Agobiada y preocupada porque su huésped parecía aburrido, le preguntó:
—Bueno ¿Qué sueles hacer el viernes por la noche?
Pedro soltó una carcajada.
—Pues asesinar a unas cuantas abuelitas, robar algún que otro banco, en fin, cosas así…
—Sí, ahora que lo dices, me pareció ver tu foto en el puesto de Policía, espera, ¿O se trataba de Buffalo Bill?
—Sí, realmente nos parecemos bastante.
—Con la diferencia de que él sabía ordeñar vacas…
Una ceja de su rostro se alzó imperceptiblemente, cosa que le habría pasado inadvertida si no hubiese tenido tanto interés en observar sus rasgos. Sin duda, Sam parecía habérselo tomado como un desafío. Agarró un cubo y una banqueta, mirándola fijamente.
—Vamos, Buffalo Bill. Ahora te toca a tí.
El joven se instaló cerca de Bluebell.
—Apoya la cabeza en su flanco —le ordenó Jemima.
—¿Mi cabeza…? —dijo Pedro como si tuviese que meterla en las fauces de un león.
—Sí, sí. Ya sabes, apóyate en ella.
—Está bien, ¿Y ahora?
—Tira de la teta hacia abajo. Luego aprieta tus dedos desde el índice hasta el meñique, como si estuvieras estrujando pasta de dientes… Eso es.
Un chorro de leche fue a parar a sus pantalones.
—Debes intentar que caiga en el cubo.
Para ser la primera vez, Pedro lo estaba haciendo muy bien. Pero, de pronto, Bluebell se movió y tiró el contenido del cubo al suelo.
—¡Diablos! —dijo el huésped, dando un salto y poniéndose de pie.
Intentó esquivar el rastro de la leche, alarmando al animal que se dirigió hacia Paula, al otro extremo del establo.
—No pasa nada cariño, sólo es un londinense bastante inexperto — trató de reconfortarla su dueña, mientras el animal mugía suavemente con ojos asustadizos. La joven intentó sofocar una carcajada.
—¿Por qué ha hecho eso? —se extrañó Pedro, recuperando a Bluebell y tratando de colocarla en su sitio.
—Probablemente, le habrás hecho daño. Son muy sensibles.
—Si sólo son una panda de alucinadas…
—No le hagas caso, chicas. Se trata de un hombre y no se puede esperar comprensión por su parte.
Una de ellas pareció entenderla, asintiendo con la cabeza. Sonriendo, Paula pasó a la siguiente vaca, una vez que Bluebell dio todo lo posible de sí misma.
—¿Por qué les lavas las ubres previamente? No parece que estén sucias.
—Aparte de quitarles la posible suciedad, el calor facilita la bajada de la leche. Tienen que estar relajadas antes de que pasemos a la acción.
La joven estaba ahora con Ruby, que se portó muy bien. Como había padecido mastitis hacía poco, estaba acostumbrada al ordeño manual.
—Y una vez que recoges el líquido ¿qué haces con él?
—Se cuela y se almacena en el tanque refrigerado… ¡Cielos! Se me había olvidado que no tenemos electricidad. El refrigerador no podrá funcionar y lo más probable es que la leche se eche a perder.
—¿Y entonces? —preguntó Pedro con curiosidad.
—No me pagarán y perderé dinero.
—¿Cuánto?
—Más de lo que me puedo permitir —respondió amargamente, Paula.
En efecto, entre el tractor que no funcionaba, el estado de su coche y el de su pobre cuenta bancada, la granjera se encontraba al borde de la desesperación. Intentó hacer de tripas corazón y miró el panorama de las vacas que esperaban pacientemente su atención. Tardaría un montón de tiempo en ordeñarlas a todas, y total, para tirar la leche al sumidero… «Necesito poner a los terneros junto a sus madres. Así, me ayudarán en mi tarea, se alimentarán por sus propios medios y la leche no se perderá».
—¿Cuántas vacas recién paridas tienes?
—Sólo diez —contestó Paula, suspirando.
—¡Qué tienes otras veinte vacas más!
—Veintiuna, para ser exactos. Hay que darse prisa: se están incomodando por mi retraso.
Al cabo de media hora, consiguieron reunir a las recién paridas y a los terneros.
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