jueves, 23 de marzo de 2023

Refugio: Capítulo 22

 —Luisa, le mentiste.


—Sólo un poco. Si vienes pasando por el pueblo, sí que hay tres kilómetros de distancia entre las dos casas.


—No te disculpes porque me ha venido muy bien.


—Alfredo, necesitamos más leña. ¿Por qué no traes algunos troncos más, querido? —le sugirió la anciana a su marido.


Luisa se acercó a la granjera y, tomándole la mano, le preguntó con curiosidad:


—Cuéntame qué tal.


—Está celoso de Agustín —dijo Paula, riendo—. Realmente, las cosas no han cambiado en estos veintidós años.


—¡Qué excitante! Nunca se han peleado por mí dos hombres al mismo tiempo.


—Pero Luisa —contestó la joven con una risita—, fue horrible. Parecían dos gallos acosándose a mi alrededor.


—Eso es un signo de que le interesas.


—Me importa un bledo que esté interesado por mí.


En ese momento apareció Pedro.


—Están hablando de Agustín, ¿Verdad?


—Paula me estaba contando que es un fastidio.


Antes de contestar, la joven observó que Pedro tenía el pelo mojado y que estaba recién afeitado. Le gustaba más cuando estaba más desaliñado y natural.


—Agustín me ha ayudado en muchas ocasiones —le defendió Paula.


—Con su juguetito de color amarillo…


—Dices eso porque tú no tienes ninguno y le tienes envidia.


—No necesito impresionar a las damas con ese tipo de vehículos —le espetó Pedro.


—Bueno, ahora que huelen mejor voy a ponerles la cena. Mientras comen les lavaré la ropa sucia.


Salieron de la casa achispados por el brandy. Iban caminando por una vereda y Pedro tropezó con un leño escondido. Se cayó todo lo largo que era en la nieve. Paula intentó levantarle, pero al final fue ella la que se cayó sobre él. Ambos comenzaron a reír hasta que la intimidad de la postura les hizo recobrar la seriedad.


—¿Pau? —murmuró Pedro, acariciando y alisando su pelo hacia atrás.


La luz de la luna iluminaba su cara y la joven podía entrever la expresión del hombre. Si ella bajaba el rostro y lo besaba… Tendrían que rematar la faena. Estaba tan claro como que amanecería dentro de unas horas, como que alguna vaca padecería mastitis y, sobre todo, como que Agustín seguiría importunándola. Paula se daba cuenta de que sería una locura. Sin embargo, bajó su cara y, cuando Pedro iba a besarla, apareció un cuerpo caliente que les puso la zarpa encima.


—Fuera, perro —dijo Pedro a Luna, mientras reía de buena gana.


La granjera fue consciente de que el mágico instante había desaparecido. Se levantó y ayudó a Sam a incorporarse. Luna daba vueltas alegremente a su alrededor, mientras que la pequeña Daisy esperaba pacientemente a que alguien la tomase en brazos. Regresaron a la granja cuando el viejo reloj daba las doce.


—A casa, Cenicienta —dijo el joven, poniendo sus firmes manos en la cintura de la granjera.



Ella se preguntaba si Pedro le daría un beso de buenas noches, mientras se quitaban la nieve y se preparaban una taza de té. Ambos estaban disfrutando con los perros al calor de la estufa, cuando alguien llamó a la puerta.


—¿Paula, dónde has estado? ¿Te encuentras bien?


—Hola, Agustín —saludó la joven con una risa disimulada y abrió la puerta.


—¿Qué ha pasado? Has salido de casa, ¿No?


—Hemos estado cenando en casa de los abuelos de Pedro.


—Estaba preocupado. Te podía haber pasado algo.


—No creo que tenga que pedirte permiso para salir…


—Tú no tienes dos dedos de frente y con este pardillo podrían haberse caído en una zanja.


—Pasa, vamos a tomar una taza de té. 

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