jueves, 16 de marzo de 2023

Refugio: Capítulo 14

Paula se levantó y sacó la tarrina de mantequilla y la leche. Cortó varias rebanadas de pan y las puso en el tostador. Acto seguido, se volvió a arrellanar en uno de los asientos.


—Desayunaremos pan tostado —propuso la joven mientras él reía y la miraba con una chispa de complicidad.


Paula se quedó pensando lo guapo y agradable que era Pedro…


—¿Cómo te gustan los huevos? —le preguntó el individuo.


—Más bien cremosos.


—Muy bien.


Cuando estuvieron hechos, la joven se abalanzó sobre el plato y los devoró sin esperar al cocinero. Estaban realmente en su punto. Pedro miraba con cierta satisfacción cómo la joven se tomaba el desayuno a toda prisa. Es más, se sorprendió a sí mismo sonriéndola protectoramente. ¿Qué es lo que le estaba pasando? Se comió los huevos revueltos, pero no estaban muy hechos. Se levantó para ponerse más té y le ofreció otra taza a Paula, mientras divisaba por la ventana la llegada de un hombre alto y fuerte. Sin saber exactamente la causa, se le pusieron los pelos de punta.


—Tienes visita, Paula.


—¿Una visita? —preguntó ella, acercándose a la ventana y alzándose de puntillas—. Es Agustín.


—¿Quién es Agustín…?


La granjera se acercó al pequeño vestíbulo sujetando a los perros. Cuando abrió la puerta, apareció un hombre joven que con voz animada le dijo:


—Buenos días, Paula. He venido para ver cómo te las estás arreglando sin electricidad y sin generador.


—Bastante bien, Agustín —contestó la granjera. A continuación, Pedro trató de acallar a los perros con los restos de sus huevos revueltos—. He visto un coche abandonado en el camino, con cierta ropa interior atada a un par de palos…


—Es todo mío —respondió Pedro, apareciendo detrás de Paula. 


—¿Suyo? Me cuesta mucho imaginarle llevando ese tipo de lencería, pero hay gente para todo en este mundo.


—Me refiero al coche con el lector de CD, la radio, etc. y no a la ropa interior roja.


—Ya. Entonces es tuya, Paula.


La joven se puso colorada ante la pregunta grosera del vecino, mientras que Pedro se puso delante para protegerla. No obstante, Paula murmuró algo incomprensible sobre el color rojo y dijo:


—¿Te apetece una taza de té, Agustín?


—Pues, sí —contestó dando un paso hacia adelante y haciendo retroceder a Pedro ligeramente.


Luna se colocó ante el visitante y le gruñó con el cuello erizado. Para esconder su cara de circunstancias, Pedro se puso a servir las tres tazas de té. El visitante tomó la suya con su mano peluda y se la bebió sorbiendo ruidosamente.


—No nos ha ido mal: Pedro se ha ocupado de sacar cubos de agua y yo he ordeñado y he alimentado a las vacas.


—Tenías que haber recurrido a mí en vez de confiar en extraños.


—¿Extraños? —repitió Pedro, enarcando una ceja.


—Sí, sin duda eres un londinense, blandengue como la mantequilla.


De pronto, Pedro se acordó de aquellas vacaciones de verano que pasó en la casa de sus abuelos.


—Recuerdo que, cuando estuve de vacaciones aquí, había un niño de unos ocho años que se llamaba Agustín y de una niña que se llamaba Pauli o Paulina,  o algo parecido.


—Pau, Paula —corrigió Paula suavemente.


—O sea, ¿Qué tú eres aquella niña? No puede ser… Ahora tendrías veintiocho años.


—Los tengo. Me preguntaba cuándo me reconocerías…


—Sí que has cambiado —dijo Pedro, sonriendo abiertamente—. Has crecido. Bueno, un poco. Y ahora… No me lo digas, no he cambiado nada. 

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