—Claro que sí. Has crecido mucho. Yo te reconocí cuando me hablaste de tus abuelos Alfredo y Luisa.
—Pues como decía, Agustín, recuerdo que a aquel niño que fastidiaba a Pau le pegué un puñetazo —dijo Pedro, observando concienzudamente su taza de té—. Es más, a continuación se fue llorando a buscar a su mamá.
Paula trató de ocultarse tras su taza de té. A Agustín le iba a sentar como un tiro aquel comentario.
—No era más que un crío —respondió ofendido el visitante.
—Pero ella era más pequeña…
Pedro dejó de sonreír, impaciente por ver desaparecer a aquel pedazo de bruto.
—No te preocupes por Paula y vete con tu mamá.
Agustín dejó la taza de té violentamente sobre la mesa, atravesó la cocina y se marchó dando un portazo, lo que se repitió con la cancela de fuera. Pedro sonrió afectadamente. Eso puso de mal humor a Paula, que se levantó de golpe de su silla diciendo:
—¿Por qué demonios has tenido que decirle eso?
—¿Decirle el qué?
—No te hagas el inocente… Le has provocado y él casi te pega. No tienes ocho años y, además, es mucho más fuerte que tú.
—Y que tú —replicó Pedro, poniéndose serio—. Además, se ve claramente que te desea.
—No digas tonterías. No es más que un vecino.
—Pues se le nota a la legua y, si no quieres admitirlo, es que estás ciega.
—Estás equivocado —dijo Paula, poniéndose colorada. Nunca se ha propasado…
—Aún no. ¿Qué harías si eso ocurriera?
—Nada, porque nunca lo intentaría. Y además, ¿Cómo voy a saber que tú eres de confianza?
—Por supuesto que lo sabes. Además… Te las has ingeniado para dejarme agotado. Me sería imposible abusar de tí en estas circunstancias.
Ella le lanzó una mirada irónica y soltó una carcajada.
—Bueno, pero por favor, no te vuelvas a meter con él. Tiene una pala mecánica y un motor cuatro por cuatro que sirve para almacenar el grano. Funciona como un auténtico quitanieve. Si manejas bien tus cartas, te dejaría el coche en perfecto estado y podrías marcharte rápidamente.
—Paula, ya lo hemos discutido antes. No me voy a ir dejándote aquí sin ayuda.
—¿No te vas a ir nunca? —preguntó la joven, incrédulamente.
Algo extraño le pasó a Pedro en su interior, mientras dejaba su taza en el fregadero. Al fin y al cabo, algún día tendría que dejarla… Y en manos de Agustín el Buey… Sonó un crujido en el tejado del establo y Paula miró hacia arriba con aire de preocupación.
—¿Qué ha sido eso? —preguntó el joven, dirigiendo su mirada hacia el techo.
—La nieve pesa demasiado. Tengo que subirme al tejado y despejarla toda.
—Eso será pasando sobre mi cadáver…
—Tiene arreglo.
—No lo dudo, pero el que se va a subir allí soy yo.
Paula se sintió aliviada porque detestaba las alturas. Salieron fuera para observar el tejado; por el lado del camino no había restos de nieve, pero por el otro lado el viento había ido almacenando verdaderas olas de hielo blanco.
—Debe de pesar toneladas —dijo Pedro con preocupación—. ¿Cómo será más fácil quitar las placas de nieve?
—El tío Tomás me subía en la pala del tractor y yo quitaba el hielo con un escobón, pero…
—No tenemos tractor, por lo tanto… ¿Dónde hay una escalera?
—En el establo.
No hay comentarios:
Publicar un comentario