A Paula le habría gustado que el estilo de vida de Pedro y el suyo no fuesen tan distintos. Siempre podría volver a la ciudad y dejar lo que intentaba sacar adelante por pura cabezonería y lealtad hacia su tío Tomás. La verdad era que nunca hubiera imaginado que acabaría teniendo ese tipo de vida… El motor de la ordeñadora hacía, de vez en cuando, unos ruidos sospechosos. Puso el aparato succionador en la ubre de la última vaca que le quedaba y se dirigió hacia donde estaba Pedro.
—¿Estás terminando ya? —dijo el joven sonriendo, a pesar del esfuerzo que estaba haciendo.
—Estoy con la última vaca. Por cierto, Pedro, tu motor hace un ruido raro… ¿Le podrías echar un vistazo cuando puedas?
—Voy. Tendrás que terminar tú con el agua de los terneros…
Estaba anocheciendo y la nieve se iba deshaciendo cada vez más deprisa, con un rumor muy especial. Se acercó a la corriente con los dos cubos, pero, de pronto, apareció un zorro que se quería colar en el gallinero.
—¡Fuera de ahí, bicho. Deja a mis gallinas en paz! —gritó la granjera con todas sus fuerzas.
El animal desapareció en la noche, ahuyentado por los aspavientos de Paula. «Pobre criatura, estará hambrienta» observó la joven. Pero luego pensó que aquello no era una excusa para zamparse a sus gallinas. No estaba muy concentrada en lo que hacía. De pronto, cuando iba a llenar el segundo cubo, el suelo cedió bajo sus pies y se cayó a la corriente del manantial.
—¡Pedro! —gritó Paula a voz en grito, notando el frío helador de las aguas en sus piernas. Se aferró al borde del manantial como una auténtica lapa.
La joven siguió gritando, pero con el agua a tan baja temperatura perdió las fuerzas y la voz. Se la iba tragar la corriente.
—¿Pau?
Pedro paró el motor y agudizó el oído, pero no percibió ningún sonido especial. Sin embargo, estaba seguro de haberla oído…
—¿Pau? —siguió llamándola por el patio.
Se acercó a la casa y no había luz en la cocina. Los perros estaban ladrando como locos… ¡Qué raro! Se dirigió al establo de los terneros y tampoco la encontró. Fue a ver al manantial y pudo comprobar que los cubos se encontraban al borde de la corriente. Pedro llamó a la joven de nuevo y prestó atención por si reconocía su voz. ¿Qué había sido eso? Más que un grito había percibido un gemido procedente de…
—¡Cielos!— exclamó Pedro, corriendo de nuevo hacia el manantial.
Allí la encontró aferrada al peldaño que servía de escalera para acceder al regato del agua. En efecto, Paula estaba morada de frío y tan rígida que al joven le costó desprenderla del escalón de madera. Estaba tendida horizontalmente en la corriente y parecía ondear como si fuera una planta acuática. Pedro tuvo miedo y se arrodilló para sacarla.
—¡Ya te tengo! —gritó sujetándola por el cuello y sacándola del agua helada.
Paula se pegó al cuerpo de Pedro, empapándole la ropa, lo que casi le produce un shock hipotérmico.
—Pedro, ¿Estás bien?
—Pero Paula, ¿Me quieres decir qué estabas haciendo ahí dentro? Has estado a punto de morirte.
—Me caí —murmuró la granjera, sin que apenas se la oyera.
Se estremeció débilmente y comenzó a congelarse.
—Te voy a hacer entrar en calor —dijo Pedro tomándola en brazos y tambaleándose ligeramente.
Se la llevó a la cocina sentándola junto al fuego y encerró a los perros en el pequeño salón. El hombre se quitó el abrigo y se subió las mangas de la camisa para poder quitarle la ropa empapada con más facilidad. Paula estaba de color morado. Tomó una toalla que se encontraba cerca de la estufa y la envolvió con ella, pero como la joven no paraba de temblar convulsivamente, subió a la planta de arriba para bajar su edredón y más toallas. No tenía muy claro qué pasos dar para luchar contra la hipotermia. Sin embargo, su sentido común le ordenó hacerla entrar en calor poco a poco, hasta que recuperara la temperatura ideal. Lo primero que iba a hacer era secarla, friccionándola con ropa seca. Pero ella seguía de color morado y tenía la cara completamente blanca.
No hay comentarios:
Publicar un comentario