—Buenos días, mi héroe —saludó Paula, estirando la espalda con una mueca de dolor.
—¿Tienes agujetas? —preguntó Pedro.
—Sólo un poco. ¿Y tú?
—He descubierto algunos músculos que no había utilizado en la vida… —dijo Pedro, ofreciéndole el té—. ¿Cómo van tus manos?
—Mejor. Por cierto, no te di las gracias por la pomada. Es que me quedé dormida.
—Es mi toque especial —aseguró el joven, riéndose. De todas formas, ya estabas profundamente dormida cuando te la puse.
Paula se tomó el té de una sentada.
—Mmm… ¡Qué bueno! Estaba esperando a terminar de ordeñar para ir a casa y hacerme uno. Pero hoy las vacas están muy agitadas. Debe ser que el agua para limpiarlas se ha quedado fría.
—Voy a calentar más —dijo el joven solícitamente dirigiéndose hacia la casa.
—Eres un cielo. Recuérdame que le dé las gracias a Luisa por haberte invitado a Dorset.
—Por cierto, a cuántos kilómetros está su casa —le interrogó el hombre, cruzándose de brazos.
—Está del otro lado de la colina —contestó la joven, poniéndose colorada.
—¿A unos tres kilómetros, más o menos?
—Sí…
—O sea, que habría podido llegar perfectamente anoche.
—Más o menos…
—Pues, ¡Fíjate lo que me habría perdido!
Una nube de tristeza y desesperación nubló la mirada de Jemima.
—Ahora estarías calentito y en la cama —repuso la joven, devolviéndole la taza vacía—. Venga, salgamos de aquí.
Se encaminaron hacia la casa y, una vez en la cocina, Pedro llenó un cubo de agua caliente e hizo más té. Cuando estuvo listo, Paula se lo bebió de una vez. El joven no entendía por qué la granjera se había puesto triste al preguntar por la casa de sus abuelos ¿Acaso temía que la dejara sola con todo ese panorama?
La verdad es que no lo conocía muy bien, pensó la joven mientras tomaba el cubo con una mano y el té con la otra. A continuación, Pedro se dedicó a llevar agua fresca a la cocina y al cuarto de baño; cuando terminó con esa tarea, se fue al establo.
—¿Relleno el bebedero y el pesebre?
—¿No te ibas ya? —le preguntó Paula, sorprendida.
—Sin mi coche, ¡Ni hablar!
Los ojos de la joven volvieron a brillar esperanzadoramente. Pedro tenía claro que se iba a quedar para ayudarla, además con la treta de su abuela, no iba a poder escurrir el bulto y marcharse así como así.
—Bueno, entonces, voy por agua —y se sorprendió a sí mismo silbando alegremente.
Cuando amaneció, el cielo estaba precioso. Se había calmado el viento y la luz del sol se reflejaba en la nieve. Si no hubiera estado tan cansada, habría disfrutado mucho más del paisaje. Pedro estaba pletórico de energía. Además de haber llevado setenta y cinco cubos de agua, se había dedicado a apartar la nieve del camino que unía los establos y el gallinero con la casa. A Paula apenas le sorprendió, porque de pequeño era también muy inquieto.
—Puedes poner un poco de arena en los senderos que has hecho — dijo la joven, sacando la cabeza por un hueco del gallinero.
—¿Alguna sugerencia más?
—Sí, hay que vaciar la estufa de ceniza. El cubo de metal está a un lado de la puerta de la cocina. Ya que vas para allá, por favor, llévate esta cesta de huevos.
—Me pregunto qué vamos a desayunar… —dijo Pedro, con una mueca divertida que provocó la risa de la joven.
—Mientras tú pones más agua a calentar para el té, yo terminaré con tus pasadizos.
Ella volvió con las gallinas para recoger los últimos huevos y asegurarse de que tuvieran suficiente agua. En el fondo, se estaba preguntando cuándo la reconocería Pedro. De momento, Paula no se lo pensaba decir. Así iba a ser más divertido… Se quitó las botas nada más entrar en casa. Notó cómo el calor la envolvía, arropándola como una manta. Se sentó en uno de los asientos frente a la estufa. «¡Qué maravilla!» murmuró cerrando los ojos. En seguida, un cuerpo fuerte y varonil le dio un golpe en el pie, llamando su atención.
—¡Vamos, que no es hora de dormir sino de cocinar! —replicó Pedro— . Ponte crema en las manos y ayúdame a preparar el desayuno. ¿Dónde está la mantequilla?
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