martes, 14 de marzo de 2023

Refugio: Capítulo 11

 —Los cortes de tus manos no deben infectarse, necesitas crema antiséptica…


La joven buscó en un armario y encontró finalmente un tubo de pomada medicinal. Pedro se sentó en una silla enfrente de ella y se dispuso a curarle las heridas.


—¿Por qué haces esto? —preguntó Paula, sin obtener contestación.


El hombre siguió embadurnando los dedos doloridos.


—¿No tienes algo más fuerte? —dijo Pedro, observando cómo no resultaba muy contundente el tratamiento.


—Tengo la crema que se les pone a las ubres cuando están en mal estado. Está en el establo, junto a la puerta. Pero puedo esperar a mañana para untármela.


—Ahora mismo voy por ella —aseguró el joven, dándole una palmadita con las manos en sus rodillas—. Me pondré la zamarra y las botas.


Salió a la gélida intemperie y se metió en el establo. La temperatura allí era mucho más agradable y se percibía un ambiente cálido y apacible. Bluebell vino a saludarle lamiéndole la mano. Al fin y al cabo, las vacas no parecían ser tan malas, y le devolvió la carantoña. Tomó la crema y se dirigió hacia la casa que resultaba más acogedora que nunca, con la tenue luz saliendo por una de las ventanas. En el pequeño vestíbulo, dejó la ropa de abrigo y las botas. Cuando entró en la cocina, se encontró a Paula durmiendo junto a la chimenea con Daisy en su regazo y Luna a sus pies. Con cuidado para no despertarla, abrió el recipiente de la crema y le puso un buen pegote en ambas manos. Daisy se despertó, olisqueó el ungüento y se quedó dormida de nuevo. La joven murmuró algo indescifrable, pero siguió durmiendo. Pedro masajeó la palma de sus manos, intentando cubrir bien las profundas grietas. El hombre fue consciente de que estaba exhausta por el exceso de trabajo. La culpa no se debía tanto a la tormenta de nieve ni al corte de luz, sino a las preocupaciones de su forma de vida. «¿Qué habría sido de Paula sin su ayuda? Lo más seguro es que hubiera salido adelante» pensó Sam mientras la contemplaba.  Preparó más té y lo degustó tranquilamente, sentándose frente a la estufa con Luna a sus pies esta vez. ¡Qué carácter y qué recursos tenía Paula comparada con las mujeres a las que estaba acostumbrado a ver en la gran ciudad! Poseía el espíritu de aventura que tenían los pioneros del salvaje oeste y un coraje, no exento de sentido del humor. Todo esto resultaba increíblemente interesante pensó Pedro, en cierto modo triste porque apenas iba a tener tiempo de conocerla mejor. Paula se despertó a medianoche, con dolor de cuello y se dió cuenta de que su huésped estaba dormido en la butaca contigua a la suya. Se quedó observando sus largas piernas cruzadas, sus oscuros cabellos revueltos y sus pobladas pestañas negras. Tenía una complexión de atleta, con huesos alargados y una energía prodigiosa…Daisy saltó de su regazo y la joven alimentó la estufa con más carbón para mantener lo más cálidamente posible la casa durante la noche. Pedro farfulló algunas palabras y la joven, que aún estaba pendiente de él, se preguntó qué habría sido de ella sin su ayuda. Se las habría arreglado pero no por mucho tiempo… Le sacudió para despertarle y enseñarle su habitación. Abrió sus ojos somnolientos y sonrió a Paula, con un gesto inconfundible. Esto hizo que el pulso de la joven se acelerara. El dormitorio estaba limpio y ordenado. Parecía acogedor, pero hacía frío en esa parte de la casa. Le recomendó a Pedro que dejase la puerta abierta para que penetrara bien el calor procedente de la cocina.


—Te daré varias mantas para que puedas acumular el máximo de calor. Dejaré la lámpara de petróleo aquí. Ah, y por favor, no tires de la cadena en el inodoro. Mañana tiraré un par de cubos. Pues entonces, hasta mañana.


—¿A qué hora hay que levantarse para ordeñar a las vacas?


—A las cinco.


—Despiértame, por favor.


—No te molestes…


—Tú despiértame —ordenó Pedro, directamente. 


—Los cortes de tus manos no deben infectarse, necesitas crema antiséptica…


La joven buscó en un armario y encontró finalmente un tubo de pomada medicinal. Sam se sentó en una silla enfrente de ella y se dispuso a curarle las heridas.


—¿Por qué haces esto? —preguntó Paula, sin obtener contestación.


El hombre siguió embadurnando los dedos doloridos.


—¿No tienes algo más fuerte? —dijo Pedro, observando cómo no resultaba muy contundente el tratamiento.


—Tengo la crema que se les pone a las ubres cuando están en mal estado. Está en el establo, junto a la puerta. Pero puedo esperar a mañana para untármela.


—Ahora mismo voy por ella —aseguró el joven, dándole una palmadita con las manos en sus rodillas—. Me pondré la zamarra y las botas.


Salió a la gélida intemperie y se metió en el establo. La temperatura allí era mucho más agradable y se percibía un ambiente cálido y apacible. Bluebell vino a saludarle lamiéndole la mano. Al fin y al cabo, las vacas no parecían ser tan malas, y le devolvió la carantoña. Tomó la crema y se dirigió hacia la casa que resultaba más acogedora que nunca, con la tenue luz saliendo por una de las ventanas. En el pequeño vestíbulo, dejó la ropa de abrigo y las botas. Cuando entró en la cocina, se encontró a Paula durmiendo junto a la chimenea con Daisy en su regazo y Luna a sus pies. Con cuidado para no despertarla, abrió el recipiente de la crema y le puso un buen pegote en ambas manos. Daisy se despertó, olisqueó el ungüento y se quedó dormida de nuevo. La joven murmuró algo indescifrable, pero siguió durmiendo. Pedro masajeó la palma de sus manos, intentando cubrir bien las profundas grietas. El hombre fue consciente de que estaba exhausta por el exceso de trabajo. La culpa no se debía tanto a la tormenta de nieve ni al corte de luz, sino a las preocupaciones de su forma de vida. «¿Qué habría sido de Paula sin su ayuda? Lo más seguro es que hubiera salido adelante» pensó Sam mientras la contemplaba.  Preparó más té y lo degustó tranquilamente, sentándose frente a la estufa con Luna a sus pies esta vez. ¡Qué carácter y qué recursos tenía Paula comparada con las mujeres a las que estaba acostumbrado a ver en la gran ciudad! Poseía el espíritu de aventura que tenían los pioneros del salvaje oeste y un coraje, no exento de sentido del humor. Todo esto resultaba increíblemente interesante pensó Pedro, en cierto modo triste porque apenas iba a tener tiempo de conocerla mejor. Paula se despertó a medianoche, con dolor de cuello y se dió cuenta de que su huésped estaba dormido en la butaca contigua a la suya. Se quedó observando sus largas piernas cruzadas, sus oscuros cabellos revueltos y sus pobladas pestañas negras. Tenía una complexión de atleta, con huesos alargados y una energía prodigiosa…Daisy saltó de su regazo y la joven alimentó la estufa con más carbón para mantener lo más cálidamente posible la casa durante la noche. Pedro farfulló algunas palabras y la joven, que aún estaba pendiente de él, se preguntó qué habría sido de ella sin su ayuda. Se las habría arreglado pero no por mucho tiempo… Le sacudió para despertarle y enseñarle su habitación. Abrió sus ojos somnolientos y sonrió a Paula, con un gesto inconfundible. Esto hizo que el pulso de la joven se acelerara. El dormitorio estaba limpio y ordenado. Parecía acogedor, pero hacía frío en esa parte de la casa. Le recomendó a Sam que dejase la puerta abierta para que penetrara bien el calor procedente de la cocina.


—Te daré varias mantas para que puedas acumular el máximo de calor. Dejaré la lámpara de petróleo aquí. Ah, y por favor, no tires de la cadena en el inodoro. Mañana tiraré un par de cubos. Pues entonces, hasta mañana.


—¿A qué hora hay que levantarse para ordeñar a las vacas?


—A las cinco.


—Despiértame, por favor.


—No te molestes…


—Tú despiértame —ordenó Pedro, directamente. 


—Está bien, como quieras —respondió Paula, sonriendo ante el aprendiz de héroe—. Buenas noches y gracias por tu ayuda. 


La joven dejó la puerta de su cuarto entreabierta para tener un poco de luz. Se lavó los dientes, se puso el pijama y cepilló su cabello rápidamente. Una vez dentro de la cama se hizo un ovillo, intentando entrar en calor lo antes posible. Las cinco de la mañana no tardarían en llegar…


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