Se despertó con el ruido del tractor. Agustín estaba manipulando un enorme tanque de fibra de vidrio y metal, rellenando el bebedero de los animales. Pedro se preguntaba cuántos cubos serían necesarios para colmar el contenedor… Bueno, pues ahora ya era libre. Iría a reunirse con sus abuelos a reflexionar sobre el futuro, asunto por el cual había organizado esa escapada al campo. Descorrió las cortinas, se vistió y bajó a la cocina. La estufa necesitaba más madera. La rellenó con leños y puso agua a calentar. Desde luego, Agustín conseguía sacar de él lo peor de su carácter, como esos celos tan infantiles… Cuando estuvo preparado el té, le llevó una taza a Paula.
—No tenías por qué haberte levantado tan pronto —dijo la joven, sonriendo.
—Me despertó el ruido del tractor. De todas maneras, suelo madrugar a diario: A las siete ya estoy en danza.
—Eres arquitecto y trabajas en Londres, ¿No?
—Sí, pero no tengo muy claro lo que voy a hacer con mi futuro.
—¿Por qué?
—No quiero pasarme la vida haciendo lo mismo. Además, estoy muy presionado en el trabajo. No estoy seguro de querer plantearme la vida profesional en esos términos.
—Te entiendo.
—¿Esta vida produce estrés?
—No lo sé. Me estaba refiriendo a lo que hacía anteriormente. Soy abogada y estuve trabajando en un despacho hasta que el tío Tomás se puso enfermo y tuve que venir a cuidarlo. Cuando murió, me dejó la granja como herencia. De momento, estoy aquí replanteándome mi vida. Es posible que le venda las vacas a Agustín y que me instale aquí. Iría a trabajar como abogada a Dorchester. En cualquier caso, no volvería a Londres.
—¿Por qué abandonaste tu carrera para venir a cuidar a tu tío?
Pedro no podía comprender cómo, teniendo un brillante futuro, Paula había terminado en la granja, viviendo con lo mínimo indispensable.
—¡Oh!… Llevaba casos de derecho matrimonialista. Ya sabes separaciones de parejas que pugnan por la pensión más alta, por la custodia de los hijos, etc.. Muchos matrimonios no tenían auténticos motivos de separación, lo que ocurría era que se habían casado siendo muy jóvenes y no tenían un vínculo conyugal sólido. No deberían haberse casado.
—Puede que tengas razón —asintió Pedro, sin estar completamente de acuerdo con su punto de vista.
El arquitecto se sentó sobre un cubo boca abajo y se dedicó a mirar hacia el establo. De repente, una vaca montó a otra.
—¿Eso es un buey? —preguntó Pedro, con curiosidad.
—No. Eso quiere decir que está preparada.
—¿Para qué?
—Oh, tengo que llamar al veterinario para que la insemine artificialmente. Y sabes, le introducen semen congelado con una varita…
—Sí, sí. Comprendo.
—Lo llamé antes del fin de semana, pero con este tiempo le habrá resultado imposible llegar hasta aquí. Según Agustín, las carreteras están ya despejadas, o sea, que lo llamaré para que venga mañana.
Le devolvió la taza vacía y le agradeció que le hubiera arreglado el motor de la ordeñadora.
—¡A trabajar! —dijo Paula, haciéndole reflexionar sobre cómo una persona tan pequeña podía trabajar tan duramente—. Me queda hacer la limpieza, pero como no se puede sacar a las vacas por la nieve, me costará más de lo habitual.
—¿Te ayudo? —se oyó decir el joven a sí mismo.
—Estás encantado con la tarea, ¿No es así? Pues venga, a limpiar —rió Paula, lanzando una gran risotada.
Cuando ya se pusieron serios, ambos se quedaron mirándose a los ojos. Ella sonrió y esa sonrisa llegó directamente al corazón de Pedro.
—Gracias por todo —murmuró Paula.
Entonces, el hombre fue consciente de que habría hecho cualquier cosa por ella.
Pedro estaba trabajando como una fiera. Paula ordeñó a las vacas y tiró la leche obtenida, lamentándose por la onerosa pérdida. Hasta que volviese a funcionar la electricidad, no podría hacer nada más. Mientras tanto el joven no paraba, rellenando de heno fresco los comederos, arreglando cosas, silbando de aquí para allá. La granjera se daba cuenta de estaba disfrutando con el trabajo. Se preguntaba cómo es que no se había casado antes. Desde luego, Pedro tenía muy buena pinta y, aparte de un pequeño problema con los celos, sería un marido estupendo. No para ella, por supuesto. Estaba demasiado ocupada con su granja como para comprometerse con alguien. Era mejor evitarle. Se acercó a él y le quitó a horca de las manos.
—No hace falta que me ayudes, lo puedo hacer yo sola. ¿Por qué no recoges tus cosas y te vas de una vez con tus abuelos?
—¿Qué es lo que te pasa? He metido la pata, quizá…
Paula estaba deseando poner su cabeza bajo su hombro y llorar desconsoladamente.
—No, no tiene nada que ver contigo.
—Entonces, ¿Se trata de Agustín?
—No. No pasa absolutamente nada. Debes marcharte porque yo puedo perfectamente arreglármelas sola con la granja.
Pedro dejó a un lado la horca y, sin decir una palabra, cruzó el patio y se metió en casa, con Luna siguiéndole los talones. ¡Maldita sea! Era mucho más fácil estar sola…
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