soltó un suspiro de alivio y se pegó un poco más a él. El joven estaba asustado: Podía haberla perdido para siempre y todo en cuestión de segundos… De repente, sus dedos se pusieron rígidos de miedo.


—Pedro, ¿qué te ocurre?


—Nada, estoy bien. ¿Y tú?


—Mmm… Tengo sueño.


—Pues duerme tranquila, yo estaré a tu lado.


Paula respiraba lentamente y sus músculos estaban sueltos. Pronto cayó en un profundo sueño reparador. Sam se relajó a su vez y acabó durmiéndose… Se despertó muerta de calor. Había algo sofocante que le recorría desde el cuello hasta las puntas de los pies. También había algo blando y caliente junto a su pecho. ¡Era Pedro que estaba dándole todo su calor vital! La joven fue consciente de que le había salvado la vida, la idea de la muerte le produjo un escalofrío. Trató de soltarse de los brazos del hombre, que no cejaba en su intento de darle calor y le despertó.


—¿Dónde vas, Paula?


—Quiero ver a los perros: Necesitan salir.


—Yo lo sacaré, no te preocupes.


La joven posó su mano en la de Pedro, que la sujetó posesivamente por el torso.


—Gracias, Pedro, me has salvado la vida.


—La culpa es mía. Si hubiese terminado mi tarea antes, el ruido del motor no me habría impedido oír tu voz.


—No digas tonterías. ¡Pero si te ibas ya a Londres! He tenido la suerte de que estuvieras aquí…


Ambos se quedaron pensando en lo que habría pasado si el hombre se hubiera marchado directamente hacia la capital.


—Estoy bien, no te tortures, Pedro.


Él la tomó en sus brazos y puso su cabeza en el hueco del hombro de Paula. Estuvieron unos instantes unidos en el abrazo.


—Los perros… ¡Se nos habían olvidado!


—Está bien —dijo Pedro, levantándose de la cama improvisada y poniéndose la ropa húmeda.


Tras su paseo, los perros entraron en la cocina y saludaron efusivamente a su ama. Paula, que estaba envuelta en el edredón todavía, se tomó una taza del té que había preparado Pedro y observó en silencio cómo el joven había hecho revivir el fuego de la estufa con más leña. Al cabo de un rato, visó que él seguía torturándose y culpándose por el grave accidente.


—Pedro, vayamos a la cama —propuso la joven.


El hombre permaneció en silencio. La granjera pensó que a lo mejor no le apetecía hacer el amor con ella… 


—Paula, toma la lámpara —sugirió Pedro, mientras que emprendía la subida al dormitorio con la joven en brazos.


Pedro dejó suavemente a la joven a un lado de la cama y puso la lámpara en una esquina de la habitación. El gato intentó colarse, pero el hombre le echó rápidamente al descansillo de la escalera. Paula observaba el cuerpo atlético de él mientras se iba desnudando. Los músculos refulgían a la tenue luz de la lámpara. Primero se quitó el jersey, luego los téjanos haciendo un breve ruido con la cremallera que hizo vibrar a la joven. Se acercó a Paula, sintiéndose en cierto modo vulnerable. La joven, al contrario, tenía muy claro que lo deseaba y que quería hacer el amor con él. Dejando el edredón a un lado, Jemima se puso de pie y se unió a él. Ambos se besaron con pasión y pegaron sus cuerpos al unísono. La joven quería acariciar la potente espalda del hombre, pero de pronto, se acordó de que en una ocasión, Pedro le había dicho que tenía manos de obrero. Eso la bloqueó por completo.


—¿Qué te pasa, Pau?


—Quisiera tocarte —contestó la joven.


—Pues hazlo.


—Me da vergüenza porque mis manos son rudas y están llenas de heridas.


—Oh… Por favor, amor mío, tócame… —susurró Pedro consciente de que la necesitaba más que nunca.


Paula dejó libres las manos y los dedos y le acarició la espalda, los hombros y las costillas. Se dió cuenta de que el hombre la seguía, devolviendo cada caricia con otra, como si se tratara de una danza. Le puso las palmas de las manos en sus pezones erectos y notó a continuación las manos de Pedro tomando sus senos con deleitación.


—Pedro… —murmuró Paula.


—Oh, te necesito Pau —dijo el hombre con los músculos en tensión y la respiración acelerada.


La joven colocó el edredón sobre la cama y se tumbó, invitándole a que la hiciera suya.


—Ven, Pedro, yo también te necesito. 

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