—¡Estupendo! Y ahora, ¿Qué?
Pedro abrió la ventanilla del coche y una ráfaga de nieve le dió de lleno en la cara. Alzó su mano para utilizarla como visera, esforzándose por ignorar la helada ventisca. Pero la señal de tráfico que intentaba ver estaba a su vez cubierta de nieve. La masa de copos volaba horizontalmente, tratando de pegarse en cualquier superficie… Incluso en él. El caso es que estaba seguro de conocer el camino… Subió la ventana pulsando silenciosamente el botón correspondiente, para aislarse del viento congelado. Se sacudió los copos adheridos a su jersey con un suspiro. Le quedaba la opción de salir del vehículo, pero aquello le apetecía tanto como arrastrarse en una charca llena de gusanos. Se quedó observando la capa de nieve que ya cubría la ventanilla. «¡Lo normal es que nieve en diciembre, pero no en febrero!» refunfuñó, mientras miraba a través del parabrisas. Con la calefacción a tope y los limpiaparabrisas funcionando eficazmente, se podía ver… La blanca nube de hielo pulverizado.
—¡Genial! —suspiró decepcionado—. ¡Verdaderamente genial!
Encendió la radio en busca de información sobre el estado del tiempo, pero no pudo sintonizar ninguna emisora. Entonces, encendió el lector de CD para escuchar un poco de Verdi y se dispuso a esperar hasta que se calmase el temporal. Al cabo de media hora, la tormenta parecía haber remitido, pero ya se estaba haciendo de noche y el viento, con sus aullidos, todavía batía ligeramente algunos copos blancos. «Voy a intentar poner en marcha el motor» murmuró para sí, haciendo funcionar el coche. Además, pudo comprobar que la tracción de las ruedas funcionaba bien, puesto que el vehículo salió adelante pisando lentamente la gruesa capa blanca. Sonrió al recordar que se lo había comprado hacía poco tiempo, cansado de que el anterior automóvil le dejase tirado en los lugares de construcción que supervisaba. En esos momentos, siempre había algún obrero fornido que empujaba el coche y le sacaba del apuro. Ahora, sin embargo, todo dependía de la capacidad del propio vehículo para salir del paso… ¡Y pensar que estaba a tan pocos kilómetros de la granja de sus abuelos! Sólo podía avanzar despacio para no patinar en el mullido suelo. En ese momento, ya sólo caía nieve dispersa, cubriendo lentamente el camino y los campos adyacentes. No obstante, no se privó de pisar un poco más el acelerador. Acto seguido, divisó una granja donde se apiñaban pequeños edificios de ladrillo y piedra alrededor de una casa, que sin duda, había conocido tiempos mejores. Aunque estuviese en mal estado, daba la impresión de ser confortable y acogedora. La granja entera inspiraba humanidad… Siguió conduciendo, ahora ya en la oscuridad más completa. Era curioso porque venía huyendo del mundanal ruido, deseoso de olvidarse de las tensiones profesionales y, en ese momento, se sentía tremendamente solo. Mirando por el retrovisor, sintió alivio al comprobar que la pequeña granja permanecía iluminada en la lejanía. Se disponía a torcer por una esquina, cuando, de repente, chocó contra la barrera de nieve que se había formado al borde del camino. Había tomado la curva demasiado deprisa y casi se empotra contra el volante. El cinturón de seguridad había cumplido con eficacia su función: su nariz había rozado el parabrisas pero no había resultado herido. Intentó poner en marcha el coche y comprobó que la tracción de las ruedas estaba intacta, pero la marcha atrás no funcionaba a causa del hielo.
—¡Maldita sea! —dijo golpeando el volante con sus manos.
El capó estaba cubierto por una espesa capa blanca. Un buen montón de hielo blanco impedía la apertura de la puerta del conductor. Intentó varias veces activar la marcha atrás, hasta que tuvo que dejarlo por imposible. Aunque el coche era nuevo, también le había dejado tirado… Si volvía a la granja, quizá el dueño podría remolcarlo con su tractor… O en el caso de que esto fallara, a lo mejor podría pasar la noche allí. ¡Era increíble! Se encontraba a tan sólo tres kilómetros de la casa de sus abuelos. Paró el motor. Tuvo que hacer un gran esfuerzo, teniendo en cuenta lo largas que eran sus piernas, para salir por la puerta de la derecha. Maldiciendo en voz baja, pisó el suelo que era puro barro. Tomó su abrigo que estaba en el asiento de atrás y se lo puso a toda prisa. ¡Pero qué frío hacía! Se levantó el cuello de la prenda y se arrebujó con ella en dirección a la granja. Si al principio le había parecido que era acogedora, ahora, ¡No podía serlo más! De pronto, cuando estaba a punto de llegar al patio de entrada, se fue la luz…
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