Se podía oír cómo Sam elevaba el tono de su voz y ella, en su interior, deseaba que no viniesen pronto a rescatar el coche. Fuera, seguía nevando a grandes copos y estaba claro que se iban a quedar incomunicados. Paula puso los platos sucios a remojo dentro del fregadero, tratando de esconderlos. Pero no lo consiguió. Necesitaba pasar un montón de horas en la cocina para hacer limpieza y ordenar todos los utensilios, pero ese tiempo lo tenía que dedicar a otras tareas de la granja. Cuando llegaba la noche, estaba rendida… Cuando Pedro reapareció en la habitación, puso cara de disgusto y dejó la lámpara en el suelo. La llama vibraba y se alargaba.
—¿Hay algún problema? —preguntó suavemente la anfitriona, sabiendo de sobra que los habría.
—No pueden venir porque están desbordados de llamadas y hasta mañana no aparecerán por aquí.
Consultó su delgado reloj con correa de piel, sencillo y elegante… Y dijo:
—¿Te importa que llame a mis abuelos? Es que no quiero que se preocupen.
—En absoluto. Puedes quedarte aquí para pasar la noche, si quieres.
—No creo que sea necesario, porque podré llegar andando. Sólo están a unos tres kilómetros.
—¿Con esta tormenta? —dijo Paula, enfocando con la linterna el exterior de la casa.
Y su huésped comenzó a maldecir. «Lo hace a menudo», pensó la joven. «Sin duda se trata de un hombre que tiene mucho mundo. No podría ser granjero.», se dijo a sí misma, suspirando. En el establo le esperaban treinta vacas que ordeñar manualmente. Había que dar de comer y de beber a los terneros, sin olvidarse de recoger los huevos de las gallinas. Iba a ser duro, pero no había otro remedio…
—Voy a llamar a mi familia —dijo Pedro finalmente, dirigiéndose hacia el teléfono con la lámpara de petróleo.
—Hola abuelo, soy Pedro. Los llamo para avisarles de que mi coche se ha quedado inmovilizado por la nieve cerca de El pato feliz. ¿Está muy lejos de su casa para ir andando?
—¿El pato feliz? —dijo el abuelo.— Pues…
Acto seguido tomó el teléfono su esposa.
—Hola, Pedro. Soy tu abuela.
—Hola, abuela. Le decía al abuelo lo que me ha pasado con la tormenta de nieve. ¿Podría ir andando desde El pato feliz hasta su casa?
—Oh, no. Es peligroso, además está bastante lejos. Paula te cuidará muy bien.
—¿La conoces?
—Claro, somos vecinas. Quédate en su casa hasta mañana. Así, le podrás echar una mano con las vacas, puesto que se ha ido la luz… Tus músculos podrán ser de utilidad en alguna tarea.
El joven detestaba el frío y las vacas, y justo en ese momento, se dió cuenta de que tenía los calcetines y el bajo de los pantalones llenos de excrementos malolientes.
—Estoy seguro de que podrá arreglárselas sola…
—Pero Pedro, vive sola y es una chica tan frágil… ¡No puedes abandonarla!
—De acuerdo, abuela —se rindió, consciente de que una vez más la anciana se había vuelto a salir con la suya. Después de todo, por eso precisamente había ido a verla hasta allí—. ¿Estarán bien? ¿Necesitarán alguna cosa?
—Sí, no te preocupes. Tenemos una casa muy confortable, con un montón de leña en el porche. Como no tenemos animales que cuidar, excepto los perros y los gatos, sólo tendremos que esperar a que amaine el temporal. Cuida a Paula y salúdala de nuestra parte.
—Adiós.
Colgó el teléfono, pensando que su anfitriona, por lo que había podido ver, parecía valerse perfectamente por sí misma. Volvió a la cocina, posando la lámpara en el suelo, dispuesto a tomarse la taza de té que le ofrecía Paula.
—¿Qué tal? —preguntó.
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