martes, 7 de marzo de 2023

Refugio: Capítulo 4

Trató de ignorar lo cálida y fuerte que era su mano, pero no lo consiguió. Hacía más de un año que no tenía compañía masculina y se le había olvidado cómo podía ser de agradable el contacto con un hombre…


—Sígame —dijo Paula mientras dejaban atrás el establo.


Se acordó de tomar la lámpara de petróleo para terminar de ordeñar a las vacas. Le llevó por el sendero que llegaba a la vivienda. Una vez allí, se sacudió el barro antes de abrir la puerta de par en par.


—Entre y quítese su abrigo y todo lo que esté mojado —chilló


Paula, para contrarrestar los ladridos de sus perros. Él la hizo caso y dejó la ropa y los zapatos en la entrada. Una vez en la cocina, se encontraron con una auténtica fiesta de saltos y lametones. La granjera acarició a sus animales diciéndoles:


—Buenas chicas… Así me gusta.


Las perras dejaron a un lado a su ama para saltar sobre Pedro, que les dió la espalda chocando contra algo y soltando improperios.


—¡Luna, Daisy! Quietas… Aquí —ordenó Paula con autoridad—. No se mueva, iré a por una linterna.


Pedro estaba arrinconado en una esquina de la habitación, entre las escobas y pendiente de las correas de los perros que se le subían por las piernas.


—¿Qué es esto? ¿Por qué atacan a mis genitales? —murmuró entre dientes Pedro, intentando zafarse de Daisy. Se trataba de un Bichón rizado y parecía el primo hermano de la fregona en la que se estaba apoyando.


Saltó de nuevo sobre su muslo enseñando los dientes ansiosamente, con los sedosos mechones blancos hechos una maraña de espaguetis.


—Lo siento —dijo la granjera, dándose una palmada en el muslo para atraer la atención de la perra—. Daisy, ven aquí y pórtate bien.


El perro se acercó a ella mientras que su huésped se ponía rígido y miraba atentamente a su ama. Como Paula quería ver la expresión del hombre, enchufó de un golpe la luz de la linterna y éste replicó:


—¿Y ahora qué quieres, dejarme ciego?


—Perdóneme.


El caso era que en ese segundo, lo que había visto Paula le había producido una reacción extraña… Pedro tenía unos preciosos ojos azul oscuro que hacían contraste con su piel blanca y sus cejas oscuras. En estos momentos, lanzaban chispas de cólera. Tenía una buena melena que flotaba con el viento y que le hacía estar moderno y atractivo; su boca era sensual cuando no lanzaba gruñidos. Con la linterna, iluminó la lámpara y las cerillas. Durante mucho tiempo estuvo intentando encenderla y, mientras tanto, el hombre esperaba en la destartalada cocina, con auténticos ataques de frustración. Paula tenía que dar gracias a Dios por la oscuridad, porque con la luz de la lámpara, la habitación podría parecer acogedora y hasta incluso romántica. En fin, mucho más presentable de lo que era en realidad. La granjera consiguió encender la mecha y volvió a poner el globo de cristal en su sitio. La llama creció y creció, y ella aprovechó para mirar al huésped de cerca.


—Eres bajita —dijo Pedro, como si la acusase de pretender no serlo.


—Es que las cosas buenas vienen en envases pequeños —contestó ella sarcásticamente, intentando que no se le alterase el pulso.


—¿Por qué no llamas al servicio de urgencia antes de que sea demasiado tarde?


Paula le puso la lámpara en la mano y le indicó dónde se encontraba el teléfono, para que realizase él mismo la llamada.


—¿Cómo se llama este sitio?


Inmediatamente después, ella supo que iba a resultar embarazoso decirle el nombre de la granja. En un principio, le había resultado divertido cambiarle el nombre a la propiedad, pero ahora…


—El pato feliz, Granja El pato feliz —respondió la joven elevando la barbilla desafiantemente.


—No me lo digas: Tú eres Paula.


—Eso es —respondió respirando profundamente e irguiéndose todo lo que pudo.


—Encantado de conocerte, Paula. Mi nombre es Pedro Alfonso— se presentó el joven, haciendo en broma una pequeña reverencia—. Voy a llamar, entonces.


Mientras tanto, la granjera volvió a la cocina y puso agua a calentar, guiándose por la luz de la linterna. 

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